May 16, 2010

LA DAMA SIN CORBATA

Encendió una vela para jugar y los demás a ocultas, la imitaron con fuegos verdaderos. El edificio prendió por todas partes mientras cantaban: “¡TÚ TUVISTE LA IDEA!”. Rosa corría para escaparse, mas entre escalones se dio cuenta de que nadie la seguía: que era ella sola la que se salvaba y, por tanto, la culpable ante el juez o la ley al explicarse. Si regresaba a buscar un testigo podía fallecer en el intento. Ahora sabía, ¡que ella tuvo la idea!


Dices que ya no soy buena, justa, ni verdadera. Todo porque me he tapado los oídos sin que te dieras cuenta cuando antes, alterado, arsénico..., me insultaste. Dices todo eso porque no me ves hecha un estipendio de alfeñique, sino crecida. “Te duele no verme dolida, porque no sé cuáles fueron tus palabras”. Y me odias más, pero ahora lo dices atemperadamente, hasta incluso amorosamente. Fueron grandes voces las tuyas, retazos pútridos de arremeter, y la multiplicada real agresión verbal. Pero ya ves, ¿qué queda?, buena, justa y verdadera (mas debiera haberte escuchado para saber qué es lo que quieres decirme ahora).


Muriel Sitz acariaciaba un pasaporte y un “perster” (perrito-hamster) que tenía entre sus manos; la acompañaba un “novio aferrado” que empeñó su juventud en pagar las letras por un coche rojo. Lo regaló ñoñamente, a la que se despedía del aeropuerto de Barajas, para no volver a la ciudad “grande-ruidosa-sucia”, como calificaba a Madrid, pues era de otra y de alrededores mejores. A galope habían metido al abrocatelado choricero español en la sopa de fideos eslava, y ahora le decían que se saliese del cueto, una vez cocido, cosa injusta para un pionero. Acariciaba ella más, en conclusión, el pasaporte que a la odorífera salsa formada por sus pensamientos, mas un recaudado libro de citas que no ocultaba al mozo, como nueva moral romántica, pues le habían educado a no suicidarse cuando acudiera el cerco de los no europeos.


El mismo profesor de japonés puede darte la gimnasia. Cuando te enamoras de un asiático en un mundo revuelto no faltan las arqueras contrarias. Si ellos persiguen lo que se les escapa, la revolución cuadrada de la mujer cuesta arriba, en tiempo bamboleante, es despensa del suicidio. Cuatro climas tiene la afrenta de la china metida en el ojo de la médium tríptica y cristiana. ¿Qué culpa tiene ella de estar desnuda y él tan simple? Si el azar escogiese entre uno de los dos enamorados, ¿los separaría regentándolos con el casamiento, en vereda cristalina? Ya están dichas las dos afrentas; las restantes te las traerá el alba. Taciturna, ¿quién te va a amarrar o hacer llorar si encontrándome con la profesora de nipón me abstuve de sus servicios perniles y me enseñó el prestigio necesario de aquella isla en el Océano ulular? Porque es tu entierro, te digo, rápido, que ya ha amanecido, las otras dos afrentas: “que ella es Océano y tú, hombre, isla”. Si en el almiar se reduce la yesca, ¿qué queda? Y si por decir esto no llego a decirlo todo, perdona Ana, que entonces yo tenga que llorar por no saber explicarme.


Habían raptado a su novio. Si acertaba el número de teléfono del lugar donde se encontraba y sonaba su llamada, lo pondrían en libertad. Pero eran tantos números, tantas combinaciones...Marcó y marcó cifras en el móvil sin dar resultado. Ya le estaban quitando las constantes vitales, contoneantes. Como jugar al baloncesto con las manos en los bolsillos.


Entró en el autoservicio; se le adelantaron tres germanas, pidiendo poco. Al llegar a pagar, obligaron a Petra a comerse todo lo que no quisieron en el menú las restantes, que le precedieron (para cerciorarse del cumplimiento llamaron al guardián de la caja). La barriga se agrandó, el mondongo arrastrándose por el suelo, y la cabeza buscando un sitio donde sentarse: el mundo se ridiculizó a sí mismo.

