October 11, 2013

PARA MAYOR GLORIA DE DIOS

EL DESTINO
Tú clamas por el purgatorio.
Para cuándo harás para la gloria de Dios.

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Este es el único fin que proponen en la tierra las almas santas, fin que de tal modo enamora y hiere de amor al corazón de Dios, que le hace prorrumpir en estas expresiones: "Me robaste el corazón, hermana mía esposa; me robaste el corazón con una sola mirada de tus ojos" (Cant 4,9). Este mirar de la esposa significa el único fin que ha de tener el alma en cuanto piense y obre, que es agradar a Dios. Los hombres del mundo en sus acciones miran las cosas con muchos ojos, esto es, con muchas intenciones desordenadas, de agradar al mundo, conquistar honores, alcanzar riquezas o al menos complacerse en sí mismos, en tanto que las almas buenas no tienen más que la mira de agradar a Dios en todas sus acciones y repiten con David: "¿Quién sino tú hay para mí en los cielos?"

"Todo lo hizo bien" (Mc 7,37). Hay muchas acciones laudables en sí mismas, pero como fueron hechas con fin distinto a la gloria de Dios, no llegarán a Dios. Decía santa María Magdalena de Pazzi: "Dios recompensa nuestras acciones a peso de rectitud"; es decir, que según sea la rectitud de la intención, así Dios tendrá por buenas y recompensará nuestras obras. Sin embargo ¡qué difícil es encontrar una obra hecha tan solo por Dios! Ahora me acuerdo de un santo religioso, ancianito él y muerto en olor de santidad, después de una vida de trabajos por la gloria de Dios; cierto día me decía, triste y turbado por la ojeada que acababa de echar a su vida: "Padre mío, de todas las obras de mi vida no hallo ni una que haya sido hecha puramente por Dios". ¡Maldito amor propio, que echa a perder todo o la mayor parte del fruto de nuestras buenas acciones!¡Cuántos predicadores, confesores misioneros, y al cabo poco o nada recogen para el cielo, porque no tienen por única mira a Dios, sino más bien la gloria mundana, los intereses o la vanidad de la ostentación o, al menos, de su natural inclinación!

Dice el Señor: "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos de ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial" (Mt 6,1). El que se fatiga por satisfacer sus gustos naturales, en ellos recibe un premio y firma el recibo de su paga: "En verdad os digo que ya han recibido su paga" (Mt 6,2). Paga, sin embargo, exigua, que se reduce a un poco de humo y a una efímera satisfacción, que pronto pasa, sin dejar nada de provecho en el alma. Dice el profeta Ageo que quienes trabajan, mas no para complacer a Dios, ponen sus ganancias en saco roto, que cuando se abre no se halla nada. "El jornalero ha metido su jornal en bolsa rota" (Ag 1,6). De ahí proviene que estos tales, si después de tanto trabajo no alcanzan el apetecido resultado, se desaniman; prueba de que no tenían por finalidad la sola gloria de Dios. Quien obra sólo por esa divina gloria, aunque no tenga el apetecido éxito, no se turba, pues al fin logró el fin que se prefijara, que era agradar a Dios por medio de su rectitud de intención.

Se dice que la rectitud de intención es como alquimia celestial que convierte el hierro en oro; es decir, las acciones más triviales, como trabajar, comer, recrearse, descansar, hechas por amor de Dios, se transforman en oro de santo amor. Santa María Magdalena de Pazzi decía que los que obran con recta intención cuanto hacen, van derechos al paraíso, sin pasar por el purgatorio. Se narra en el libro Erario espiritual que un cierto santo solitario, antes de ejecutar cualquier obra, se detenía un tantillo y dirigía los ojos al cielo. Preguntado por qué lo hacía, respondió: "Es que procuro asegurar la puntería"; queriendo con esto decir que así como el ballestero antes de lanzar la saeta fija la puntería para asegurar el blanco, así también él, antes de ejecutar cualquier acción, ponía la mira en Dios, para que fuese del divino agrado. Así debíamos hacer nosotros también: al proseguir la obra comenzada, es bueno que renovemos de cuando en cuando la intención de agradar a Dios.

El amor a Jesucristo comunica a sus amadores una total indiferencia, que lo hace todo igual, lo dulce y lo amargo; nada quieren de lo que a ellos agrada y nada rehúsan de lo que agrada a Dios. Con igual paz se emplean en las cosas grandes que en las pequeñas; en lo que los mortifica, lo mismo que en lo que los halaga; les basta entender que en esto agradan a Dios.

