October 17, 2012

SAN PABLO NO ERA UN DEGENERADO DE CIORAN SINO LOS GRECORROMANOS

Nunca le reprocharemos bastante haber hecho del cristianismo una religión poco elegante, haber introducido en él las tradiciones más detestables del Antiguo Testamento: la intolerancia, la brutalidad, el provincianismo.
¡Con cuánta indiscreción se mezclaba en cosas que no le concernían, de las que no entendía ni poco ni mucho!
Sus consideraciones sobre la virginidad, la abstinencia y el matrimonio son sencillamente asquerosas.
Responsable de nuestros prejuicios en religión y en moral, ha fijado las normas de la estupidez y ha multiplicado las restricciones que paralizan aún nuestros instintos.

De los antiguos profetas no ha guardado el lirismo, ni el acento elegiaco y cósmico, pero sí el espíritu sectario y todo lo que en ellos era mal gusto, charlatanería, divagación para uso de los ciudadanos.
Las costumbres le interesan en el mayor grado.
En cuanto habla de ellas, se le ve vibrar de malignidad.
Obsesionado por la ciudad, por la que quiere destruir tanto como por la que quiere edificar, concede menos atención a las relaciones entre el hombre y Dios que a las de los hombres entre sí.
Examinad de cerca las famosas Epístolas: no descubriréis en ellas ningún momento de cansancio y de delicadeza, de recogimiento y de distinción; todo en ellas es furor, jadeos, histeria de baja estofa, incomprensión por el conocimiento, por la soledad del conocimiento.

¿Cómo meditar si hay que referirlo todo a un individuo... supremo? 
Con salmos, con oraciones, no se busca nada, no se descubre nada. 
Sólo por pereza se personifica la divinidad o se la implora. 
Los griegos se despertaron a la filosofía en el momento en que los dioses les parecieron insuficientes; el concepto comienza donde acaba el Olimpo. 
Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra.

Adoptando una doctrina que le era extraña, el converso se figura haber dado un paso hacia sí mismo, mientras que lo único que hace es escamotear sus dificultades. 
Para escapar a la inseguridad -su sentimiento predominante- se entrega a la primera causa que el azar le ofrece. 
Una vez en posesión de la "verdad", se vengará en los otros de sus antiguas incertidumbres, de sus antiguos miedos. 
Tal fue el caso del prototipo de converso, San Pablo. 
Sus aires grandilocuentes disimulaban mal una ansiedad sobre la que se esforzaba en triunfar sin lograrlo.

Como todos los neofitos, creía que por su nueva fe iba a cambiar de naturaleza y vencer sus fluctuaciones, de las que se guardaba muy mucho de hablarles a sus corresponsales y auditores.
Su juego ya no nos engaña.
Numerosos espíritus se dejaron atrapar por él.
Era, cierto es, una época en la que se buscaba la "verdad", en la que no se interesaban en los "casos".
Si en Atenas nuestro apóstol fue mal acogido, si encontró un medio refractario a sus elucubraciones, es porque allí todavía se discutía, y el escepticismo, lejos de abdicar, seguía defendiendo sus posiciones.
Las charlatanerías cristianas no podían allí hacer carrera, debían, como contrapartida, seducir a Corinto, ciudad barriobajera, rebelde a la dialéctica.

La plebe quiere ser machacada a fuerza de invectivas, amenazas y revelaciones, de afirmaciones estentóreas: le gustan los bocazas.
San Pablo fue uno de ellos, el más inspirado, el más dotado, el más astuto de la Antiguedad.
Del ruido que hizo, todavía percibimos los ecos.
Sabía subirse a los tabladillos y clamar sus furores.
¿Acaso no introdujo en el mundo grecorromano un tono de feria?
Los sabios de su época recomendaban el silencio, la resignación, el abandono, cosas impracticables; más hábil, él vino con recetas engolosinadoras: las que salvan a la canalla y desmoralizan a los delicados.
Su revancha sobre Atenas fue completa.
Si hubiera triunfado allí, quizá sus odios se hubieran suavizado.
Nunca un fracaso tuvo consecuencias más graves.
Y si somos paganos mutilados, fulminados, crucificados, paganos pasados por una vulgaridad profunda, inolvidable, una vulgaridad de dos mil años de duración, a este fracaso se lo debemos.

Un judío no judío, un Judío pervertido, un traidor.
De ahí la impresión de insinceridad que se desprende de sus llamadas, de sus exhortaciones, de sus violencias.
Es sospechoso: parece demasiado convencido.
No se sabe por dónde tomarlo, no cómo definirlo; situado en una encrucijada de la historia, debió sufrir múltiples influencias.
Tras haber vacilado entre varios caminos, eligió uno, el bueno.
Los de su especie juegan sobre seguro: obsesionados por la posterioridad, por el eco que suscitarán sus gestos, si se sacrifican por una causa, lo hacen como víctimas eficaces.

Cuando ya no sé a quien detestar, abro las Epístolas y enseguida me tranquilizo.
Tengo a mi hombre. Me pone en trance, me hace temblar.
Para odiarle de cerca, como un contemporáneo, doy un salto de veinte siglos y le sigo en sus giras; sus éxitos me descorazonan, los suplicios que se inflingen me llenan de gozo.
El frenesí que me comunica, lo vuelvo contra él: no fue así, ¡ay!, como procedió el imperio.

Una civilización podrida pacta con su mal, ama el virus que la roe, no se respeta a sí misma, deja a un San Pablo ir y venir...
Por esto mismo, se confiesa vencida, carcomida, acabada.
El olor de la carroña atrae y excita a los apóstoles, sepultureros ávidos y locuaces.

Un mundo de magnificencia y de luz cedió ante la agresividad de esos "enemigos de las Musas", de esos energúmenos que, todavía hoy, nos inspiran un pánico mezclado de aversión.
El paganismo les trató con ironía, arma inofensiva, demasiado noble para doblegar a una horda insensible a los matices.
El delicado que razona no puede medirse con el beocio que reza.
Fijo en las alturas del desprecio y la sonrisa, sucumbirá al primer asalto, pues el dinamismo, privilegio de la hez, viene siempre de abajo.

Los horrores antiguos eran mil veces preferibles a los horrores cristianos.
Esos cerebros enfebrecidos, esas almas con remordimientos absurdos y ridículos, esos demoledores alzados contra el sueño de amenidad de una sociedad tardía, empeñados en maltratar las conciencias para transformarlas en "corazones".
El más competente de todos ellos se empeñó en esta tarea con una perversidad que, en primer término, repelió a los espíritus, pero que, después, debía marcarlos, sacudirlos y asociarlos a su incalificable empresa.


ADIÓS A LA FILOSOFÍA Y OTROS TEXTOS, E. M. Cioran

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