¿Qué era un pequeño error?, se preguntaba Freda. Estar segura de algo y convencida de ganar una carrera de caballos, pero optar por el camino más fácil o adelantarse con trampa. Cuando las mejores pierden. Como sentarse en el trono del Rey Arturo sin dejarle partir para la batalla, donde pudiera perder la vida (y tenerle ahora postrado junto al asiento). Se comete el pequeño error, le dice Merlín, por aburrimiento, por no querer seguir la corriente u obligación, por querer ser diferente a los demás en la forma de conquistar el poder, por diversión y llamada de atención (por lo que se lleva puesto o lo que se va a acabar). Y por ello se castiga. Se pierde.

Una ola llegó de la cama de su compañero de cuarto, a ella que estaba en la costa con un chico, mas como no sabía si a él lo rescataba y jugueteaba en brazos en la orilla o en alta mar, venía tal vez de la cama de su compañero como un niño salvado antes del mar y ahora jugueteaba filosóficamente en la arena con su chico, ¿si sería de ellos dos, el hijo que tuvo?

Viste a unos niños correr al viento, pero estabas acostumbrada a cosas grandes, acurrucando todo al son del huracán, y cosa tan simple quedó en vórtice, pasando por debajo. Transportaban un trofeo que les arrebataste; pero si hubieras mordido la copa dulce con la que te adjudicabas el rapto resultaría mancillada, la habrías escupido y ofuscado al ribazo, desde la tribuna de tu cadalso, al haberles quitado la ilusión.

Era una tarde gris, sin colores, en el redondel de la plaza de las Ventas: entró el torero a lomos de un hipopótamo (que no era rinoceronte) aplaudido por todos los que estaban en los tendidos; el toro que ya le esperaba, arremetió contra el paquidermo, que a fuerza de desangrar y por los desgarros esparcidos por la arena, hincó sus piernas en el suelo; el torero saltó tartamudo, pedagogizante y fue cogido, rodeado por el ambiente.
Empezó a llover, la plaza que resultó ser de barro, empezó a desmoronarse; la gente salía por la Puerta Grande. El toro revoloteó en tierra contra Luis, que yacía inconsciente, pues le habían tomado por felpudo los que huían despavoridos. Lucía arrancó un “poster” mojado de una peña taurina, y con un juego mágico de muñeca se lanzó a capotear, engañar y salvar a su novio del fiero, sofocado y trágico animal; duró poco la lidia, no tuvo premio por ser su actuación en la calle, donde tener razón es imprevisible, y el toro desenmarañó su pedazo de cartón, que alzaba; con los ojos bien abiertos fue cogida. No habría vuelta al ruedo.

Si era alumna y los profesores (aliados) la había coronado en maestra, qué culpa tenía ahora la Gran Hermana, si suspendía a todas sus camaradas (Myriam recogía basura para tirársela a la cara, cuando ella deseaba que se restableciera su título). Alguien se dirigió a su pupitre (Olga, María y Sonia). Y le dijeron: “Va a haber una fiesta de fin de año; no faltes es tu última oportunidad. Podrías arrugar tu diploma y sacarlo a patadas desde la puerta del local a tu casa. ¡Estaremos detrás! Nos mofaremos de todos esos profesores demócratas y gregorianos”. La niña (que ya era mujer) daría las clases con chupete. Tal era la laureola final.

Eran muchas las de la promoción; las perseguían los indios “xious” mezclados con “apaches”; las rodearon en una explanada del bosque (iban a llover sus flechas). Pero no atacaron. Construyeron ellas rápidamente unas altas barricadas de leña y no viendo a los pintarrajeados se dedicaron a pasear. Purita, viendo que esa no era la solución final, alertó gritando: “Hay que construir el techo de la cabaña”. Pero no la hicieron caso; seguía habiendo tiempo, pues los indios estaban entretenidos en no sé qué. Y llovieron, por fin, las flechas, muriendo todas atravesadas y sin defensa (la intención de Purita había rebotado, como se juega a la pelota vasca). Pero alguna dijo, que habían sido flechas de cupido.