Muchos hay, por el contrario, que quieren servir a Dios, pero en tal empleo, en aquel lugar, con determinados compañeros, en ciertas circunstancias y de otro modo, o no le sirven o lo hacen de mala gana. Estos tales no disfrutan de la libertad de espíritu, sino que son esclavos del amor propio y, por ende, poco o ningún mérito tienen de cuanto hacen; viven inquietos porque, de suave que es, tornan en pesado el yugo de Jesucristo. Los verdaderos seguidores de Jesucristo buscan sólo lo que a él le place y porque a él place; cuando quiera, donde quiera y como quiera Jesucristo; sea que los quiera emplear en ministerios honrosos o bien en oficios viles y despreciables. Esto es amar a Cristo con puro amor y en esto debiéramos emplear todas nuestras fuerzas, combatiendo los desordenados apetitos del amor propio, ganoso siempre de lucimientos en grandes cosas, de mucha honra y conformes a nuestros gustos naturales.

Es necesario que estemos desprendidos hasta de las prácticas espirituales cuando el Señor nos pide trabajar en otras cosas de su agrado. Estando el P. Álvarez muy ocupado, deseaba dejarlo todo para darse a la oración, porque se le hacía que entonces no estaba con Dios; pero el Señor le dijo: "Conténtate de que me sirva de ti aunque no te tenga conmigo". Esto vale para las personas que quizás se inquietan cuando la caridad o la obediencia las obliga a dejar sus acostumbradas devociones. Sepan que tal inquietud no proviene de Dios, sino que es cosa del demonio o del amor propio. "Agradar a Dios aunque cueste la vida". Esta es la primera máxima de los santos.

Es necesario, en segundo lugar, decidirse a escoger lo más perfecto, no sólo lo que agrada a Dios, sino también lo que es de su mayor agrado. Decía san Francisco de Sales: "Hay que comenzar por una serie y determinada resolución de hacer a Dios total entrega de nosotros, protestando que en lo venidero queremos ponernos del todo en sus manos, renovando a tiempo esta misma determinación". San Andrés Avelino hizo voto de adelantar a diario en la perfección. Escribe san Lorenzo Justiniano. "Cuando uno camina de veras por el camino de la perfección, siente más hambre de proseguir adelante, y, al paso que va creciendo en la perfección, siente más hambre de ella, porque, siendo más fuertes los rayos de la divina luz, le parece que no tiene virtud alguna ni hace cosa de provecho; y si por ventura cree haber hecho algo bueno, lo halla cargado de imperfecciones y todo le parece poco. De aquí que de continuo trabaje el alma para lograr la perfección, sin pararse nunca ni decir basta.

Lo que hagas, hazlo pronto y no lo dejes para mañana. ¿Quién sabe si mañana tendrás tiempo de hacerlo? Advierte el Eclesiastés: "Lo bueno que puede hacer tu mano, hazlo presto, y no lo difieras para mañana, puesto que ni obra, ni pensamiento, ni sabiduría, ni ciencia ha lugar en el sepulcro al que van corriendo" (Qo 9,10) porque en la otra vida se acabó el tiempo del bien obrar y merecer; ni hay sabiduría para hacer el bien ni prudencia para bien gobernarse, ya que, una vez muerto, lo hecho, hecho está.

De san Bernardo es esta sentencia: "Lo perfecto siempre es raro". Si queremos seguir al común de los hombres, seremos siempre imperfectos, como ellos lo son por regla general. Santa Teresa decía: "¡Donosa manera de buscar amor de Dios!... Así que, porque no se acaba de dar junto, no se nos da por junto este tesoro". Oh Dios, y qué poco es cuanto se hace por Jesucristo, quien por nuestro amor nos dio sangre y vida! Y añadía la santa: "Es todo asco cuanto podemos hacer, en comparación de una gota de sangre que el Señor por nosotros derramó". Los santos nada perdonaron cuando se trataba de complacer a un Dios que se ha dado por completo a nosotros, sin reserva alguna, para obligarnos a no reservarle nada. Escribe san Juan Crisóstomo: "se te dio por entero, sin reservarse nada para sí". Pues, si Él se dio por completo a nosotros, no es razón que andemos CON RESERVAS para con Él.

