June 28, 2014

LOS LIBROS DE MARCO TULIO CICERÓN

Marco Tulio Cicerón (106-43, antes de Cristo).

La justicia que inquieta a todos los hombres de todos los pueblos,
el anhelo del espíritu humano de unirse a otro en amistad,
y el enigma de la vida que se acerca a la vejez y la muerte.

"Demóstenes te ha impedido ser el primer orador; pero tú le impediste ser el único".

Al impulso de sus convicciones republicanas Cicerón vivió enfrentándose a los poderosos que se turnaban en Roma:

Huyó a Atenas de la eventual venganza del dictador Sila,
le desterró el tribuno Clodio,
César le perdono generosamente aunque en la guerra civil había pertenecido al partido contrario,
y los soldados de Marco Antonio (contra quien pronunció sus Filípicas) lo decapitan.

SUS MAESTROS
Fedro de Larisa, de carácter dulce y afable.
Filón de Larisa.
El estoico Diodoto, a quien retuvo, viejo y ciego, en su casa, hasta que expiró en sus brazos.
El académico Antíoco y el estoico Posidonio, los grandes maestros de su formación.

Tanto como a los maestros Cicerón debe su formación filosófica a las lecturas y reflexiones personales.
Leyó a Platón, Aristóteles, Crantor, Panecio, Clitómaco, Dicearco y otros muchos filósofos griegos de quienes recogió numerosas notas (agrapha) que luego le sirvieron para componer sus tratados en la vejez.


I.- DEL SUPREMO BIEN Y DEL SUPREMO MAL

Libro I

qué es lo que la naturaleza persigue como el supremo de los bienes deseables y qué es lo que rechaza como el mayor de los males?

Luego Torcuato dijo: "Puesto que por fin te hemos encontrado una vez desocupado, escucharé con gusto la razón por la que tú, aunque es cierto que no detestas a nuestro Epicuro, como hacen casi todos sus adversarios, sin embargo no apruebas al hombre a quien yo considero el único que conoció la verdad, que libró de los mayores errores los espíritus de los hombres y les enseñó todos los preceptos encaminados a vivir virtuosa y felizmente".

Observa cuánto te equivocas, Torcuato -le respondí--; no me desagrada la forma de expresión de ese filósofo, pues encierra en sus palabras lo que quiere decir y lo expone de manera completamente inteligible; además yo no desprecio la elocuencia en un filósofo, pero, si le falta, tampoco se la exijo. Lo que no me satisface es lo que dice, y ciertamente, en muchos puntos.

en cambio, las injurias, los ultrajes, así como las palabras ásperas, los litigios y las disputas obstinadas me parecen indignas de la filosofía.

y afirman que la sensación no basta para discernir lo que es bueno o lo que es malo, sino que también con el entendimiento y con la razón se puede comprender que el placer por sí mismo es apetecible y el dolor por sí mismo es detestable.

Nadie, en efecto, desprecia, odia o rehúye el placer porque sea placer, sino porque se siguen grandes dolores a los que no saben gozar del placer con discernimiento. Y tampoco hay nadie que ame, persiga y desee alcanzar el dolor por ser dolor, sino porque, a veces, se presentan circunstancias en las que a costa de fatiga y de dolor se consigue algún gran placer. En efecto, para descender a pequeños detalles, ¿quién de nosotros se sujeta a un duro ejercicio físico, si no es para conseguir de él alguna ventaja?

Y son igualmente culpables los que abandonan sus deberes por molicie, es decir, por evitarse fatigas y dolores.

Por el contrario, en otras ocasiones, bien por deberes que nos obligan, bien por necesidad de las circunstancias, con frecuencia acaecerá que hayan de rechazarse los placeres y no rehuirse las incomodidades. En suma, la regla del sabio debe ser ésta: renunciar a placeres para conseguir otros mayores, o soportar dolores para evitar otros más graves.

Las pasiones son insaciables, pues no sólo destruyen a los individuos, sino a familias enteras, y con frecuencia trastornan a todo el Estado. De las pasiones nacen los odios, las desuniones, las discordias, las sediciones, las guerras. Y no provocan solo males externos ni únicamente se lanzan contra los demás en su ciego ímpetu, sino que también, encerradas en nuestro espíritu, riñen y se combaten entre sí.

