October 20, 2013

PARA MAYOR GLORIA DE LOS HUMANOS

Y ¡cómo corre veloz por los caminos de la perfección quien tiene el corazón dilatado por la confianza en Dios! No sólo corre, sino que vuela, porque, teniendo puesta toda su confianza en el Señor, dejará de ser débil como antes y llegará a ser fuerte, con la fortaleza que Dios comunica a quienes en Él confían.

Por otra parte, Dios ama a quien le ama y colma de gracias a quien con amor le busca. Por lo que, en consecuencia, quien más ama a Dios, más espera en su bondad.

Escribe el angélico santo Tomás que la amistad tiene por fundamento la comunicación de bienes, porque, no siendo la amistad más que un amor recíproco entre los amigos, es necesario que entre ellos se establezca la comunicación de bienes, como a cada uno conviene. Por eso decía el santo: "Si no hay comunicación alguna, tampoco habrá amistad"; y por eso también dijo Jesús a sus discípulos: "A vosotros os he llamado amigos, pues todas las cosas que de mi Padre oís os las di a conocer" (Jn 15,15). Porque había hecho a los apóstoles amigos suyos, por eso les había comunicado todos sus secretos.


Por tanto, enseña santo Tomás que la caridad no excluye el deseo de alcanzar las mercedes que Dios en el cielo nos tiene preparadas, sino que las hace considerar como el objeto principal de nuestro amor, que es el mismo Dios, que se deja ver y gozar de sus escogidos; porque es propio de la amistad que el amigo disfrute con el bien de su amigo.

La certidumbre nace de la infalible promesa de Dios de otorgar LA VIDA ETERNA a sus fieles servidores. Pues bien, la caridad, así como quita el pecado, quita también los estorbos que impiden la consecución de la bienaventuranza eterna, y de ahí que cuanto más encendida sea la caridad, más firme y segura torne a nuestra esperanza, la cual, por el contrario, no puede ser obstáculo a la pureza del amor, puesto que el amor, como enseña san Dionisio Areopagita, por su naturaleza tiende a la unión con el objeto amado, o, como dice san Agustín, "es a manera de cadena de oro que une entre sí a los amantes". Y como quiera que esta unión no pueda realizarse a distancia, por eso, el que ama desea estar siempre junto al amado.

De ahí que el desear ir a ver a Dios, no tanto por el gozo que experimentaremos amándole, cuanto por el contento que amándole le daremos, sea un acto puro y perfecto de amor. Ni el gozo que experimentan los bienaventurados amando a Dios en el cielo es contrario a la pureza de su amor, porque tal gozo es inseparable de la caridad; y también más se complacen los santos del cielo en el amor que profesan a Dios que en el placer que experimentan amándole. Dirá tal vez alguno: "Desear mercedes es amor de concupiscencia y no de amistad". Pero distingamos las mercedes temporales que prometen los hombres y las celestiales que tiene Dios prometidas a quienes le aman. En las que dan los hombres, distínguense la persona de la cosa que da, porque, cuando un hombre da a otro una recompensa, no se da a sí, sino solamente sus bienes, en tanto que la principal merced que da Dios a los elegidos es a sí mismo: "Yo seré para ti un escudo. Tu premio será muy grande" (Gén 15,1). Por lo cual, desear el paraíso es igual que desear a Dios, que es nuestro último fin.

Cumplamos en esta vida con el precepto de amar a Dios con todo el ardor que nos sea posible: "Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente" (Lc 10,27), aun cuando diga el Angélico que tal precepto no se pueda cumplir con toda su perfección en la tierra. Solamente Jesucristo, que fue Dios y hombre, y María Santísima, que estuvo llena de gracia, lo cumplieron perfectamente; nosotros, míseros hijos de Adán, heridos por el pecado, no podemos amar a Dios sin mezcla de imperfecciones, y sólo en el cielo, cuando LE CONTEMPLEMOS CARA A CARA, lo amaremos necesariamente con todas nuestras fuerzas.

Así se entiende lo que el Señor dice a toda alma que entra en posesión de su gloria: "Entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25,21). No entra el gozo en el bienaventurado, sino que este entra en el gozo de Dios, pues el gozo de Dios es el objeto del gozo del bienaventurado. De suerte que el bien de Dios será el bien del bienaventurado; las riquezas de Dios, sus riquezas, y suya, finalmente, la felicidad de Dios.


Práctica de amar a Jesucristo
San Alfonso María de Ligorio

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