La tierra es lugar de merecimientos, de donde se deduce que es lugar de padecimientos. Nuestra patria, donde Dios nos tiene reservado el descanso del gozo eterno, es el paraíso. Poco tiempo hemos de estar en este mundo, pero son muchos los trabajos que tenemos que soportar en este breve tiempo. "El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de inquietud" (Job 14,1). Hay que sufrir; todos tenemos que sufrir; todos, sean justos o pecadores, han de llevar la cruz. Quien la lleva pacientemente, se salva, y quien la lleva impacientemente, se condena. Idénticas miserias, dice san Agustín, conducen a unos al cielo y a otros al infierno. En el crisol del padecer, añade el mismo santo Doctor, se quema la paja y se logra el grano en la Iglesia de Dios; quien en las tribulaciones se humilla y resigna a la voluntad de Dios, es grano del paraíso; y quien se ensoberbece e irrita, abandonando a Dios, es paja para el infierno.

El día en que se discuta la causa de nuestra salvación, si queremos alcanzar sentencia de salvación, es preciso que nuestra vida se halle conforme con la de Jesucristo: "Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo" (Rom 8,29).

Hombre despreciado, tratado como el último de todos, hombre de dolores, sí, porque la vida de Jesucristo estuvo saturada de trabajos y dolores.

Pues bien, así como Dios trató a su amado Hijo, así también tratará a quien le ame y adopte como hijo: "Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra" (Heb 12,6-7). Dijo el Señor a santa Teresa: "Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos". Por eso la santa, cuando se veía más trabajada, decía que no trocaría sus trabajos por todos los tesoros del mundo. Apareciéndose después de muerta a una de sus religiosas, le reveló que gozaba de gran premio en el cielo, no tanto por las buenas obras cuanto por los padecimientos que en vida sufrió con agrado por amor de Dios, y que, si por alguna causa hubiera deseado tornar al mundo, sería esta tan solo la de poder sufrir alguna cosa por Dios.

Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para el paraíso. San Vicente de Paúl solía decir que el no penar en esta tierra debe reputarse por gran desgracia; y añadía que una congregación o persona que no padece y es de todo el mundo aplaudida, está ya al borde del precipicio. Por eso, el día que san Francisco de Asís pasaba sin algún trabajo por Cristo, temía que Dios le hubiera dejado de su mano. Escribe san Juan Crisóstomo que, cuando el Señor concede a alguno el favor de padecer por Él, dale mayor gracia que si le concediera el poder resucitar a los muertos, porque, en esto de obrar milagros, el hombre se hace deudor de Dios; pero en el padecer, Dios es quien se hace deudor del hombre; y añadía que el que pasa algún trabajo por Cristo, aunque otro favor no recibiera que el de padecer por Dios, a quien ama, eso sería la mayor correspondencia, y que la gracia que tuvo san Pablo de ser aherrojado por Cristo la tenía en más que la de haber sido arrebatado al tercer cielo.

"La paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas, para que seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que desear" (Sant 1,4). Es decir, que no hay cosa que más agrade a Dios que el contemplar a un alma que con paciencia e igualdad de ánimo lleve cuantas cruces le mande; que esto hace el amor, igualar al amante con el amado. Decía san Francisco de Sales. "Todas las llagas del Redentor son a manera de bocas que nos enseñan cómo hemos de padecer trabajos por Él. Sufrir con constancia por Cristo, he ahí la ciencia de los santos y el medio de santificarnos prestamente". Quien ama a Jesucristo desea que le traten como a Él le trataron, pobre, despreciado y humillado.

Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tus dolores. "Pues creer que Dios admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos, es disparate". Y añade Santa Teresa para consuelo nuestro: "Y aunque haya más tribulaciones y persecuciones, como se pasen sin ofender al Señor, sino holgándose de padecerlo por él, todo es para mayor ganancia".

Apareciéndose cierto día Jesucristo a la Beata Bautista Varani le dijo que "tres eran los favores de mayor precio que él sabía hacer a sus almas predilectas: el primero, no pecar; el segundo, obrar el bien, que es de más subido valor; y el tercero, que es el más cumplido, padecer por amor de Él". Conforme a esto, decía santa Teresa de Jesús que, cuando alguien hace por el Señor algún bien, el Señor se lo paga con cualquier trabajo. Por ello, los santos daban en sus contrariedades gracias a Dios.

Cierto día escribió el P. Pablo Séñeri, el joven, a una de sus penitentes, para animarla a padecer, que escribiese a los pies del Crucifijo estas palabras: "Así se ama". No es tanto el padecer, cuanto la voluntad de padecer por amor de Jesucristo, la más cierta señal para ver si un alma le ama. "¿Y qué más ganancia -decía santa Teresa- que tener algún testimonio de que contentamos a Dios?" Pero la mayoría de los hombres desmayan con sólo oír el nombre de cruz, de humillación y de penalidades. Con todo, no faltan almas amantes que cifran todo su contento en padecer y andan como inconsolables cuando les faltan trabajos. "Sólo mirar a Jesús crucificado (nota de Jorge: si sabes cómo fue) -decía una persona santa- me infunde tal amor a la cruz, que se me hace no podría ser feliz sin padecimientos; el amor de Jesucristo me basta para todo".