En efecto, ni el desempeño de los trabajos ni la tolerancia de los dolores tienen atractivo por sí mismos, como tampoco lo tienen la paciencia, la perseverancia, los desvelos, la laboriosidad tan alabada, ni siquiera la fortaleza, pues cultivamos esas virtudes para vivir sin preocupación y sin miedo y para librar, en lo posible, de incomodidades al cuerpo y al alma. Pues, así como el miedo a la muerte perturba totalmente la tranquilidad de la vida, y es una desgracia sucumbir a los dolores y soportarlos con ánimo abatido y débil, y por esta flojedad de ánimo muchos han arruinado completamente a sus padres, otros a sus amigos, algunos a su patria y la mayoría así mismos, así el ánimo fuerte y elevado está libre de toda preocupación y angustia cuando desprecia la muerte, que reduce a quienes la sufren al mismo estado que tuvieron antes de nacer, y se enfrenta con los dolores recordando que los más grandes terminan con la muerte, que los pequeños tienen muchos intervalos de calma y que los medianos somos dueños nosotros de soportarlos, si son tolerables, y, si no lo son, de retirarnos serenamente de la vida, como de un teatro, cuando no nos agrada.

Y, así como la temeridad, la lujuria y la cobardía siempre atormentan el espíritu, lo agitan sin tregua y son motivo de turbación, así también la injusticia, si arraiga en el ánimo de alguno, por el solo hecho de estar presente, lo inquieta; y, si ha maquinado algún delito, aunque lo haya hecho secretamente, nunca estará segura de que va a permanecer siempre oculto. Las acciones de la mayoría de los malvados llevan tras de sí primero la sospecha, luego la voz pública, después el acusador y, finalmente, el juez; muchos, incluso, como ocurrió en tu consulado, se denunciaron ellos mismos.

Además, ¿acaso pueden contribuir las malas acciones a disminuir las molestias de la vida tanto como a aumentarlas no solo por el remordimiento de conciencia, sino también por el castigo de las leyes y el odio de los conciudadanos?

La verdadera razón invita a los espíritus sanos a la justicia, a la equidad, a la lealtad. Y tampoco a quien carece de elocuencia o de recursos le convienen las injusticias, porque ni puede llevar a cabo fácilmente lo que pretende ni conservarlo si lo consigue; por otra parte, las ventajas de la fortuna y de la inteligencia están más de acuerdo con la generosidad, virtud que gana, para quienes la practican, la benevolencia y, lo que es muy importante para vivir tranquilos, el afecto.

Por lo tanto, ni siquiera puede afirmarse con razón que la justicia es deseable por sí misma, sino por el muchísimo placer que produce. Pues ser amado y querido es agradable porque hace más segura la vida y más completo el placer. En consecuencia, creemos que se debe evitar la injusticia no solo por los daños que caen sobre los injustos, sino, mucho más aún, porque no concede respiro ni tregua a aquel en cuya alma anida.

no puede haber duda alguna de que el placer es el supremo y el último de todos los bienes y que vivir felizmente no es más que vivir en el placer.

pero aunque el placer del espíritu nos produce alegría y su dolor molestia también es cierto que ambos proceden del cuerpo y en el cuerpo se basan, lo cual no impide que sean mucho más intensos los placeres y los dolores del alma que los del cuerpo. Pues el cuerpo no puede sentir más que lo actual y presente, mientras que el alma también lo pasado y lo futuro.

Pero, así como nos estimulan los bienes que esperamos, así también nos alegran los que recordamos. Pero, al contemplar el pasado con espíritu penetrante y atento, nos invade un sentimiento de dolor si aquél fue malo, y de alegría si fue bueno.

y que no se puede vivir sabia, decorosa y justamente si no se vive a gusto.

