October 18, 2013

LOS VERDADEROS AMANTES DE DIOS

Es cierto que se necesitan ejercitar mucho la paciencia cuando faltan los bienes temporales. Decía san Agustín: "Quien no tiene a Dios, no tiene nada, y quien a Dios tiene, lo tiene todo". Quien posee a Dios y está unido a su voluntad, halla en Dios toda suerte de bienes. Ved a un san Francisco, descalzo, vestido de saco y pobre en todo, que, al decir: "Mi Dios y mi todo" se siente más rico que todos los monarcas de la tierra. Se llama pobre el que desea los bienes de que carece, y plenamente rico el que no desea cosa alguna, sino que se contenta con su pobreza. De estos tales dice san Pablo: "No tienen nada y lo poseen todo" (2Cor 6,10). Nada tienen y lo tienen todo los verdaderos amantes de Dios, porque, cuando les faltan los bienes terrenales, se complacen en repetir: "Jesús mío, tú sólo me bastas", y así quedan contentos.

Los santos no sólo soportaron pacientemente su pobreza, sino que se despojaron de todo para vivir desprendidos y unidos solamente a Dios. Si carece de ánimo para renunciar a todos los bienes de la tierra, al menos contentémonos con el estado en que nos colocó el Señor, dirigiendo nuestra solicitud no a amontonar riquezas terrenas, sino las celestiales, que son eternas e inmensamente mayores, por ser eternas. Persuadámonos de lo que dice santa Teresa: "Mientras menos tuviéramos acá, más gozaremos en aquella eternidad".

Decía san Buenaventura que la abundancia de los bienes temporales es a manera de liga del alma, que impide volar hacia Dios. Al paso que san Juan Clímaco afirmaba que "la pobreza es el más apropiado camino para dirigirse a Dios sin tropiezo".

Dice el Señor: "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3). A las demás bienaventuranzas, a los mansos y a los limpios de corazón, les prometió el cielo en el futuro, empero a los pobres se les promete el cielo, esto es, EL GOZO CELESTIAL, aun en esta vida: "de ellos es el reino de los cielos"; sí, porque aun en esta vida los pobres disfrutan de anticipado paraíso. Entiéndese aquí por "pobres en el espíritu" no solo quienes carecen de riquezas terrenas, sino más bien los que no las desean, viviendo contentos al tener lo suficiente para alimentarse y vestirse, como nos exhorta el apóstol: "Y como tengamos alimentos y abrigos, con eso nos contentaremos" (1Tim 6,8).

"¡Dichosa pobreza -exclamaba san Lorenzo Justiniano-, que nada posee y nada teme! Siempre está alegre y siempre vive en la abundancia, y cuantas incomodidades sufre las pone todas al servicio del alma". Escribe san Bernardo que el avaro tiene sed de lo terreno, como el mendigo, mientras que el pobre lo desprecia todo, como dueño y señor.

Dijo un día Jesucristo a la beata Ángela de Foligno: "Si no fuese la pobreza un gran bien, no la habría yo elegido para mí ni la hubiera dejado en herencia a mis elegidos". En afecto, los santos amaron tanto la pobreza porque consideraron a Jesucristo pobre. Dice san Pablo que el deseo de hacerse ricos es lazo del demonio, con el que ha logrado la perdición de no pocos hombres: "Los que pretenden ser ricos caen en la tentación y en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas, las cuales hunden a los hombres en el abismo de la ruina y de la perdición" (1Tim 6,9). ¡Infelices quienes por los míseros bienes de este mundo pierden el bien infinito, que es Dios!

Razón tenía san Basilio, mártir, cuando el emperador Licinio le propuso, si renegaba de Cristo, hacerlo príncipe de sus sacerdotes, a lo que el santo respondió: "Decid al emperador que, aun cuando me diera todo su imperio, no me daría tanto cuanto me quitaría haciéndome perder a Dios". Dios, pues, nos debe bastar y los bienes que nos da; regocijémonos, pues, cuando nos veamos pobres y faltos de lo que deseáramos tener y no tenemos, que en esto está el mérito. "No es virtud la pobreza, dice san Bernardo, sino el amor a la pobreza". Hay muchos pobres, pero por cuanto no se abrazan con la pobreza, nada merecen; por ello dice san Bernardo que la virtud de la pobreza no consiste en ser pobre, sino en amar la pobreza.

Este amor a la pobreza han de tenerlo, sobre todo, las personas religiosas que han hecho voto de pobreza. Muchos religiosos, continúa san Bernardo, "quieren ser pobres, pero sin que les falte nada". Estos tales, añade san Francisco de Sales, "quieren los honores de la pobreza, pero no sus incomodidades", pudiéndoles aplicar lo que la beata Salomé, clarisa, solía decir: "Será objeto de burla para los ángeles y los hombres la religiosa que pretenda ser pobre y se queje cuando le falte algo". No obran así las religiosas edificantes, sino que aman su pobreza más que cualquier otro bien. La hija del emperador Maximiliano II, clarisa descalza, llamada sor Margarita de la Cruz, compareciendo ante el archiduque Alberto, su hermano, con hábito remendado, vio que este se admiraba, como de cosa impropia de su nobleza, por lo que acudió a ella: "Hermano mío, has de saber que me hallo más contenta con este andrajo que todos los monarcas con sus púrpuras". Santa María Magdalena de Pazzi decía: "¡Dichosos los religiosos que, desprendidos de todo, mediante la santa pobreza, pueden en verdad decir: "El Señor es el lote de mi heredad" (Sal 15,5). Dios mío, tú eres mi herencia y todo mi bien".