(Nota de Jorge: EL MÉTODO)
De ahí que el alma que anhele ser toda de Dios, como escribe san Juan de la Cruz, ha de buscar no el gozo, sino el padecimiento en todas las cosas: "Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; pero buscar a Dios en sí es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo, y esto es amor de Dios"; y así ha de abrazar ávidamente todas las mortificaciones voluntarias, y con mayor avidez aún y amor las involuntarias, porque éstas son más queridas de Dios.



Práctica de amar a Jesucristo
San Alfonso María de Ligorio


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Caridad que es amor y que ha de entenderse en primerísimo lugar como amor a Dios sobre todas las cosas y, como consecuencia de él, al prójimo como a nosotros mismos. Bien entendido que lo segundo no tiene sentido si no es función de lo primero. Es el amor a Dios quien hace posible el amor al prójimo, y es de la abundancia del corazón puesto en Él, como la boca hablará.

Un esfuerzo y una tensión que son para el cristiano como la sal de la vida.

Cristo no tiene inconveniente en decir que viene a servir y no a ser servido, y decir -a continuación-, sin rodeos, que viene a dar la vida para la salvación de muchos (cfr. Mt 20,28).

La mejor apología que un cristiano puede hacer hoy de su fe, es con su propia vida.

Cristo en esto es radical: "Quien no está conmigo, está contra mí; el que no recoge, desparrama (Mt 12,30).

Pes bien, el hombre -y mucho más aún el cristiano- es un instrumento de Dios. Dios cuenta con él para la realización de su Reino de justicia, de amor y de paz, porque, cuanto más perfecto, más útil será a sus designios. Las perfecciones del hombre son sus virtudes. Un hombre virtuoso quizá no sea el más inteligente, el más voluntarioso, el más elegante... pero tendrá otras cualidades -lealtad, simpatía, fortaleza...-, que le harán especialmente grato a Dios.

Porque el cristiano antes que cristiano es hombre. Y este hombre, en cuanto que desea vivir cara a Dios, precisa de las virtudes humanas que, además de facilitarle el camino, al ser sobrenaturalizadas, le santifican.

Porque, en definitiva, ¿qué son las virtudes sino hábitos buenos conseguidos a fuerza de sacrificio y tesón? Es verdad que, desde el mismo momento del bautismo, el Señor infunde en el alma las virtudes sobrenaturales en forma de hábitos, de buenas disposiciones, que dan facilidad o posibilitan la práctica de las distintas virtudes. Y también es verdad que las llamadas virtudes teologales (porque tienen a Dios como objeto exclusivo) -fe, esperanza y caridad- son infundidas en el alma por Dios, a través de la gracia santificante; pero esto, no obstante, no excluye la labor personal de forjarse un organismo a base de virtudes que vayan realizando al hombre y -en en el plano sobrenatural- lo santifiquen.

El apetito sensitivo hace su aparición a través de lo que llamamos pasiones o movimientos. El simple animal se mueve por medio de los instintos y nada puede aportar de original o de distintivo con relación a los demás individuos de su especie: está determinado, sin posible libertad de opciones. El el hombre, por el contrario, las pasiones deben controlarse por la razón y la voluntad y, solamente en este caso, alcanzan lo que es bueno o más conveniente para él; porque, si el hombre no actúa así, es decir, si obra apasionadamente y sin controles, entonces su peligrosidad puede ser todavía mayor que la del simple animal, precisamente porque su malicia en el obrar es voluntaria, consciente y premeditada, no solo instintiva.

La sociedad actual, acostumbrada a una vida más fácil que la de otros tiempos como consecuencia de una elevación cada vez mayor del nivel de vida siente gran aversión por el esfuerzo interior... Y, como ningún ideal se hace realidad sin sacrificio, hay el peligro de que la actual generación se quede en eso: en un simple bienestar de "tejas para abajo", sin aspiraciones elevadas, por el esfuerzo que pueda suponer su consecución. Precisamente el hecho de que cada vez estén más cubiertas las primeras necesidades materiales, debe predisponer al hombre a no cejar en su empeño de esforzarse por el logro del bienestar espiritual, enraizado en el amor que, al fin y al cabo, es la fuerza que hará al mundo apto para el hombre y al hombre apto para Dios. No podemos olvidar que el Reino de los cielos se logra a viva fuerza y solamente los esforzados lo consiguen (cfr. Mt 11,12).