No puede ser feliz un Estado en el que campea la sedición, ni una casa cuyos dueños están en discordia; menos aún puede un alma, en discrepancia y desacuerdo consigo misma, saborear porción alguna del puro y alegre placer. Y, en verdad, el alma en la que combaten inclinaciones y propósitos diversos, no puede hallar un momento de calma o de reposo. Pues si las enfermedades graves del cuerpo impiden gozar de la vida, ¡cuanto más lo impedirán las enfermedades del alma! Pues bien, enfermedades del alma son los deseos inmoderados y vanos de riquezas, de gloria, de dominio y también de placeres sensuales. Añádense a esto los disgustos, las molestias, las tristezas, que corroen y consumen con preocupaciones los espíritus de los hombres, que no entienden que no debe hacer sufrir al alma nada que no esté unido al dolor físico presente o futuro.

Hay otros que son espíritus mezquinos y estrechos o que desesperan siempre de todo, o bien son malévolos, envidiosos, intratables, tenebrosos, maldicientes, brutales; otros están entregados a las frivolidades del amor; otros son petulantes; otros audaces, insolentes y, al mismo tiempo, inmoderados e indolentes, incapaces de perseverar en la misma opinión, por todo lo cual no hay en su vida ningún momento sin pesadumbre. En consecuencia, no hay ignorante dichoso, ni sabio que no lo sea.

He aquí como presenta Epicuro al sabio siempre dichoso: es moderado en sus deseos; desprecia la muerte; sobre los dioses inmortales tiene, sin ningún temor, conceptos verdaderos; no vacila, si le parece mejor, en abandonar la vida.


II.- SOBRE LA NATURALEZA DE LOS DIOSES


Libro I

Los dioses existen bajo la guía de la naturaleza.

Si resulta que los dioses no hacen nada, no se esfuerzan en nada y se desentienden de todo cuidado y gobierno de las cosas, o si son ellos quienes lo han hecho y organizado todo desde un principio, así como quienes lo dirigen y mantienen en movimiento por tiempo infinito.

En tanto esta cuestión no se dirima, por necesidad se hallará la humanidad sumamente desorientada e ignorante de unos asuntos que son de la máxima importancia.

Porque de todo esto se ha de rendir un tributo puro y limpio al numen de los dioses en la medida en que éstos puedan advertirlo.

Hay, sin embargo, otros filósofos importantes y de prestigio que estiman que el mundo en su conjunto se administra y dirige mediante la mente y la razón de los dioses.

Son esos mismos dioses los que aportan consejo y provisión a la vida de los hombres, pues piensan que los dioses inmortales ofrecen al género humano, como un tributo, las cosechas y las demás cosas que la tierra produce, el clima, la variación de estaciones y los cambios atmosféricos, gracias a lo cual puede desarrollarse hasta su sazón todo lo que la tierra cría.

en el nombre de los dioses, de mis
paisanos todos, de todos los jóvenes,
clamo, ruego, suplico, peroro, lloro e imploro

para que sepan y tengan en cuenta qué es lo que ha de estimarse acerca de la religión, la piedad, la devoción, las ceremonias, la lealtad y los juramentos, qué acerca de los templos, los santuarios y los sacrificios solemnes, qué acerca de los mismísimos auspicios, a cuyo frente estamos nosotros (porque todas estas cosas son las que hay que remitir a la cuestión referente a los dioses inmortales)

como si acabara de bajar del concilio de los dioses y de los espacios interplanetarios de Epicuro... nada sobre el dios del Timeo de Platón, artífice y constructor del mundo, ni sobre la anciana agorera de los estoicos, Pronoia (a la que en latín cabe llamar "Providencia")

Lucilio, lo que pregunto es por qué ha hecho el mundo mortal, y no imperecedero como lo hizo el dios platónico

bajo qué figura podía encarnarse la naturaleza de un espíritu inteligente... admirarse de la torpeza de quienes pretenden que un ser dotado de espíritu inmortal y, a la vez, apacible tiene que ser, según dice Platón, no hat forma alguna superior a ésa en hermosura. Pues a mí me parece que tiene mejor silueta la forma del cilindro, la del cubo, la del cono o la de la pirámide... ¿Qué clase de vida se le atribuye, por cierto, a ese dios esférico? Por supuesto aquella que consiste en retorcerse a una velocidad tal que ni siquiera puede imaginarse otra igual... No veo cómo pueden tomar asiento ahí una mente estable y una vida apacible.