Sonaban más de las cuatro en el obelisco de Torrelaguna (Madrid), cuando entraron a yantar. Tenían dentro todos el mismo rostro: uno era director de ordenadores (comida y siesta) y los otros eran obreros sumergidos (patatas con carne o siesta). El que llevaran barba no quería decir nada (el Catedrático de Guernica pudiera ser que nunca haya visto la sombra del cerdo); el que la llevaran, tampoco (ven el símbolo del dólar en el filamento de la bombilla, y no se da). Ya estaba otra vez Patricia meneándose ante el espejo, entonada por el vino; prefería tocar todos los instrumentos a ser directora de orquesta, en lo que se resumía el nombre de aquel pueblo: “hacia la torre eléctrica está el cementerio, laguna donde no conviene adentrarse”. O el antiguo refrán: “En Torrelaguna, ni mujer, ni burra”.

Maria Paz estaba pescando en la Bahía Leitâo (en Sao Martinho do Porto) cuando toda el agua la arrastró hacia un agujero en el centro de la concha, (un pozo absorbente importunado por el anzuelo), mientras la playa se iba desnudando, quedando las arenas al descubierto. Mientras su novio Juan sujetaba la cuerda, bajó hacia el fondo en busca de la supuesta recompensa prendada por el hilo. Creció el mar de nuevo, revolviéndose en terremoto, inundando la bahía, y el novio desapareció presuroso hacia la costa. Maria Paz luchaba por sobrevivir, buceando abismalmente contra la catarata ensordecedora de un posible lavado de buzos. No alcanzó el fondo, ahora tampoco la superficie. El espectáculo era de color gris: un cuerpo flotando a la deriva.

A Elena le pusieron una música, una sincronización de luces y bailando disfrutó de lo lindo. Mientras bailaba con el ritmo fue perdiendo la memoria, y ya no sabía quién era. Cambiaron de disco y siguió buscando el estilo musical anterior, que le parecía raro pudiera haberse extinguido. ¿Quién era el responsable? Ya no sabía, ni siquiera, en qué plataforma o discoteca se encontraba. El pasado ya no regresaría (si lo hiciera habría otra canción rodando) y el futuro lo emprendía sin memoria.

Gloria, la solterona, cruzaba el porche de la casa de los comentos donde todos estaban muertos, pero glosaban. Subió la escalinata sin que la siguieran las pelotitas ni nadie, y al contacto con el nuevo espacio, se rompieron dos ventanas por su presencia. El histerismo, abajo, fue tremendo, y la instaron a arrojarse por el hastial de la fachada; pues estaba muerta, no se haría daño, y regresaría a la sala de espera, cruzando otra vez el jardín. Pero pensó que, tal vez, la estaban envidando, pues podía ahora volar a otro paraje o lugar que no fuera una simple casa de juego. La decisión fue lanzarse al aire.

Todos aquellos bárbaros alanos tenían un mensaje cifrado, que la oficiala romana, Julia, protegida de un peto de crónicas, intentaba descifrar a solas, antes de que amaneciese y tuviera lugar la batalla. Escapó de la tienda y refugióse con los soldados, pues esclavos suevos no dejaban de importunarla y distraerla con vesania y sexo para que no vaticinara el asunto. Tal vez descubriera la estrategia que iban a emplear los enemigos a la mañana siguiente, cosa que aumentaría el número de esclavos y disminuiría el de muertos; pero amaneció, y sin desayunar supo que el éxito o no, de su opaco propósito, dependía de la tortura de uno o dos de aquellos seres con los que el Imperio se extendía, a lo que se negó, pues ella tan sólo era una cronista.

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