La infidelidad y la deslealtad es patrimonio de nuestra humanidad caída. Un primer arranque es fácil y cualquiera puede intentarlo, lo difícil es perseverar día tras día en los propósitos que un día hicimos con mente clara y corazón dispuesto. Y, sin embargo, en esa fidelidad de siempre -cueste lo que cueste- está la santidad.

No hay posible perseverancia en el camino de Dios, si nuestra disposición íntima no se fundamenta en la generosidad. Hay que estar decididos a apartar de nuestra vida todo aquello que nos separe de Dios, arrancando cualquier posible maleza -y sus gérmenes- que tarde o temprano pueda ahogar las buenas disposiciones de un momento. No otra cosa es la perseverancia en el camino emprendido. Con fortaleza, con decisión, estaremos dispuestos a apartar -a arrancar- todo aquello que pueda entorpecer nuestra ascensión hacia la santidad, por falta de oxígeno, por asfixia en el medio circundante. Porque, en caso contrario, podría caerse en la doble vida -hipócrita y desleal- que es ese querer compaginar el amor de Dios con las bajezas de este mundo, no siendo leales ni a Uno ni a otro.

Y no faltarán todo tipo de excusas razonadas que se agolpen en la cabeza como si quisieran estallarla, gritando: "¡No puedes!" Es la voz de la tentación que susurra despiadada y atroz, gritando al hombre que vuelva a sus fueros perdidos. Y también es la hora de escuchar la voz cálida, pero que quizá suene tenue y suave por el barullo circundante, de Cristo que dice que con Él lo podemos todo, pero sine me nihil, sin mí, nada.

Porque el cristiano debe saber que la perseverancia no puede ser consecuencia ciega del primer impulso, obra de la inercia, sino fruto de una conciencia reflexiva que lleva a pasar por encima del pesimismo, primero, y de la tibieza después, que concluye necesariamente en el desaliento. Hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento: ese barro pegadizo que se adhiere a las alas y en el mejor de los casos sólo nos permite volar como aves de corral, cuando, en realidad, estamos hechos para volar como.. (nota de jorge: los gansos, empiezan lento y luego con mucho impulso y fuerza).

El enemigo imponente de la perseverancia es, sin duda, la falta de fortaleza, el haber fundamentado todo un camino real en un firme fofo y sin consistencia: en el entusiasmo simple y vano, cargado de necedad. "El que perseverare hasta el fin, ése se salvará", nos dice Jesús. Y ésa es, sin duda, la clave. ¿Y no será el cansancio el enemigo mortal del hombre? En efecto, es un grave peligro que tiene el guerrero. Pero no olvidemos que las guerras siempre las ganan soldados cansados.

Cuando llegue la tentación contra la perseverancia -si esta tentación la permitiera Dios-, es normal que lo que siempre vimos claro se nos ponga como de punta; que los ideales que siempre nos movieron se tornen insípidos; que el cielo que siempre estuvo claro y terso se vuelva plomizo y tormentoso. Nada de eso puede extrañar. Es el momento de la fidelidad, de la lealtad incluso al modo humano. Ha llegado la ceguera y no hay más remedio que acudir al lazarillo. Es el momento de no fiarse de uno mismo, de acudir con sinceridad a quien dirige nuestra alma y exponerle con claridad su estado. Y dejarnos llevar... Pasará el tiempo y nos alegrará haber superado la prueba -porque prueba era-, y abriendo los ojos volveremos a caminar con un sol radiante por un camino espléndido -siempre lo fue-, en un día de claridad diáfana. Porque, aunque el estar unidos a Cristo es yugo y carga, es yugo y carga ligera.

Constancia, tesón, voluntad, energía, haber visto claro un día, (nota de Jorge: humildad si caemos), sinceridad con uno mismo, con Dios y con quien orienta y dirige nuestra alma. Fortaleza, en una palabra. Esa es la clave de la perseverancia.

El amor es decisivo, es fundamental, es la clave de todo, pero el amor se ha de traducir en obras de amor, si no, no es tal. "No todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que hace la voluntad de Dios: ¡ese entrará en el Reino de los cielos!" Fe, esperanza, amor, sí, pero también acción basada en esa fe, en esa esperanza y en ese amor, porque si no, todo quedará en buenos deseos, pero ineficaces. Y una vez puestas las manos en la obra, haremos lo que podamos, pediremos lo que no podamos, y Dios hará que podamos, según nos dice San Agustín.


Sinceridad y Fortaleza
José Antonio Galera

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