Vemos que hay grandísimas regiones terrestres que son inhabitables y están sin cultivar, pues una parte de ellas ardió a causa de la proximidad del sol, mientras que otra parte quedó aterida entre la nieve y la escarcha, a causa del prolongado alejamiento de éste. Si el mundo es un dios, ha de considerarse, puesto que éstas son partes del mundo, que los miembros del dios arden por unas partes y están congelados por otras.

¿Y por qué tuvo que unir la mente con el agua, si la mente es capaz de sustentarse por sí misma, aunque carezca de cuerpo? La creencia de Anaximandro, por su parte, es la de que los dioses son seres que tuvieron un nacimiento, que surgen y perecen en el curso de largos intervalos, y que ellos constituyen los innumerables mundos... Pero ¿cómo podemos nosotros concebir un dios que no sea imperecedero?

Después, Anaxímenes determinó que el aire era un dios, que había sido engendrado, que era inconmensurable e infinito y que siempre estaba en movimiento. Como si el aire, desprovisto de forma alguna, pudiera ser un dios, máxime cuando lo propio de un dios no es ya tener una apariencia, sino tener la apariencia más hermosa, y como si la condición mortal no estuviese aparejada a todo aquello que tuvo un origen.

Alcmeón de Crotona, por su parte, quien atribuyó condición divina al sol, a la luna y a los restantes astros, así como al espíritu, no se dio cuenta de que estaba atribuyendo la inmortalidad a seres mortales.

Por otra parte, ¿cómo podría ignorar algo el espíritu del hombre, si fuera de carácter divino? Además, ¿de qué modo habría podido ese dios alojarse o penetrar en el mundo, si no fuera otra cosa que espíritu?

Cuando este mismo Demócrito niega por completo que exista algo imperecedero, por el hecho de que nada puede mantenerse siempre bajo su mismo estado, ¿no está eliminando por completo a la divinidad, hasta el extremo de no permitir que subsista creencia alguna en ella?

Resultaría ya prolijo hablar sobre la falta de rigor de Platón, quien dice en el Timeo que no se le puede asignar un nombre al padre de este mundo, mientras que en los libros de las Leyes considera inconveniente cualquier tipo de investigación sobre qué es la dvinidad. Pero que pretenda que existe un dios sin cuerpo alguno (asomatos, como dicen los griegos), eso no se comprende cómo puede ser, porque necesariamente carecería de sensación e incluso de sabiduría, de placeres, de todo aquello que consideramos indisociable de la noción de dioses. También es Platón quien dice, tanto en el Timeo como en las Leyes, que el mundo es un dios, al igual que el cielo, los astros, la tierra, nuestro espíritu y aquellos de los que hemos llegado a saber gracias a las tradiciones de nuestros mayores. Estas cosas, como es evidente, son falsas en sí mismas, y se contradicen vivamente entre sí.

También Antístenes -en el libro que se titula El científico- elimina el poder y la esencia de los dioses, al decir que los dioses del pueblo son muchos, mientras que el de la naturaleza es uno sólo.

Por su parte, Cleantes -quien oyó a Zenón a la vez que aquel que acabo de nombrar- tan pronto dice que el mundo es propiamente un dios, como atribuye esta denominación a la mente y espíritu de la naturaleza entera, o juzga que es un dios indudable el resplandor sumamente remoto y elevado -extendido por doquier, como una linde que todo lo ciñe y abraza -al que se denomina "éter". Y este mismo, como si desvariase, en los libros esos que escribió en contra del placer, tan pronto representa a los dioses bajo una forma y apariencia determinada, como les atribuye una divinidad plena a los astros, o estima que no hay nada más divino que la razón.

¿Puede haber algo más absurdo que esto de hacer participar a las cosas viles y sin gracia de la distinción propia de los dioses, o que situar entre éstos a personas que ya se encuentran abatidas por la muerte, y cuyo culto habría de producirse, por entero, en medio del luto.

El mismo Crisipo sostiene que el éter es aquel al que los hombres llaman "Júpiter", que el aire que se propaga a través de los mares es "Neptuno", y que a la tierra se le dice "Ceres", y con un razonamiento similar va recorriendo los apelativos de los restantes dioses.