Santa Teresa, después de haber recibido varias limosnas de un mercader, le mandó decir que su nombre estaba escrito en el libro de la vida, y le dio por prenda de ello la pérdida de sus bienes terrenos; el mercader quebró efectivamente y vivió pobre hasta la muerte. Decía san Luis Gonzaga que no hay señal más cierta de pertenecer uno al número de los elegidos que verle temeroso de Dios y probado al mismo tiempo con trabajos y desolaciones en este mundo.

De alguna manera también tiene que ver la virtud de la pobreza con el verse privado en esta vida de parientes y amigos por la muerte, y también en esto hay que ejercitar la paciencia. Algunos hay que, al perder un pariente o un amigo, pierden la tranquilidad, se encierran a llorar en su casa y, dándose a la tristeza, se tornan de tal modo impacientes, que se hacen inaguantables. ¿Queréis saber a quién dan gusto estos tales con tanto derramar lágrimas y afligirse tan amargamente?¿A Dios? A Dios no, porque Dios quiere que nos conformemos con su voluntad. ¿Al alma cuya pérdida se llora? Tampoco, porque si está en el infierno, nos aborrece a nosotros y a nuestras lágrimas; si está, en el cielo, quiere que deis gracias a Dios por ella, y si en el purgatorio está deseando que la socorráis con vuestras oraciones y os conforméis con la voluntad divina y os santifiquéis, a fin de reuniros un día con ella en el paraíso. Por eso, ¿de qué vale tanto llorar? En semejantes ocasiones obremos como el santo Job, quien, al oír la noticia de que se habían muerto los hijos, exclamó, conforme del todo con la voluntad de Dios: "El Señor me los dio, el Señor me los quitó. Bendito sea el nombre del Señor" (Job 1,21). Todo cuanto acaba de acontecerme ha sido del agrado divino, por eso lo es también del mío, por lo que siempre lo bendeciré.

En tercer lugar, habemos de ejercitar la paciencia y demostrar nuestro amor a Dios, sufriendo con paz y alegría los desprecios que de los hombres recibimos.

Cuando el alma se consagra del todo a Dios, Dios mismo suele haber o permitir que sea perseguida o vilipendiada. Cierto día se le apareció un ángel al beato Enrique Suso y le dijo: "Enrique, hasta ahora te mortificaste a tu gusto, ahora te mortificarás a gusto de los demás". Mirando al día siguiente por una ventana, vio a un perro que andaba destrozando un trapo y oyó una voz que decía. "Así será hecha jirones tu reputación por boca de los hombres". Enrique bajó entonces y recogió los jirones, que conservó para consuelo suyo cuando llegaran los días de los trabajos que se le predecían.

En suma, las afrentas, la pobreza, los dolores y el resto de las tribulaciones que caen sobre el alma que no ama a Dios, le son ocasión para apartarse más de Él; pero, cuando caen sobre un alma que ama a Dios, son vínculos que más estrechamente la obligan a unirse con Él y amarlo cada vez más. "Las grandes aguas no podrían apagar el amor" (Cant 8,7). Los trabajos, aun cuando sean muchos y graves, no sólo no extinguen, sino que aumentan las llamas de la caridad en el corazón que no ama más que a Dios.

Para ejercitar bien la santa paciencia en todo género de tribulaciones que nos acometan, es menester convencernos de que todos los trabajos nos vienen de la mano de Dios, o bien directa o indirectamente por medio de los hombres. Por tanto, cuando nos veamos atribulados, agradezcámoselo al Señor y aceptemos con alegría de ánimo cuanto Él se sirva disponer para nuestro bien. "A los que aman a Dios todo les resulta para su bien" (Rom 8,28). Es más, cuando nos aflija cualquier trabajo, recordémonos del infierno que merecimos un día, ya que toda penalidad, comparada con las del infierno, será siempre infinitamente menor. Pero para sufrir con paciencia todo género de dolores y contrariedades, sobre todas las consideraciones, está la oración, con que alcanzaremos la ayuda y socorro divino que suplirá nuestra flaqueza. Así hicieron los santos, poniéndose en manos de Dios para superar toda suerte de persecuciones y tormentos.


ORACIÓN PARA LOS PADECIMIENTOS

Señor, estoy firmemente persuadido
de que sin padecer y sufrir con paciencia
no lograré conquistar la corona del paraíso.
David decía:
"De él viene
mi esperanza" (Sal 61,6).
Lo mismo digo yo:
De ti
me ha de venir
la paciencia en el padecer.
Me propongo aceptar con paz
todas las tribulaciones, y,
cuando sobrevienen,
me contristo y desaliento;
y si algo sufro,
lo sufro sin merecimiento,
sin amor,
porque no sé sufrirlo por agradarte.
Por favor, pues, Jesús mío,
y por los merecimientos de tu paciencia
al sufrir tantas penalidades
por amor mío,
concédeme la gracia de sufrirlo todo
por amor tuyo.

Te amo con todo mi corazón, querido Redentor mío;
te amo, sumo bien mío; te amor, amor mío,
digno de infinito amor.

Me arrepiento sobre todo otro mal
de cuantos disgustos te he procurado.

Te prometo aceptar resignadamente
cuantos trabajos te dignéis enviarme,
pero de ti espero el socorro
para cumplir con esta resolución,
especialmente para sufrir con paz
los dolores de mi agonía
y muerte.

Reina mía, María,
alcánzame verdadera resignación
en cuanto me reste
que sufrir en la vida
y en la muerte.



Práctica de amar a Jesucristo
San Alfonso María de Ligorio

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