Y es que ¿acaso hay algún pueblo, alguna raza humana que no tenga -sin previo adoctrinamiento- una especie de "intuición" de los dioses  (lo que Epicuro llama prólempsis, esto es, una especie de representación intuitiva de algo en el espíritu, sin la que nada puede entenderse, cuestionarse o discutirse)? Hemos aprendido el sentido y la utilidad de este razonamiento gracias a aquel celestial volumen de Epicuro referente a la norma y el juicio.

Pero, si la figura humana es superior, en cuanto a su forma, a la de todos los seres dotados de espíritu, y si la divinidad, por su parte, es un ser dotado de espíritu, ésta ha de tener, ciertamente, la figura que resulta más hermosa de todas.

ha de reconocerse que los dioses son de apariencia humana.

Ha de entenderse, necesariamente, que la naturaleza se comporta en ella de tal manera que cada cosa tiene su exacto correlato; es lo que Epicuro llama isonomía, esto es, equilibrio retributivo. De esta isonomía surge, por tanto, aquello de que, a tal cantidad de mortales, no menor cantidad de inmortales, y lo de que, si los factores de destrucción son innumerables, también los de conservación deben ser infinitos.

un dios que, mediante la contemplación de tierras y mares, protege los bienes y la vida de los hombres, ése sí que se halla inmerso en molestas y trabajosas ocupaciones.

Así es como colocasteis sobre nuestra cerviz a un dueño imperecedero, al que pudiéramos temer día y noche, porque ¿quién no teme a un dios que todo lo ve de antemano, que todo lo medita y controla, y que lleno de curiosidad y de ocupaciones, piensa que todo le incumbe?

Pero ¿qué valor ha de otorgarse a una filosofía como ésa, a cuyo parecer -como en el caso de las ancianitas, y solo si son indoctas -todo ocurre a consecuencia del destino? Viene después vuestra mantiké -que en latín se llama adivinación-, en virtud de la cual estaríamos imbuidos de una superstición tan grande -caso de querer prestaros oído- que habría que rendir culto a arúspices, augures, adivinadores, vates y pronosticadores.

Muy bien: compónganse de átomos. Por tanto, no son eternos, porque lo que está compuesto de átomos ha tenido que nacer en algún momento, y, si tuvo que nacer, es que los dioses no existían antes de nacer; y, si los dioses tuvieron un origen, necesariamente tendrán que perecer, como tú sostenías poco antes acerca del mundo de Platón. ¿Dónde está, por tanto, aquel dios vuestro, apacible y eterno (las dos palabras con que lo designáis)? Al pretender adjudicarle esta condición, os deslizáis por un espinar..., porque lo que tú decías era lo siguiente: que no había cuerpo en la divinidad, sino una especie de cuerpo; ni sangre, sino una especie de sangre.

tendremos, por tanto, un dios cojo, ya que eso es lo que tenemos entendido acerca de Vulcano. Venga, ¿accedemos también a que los dioses reciban esos apelativos con que los nombramos?
Mas es que, para empezar, hay tantos nombres de dioses como idiomas, porque, mientras tú sigues siendo Veleyo a donde quiera que vas, no es Vulcano el mismo en Italia, en África o en Hispania.

porque los dioses siempre han existido, nunca tuvieron nacimiento (al menos si es que van a ser eternos), mas los hombres sí que han nacido; por tanto, es anterior la forma humana que los hombres, y esta forma es la que tenían los dioses inmortales. No ha de decirse, entonces, que la forma de aquéllos es humana, sino que la nuestra es divina.

Libro II

y resulta que los fenómenos celestes, así como todos aquellos cuyo orden es imperecedero, no puede realizarlos el hombre, por tanto, aquello gracias a lo cual éstos se realizan es mejor que el hombre; pero ¿cómo podrías llamarlo de manera más adecuada que dios? Efectivamente, ¿qué puede de haber en el mundo de la naturaleza mejor que el hombre, si los dioses no existen? Y es que solo en el hombre reside la razón, y nada puede haber más eminente que ella. Por lo demás, sería de una arrogancia sin sentido la existencia de un hombre capaz de pensar que no hay nada en todo el mundo mejor que él; luego hay algo mejor. Por tanto, existe ciertamente la divinidad.

¿Podrían turbarse las corrientes marinas y los angostos estrechos, a causa de la salida y de la puesta de la luna? ¿Podrían mantenerse separados los cursos de los astros, gracias a un solo giro de la totalidad del cielo? Ciertamente, estas cosas no podrían ocurrir de tal manera, con armonía de todas las partes del mundo entre sí, si no se hallasen ensambladas gracias a un aliento de carácter divino e ininterrumpido.

Pero también es Zenón quien dice que la naturaleza del propio mundo -el cual todo lo ciñe y contiene mediante su abrazo- no solo es artesana, sino toda una artista, buena consejera y proveedora de toda clase de servicios y ventajas. Pues bien, así como cada una de las demás naturalezas se cría, se desarrolla y se preserva de acuerdo con sus propias semillas, así la naturaleza del mundo realiza, en virtud de su propia voluntad, todos sus movimientos, al igual que sus iniciativas y apetitos -a los que los griegos llaman hormaí-, y el mundo desarrolla su actividad con arreglo a esto, al igual que lo hacemos nosotros mismos, que nos movemos de acuerdo con nuestro espíritu y de acuerdo con nuestra facultad sensitiva. Por tanto, siendo así la mente del mundo, y pudiendo llamarse de manera correcta, por esta causa, prudencia o providencia (porque en griego se le dice prónoia), ésta se encarga, esencialmente, de proveer, ocupándose sobre todo de lo siguiente: primero, de que el mundo sea lo más apto posible para permanecer; después, de que no carezca de cosa alguna; pero, sobre todo, de que sea eximia su hermosura y haya toda clase de ornato en él.

Ellos, por su parte, dotados de la forma más hermosa y situados en la región más pura del cielo, se desplazan y regulan su curso de tal manera que parecen estar de acuerdo en conservarlo y protegerlo todo. 

En cuentos nada piadosos se ha encerrado un razonamiento científico no exento de elegancia, porque lo que pretendieron es que la naturaleza celeste, sumamente elevada y etérea, esto es, ígnea, capaz de criarlo todo por sí misma, careciese de aquella parte corporal que necesita de la conjunción con otro ser para procrear.
Pretendieron, además, que fuera esta Saturno el encargado de mantener el curso y la alternancia de los espacios temporales (este dios tiene esa denominación, precisamente, en griego, porque es llamado Krónos, que es lo mismo que khrónos, esto es, espacio de tiempo). Saturno, por su parte, fue llamado así porque "intentaba saturarse" de años, pues se da a entender que solía devorar a los hijos que nacían de él, ya que la edad consume los espacios de tiempo y se colma de los años pasados, sin poder llegar a saciarse. Sin embargo, fue encadenado por júpiter, para que no sostuviera cursos irregulares y para que se mantuviera sujeto gracias al encadenamiento de los astros.
Pero al propio Júpiter, esto es, "el padre que ayuda" -al que en los casos oblicuos, llamamos Jove, de "ayudar"- lo llaman los poetas padre de las deidades y de los hombres, mientras que nuestros mayores lo llaman Óptimo Máximo. Y, desde luego, antes Óptimo -esto es, sumo benefactor- que Máximo, ya que el hecho de aprovechar a todos resulta más gradioso y, a buen seguro, más de agradecer, que el de poseer grandes recursos.
A éste es al que nombran también nuestros augures cuando dicen "refulgente y tonante Júpiter", porque están diciendo "refulgente y tonante el cielo". Eurípides, por su parte, entre otras muchas cosas ilustres, dijo esto tan breve:

ves el éter sublime, difuso e ilimitado,
que abraza la tierra en tierno rodeo:
tenlo por la suma deidad, considéralo Júpiter.

El aire por su parte -interpuesto entre el mar y el cielo, según sostienen los estoicos- está consagrado con el nombre de Juno, que es la hermana y la esposa de Júpiter, ya que no solo guarda similitud con el éter, sino que está además en absoluta unión con él. Por lo demás, hicieron al aire femenino y se lo asignaron a Juno, ya que no hay nada más muelle que él. No obstante, creo que Juno fue denominada así a partir de "ayudar"... Quedaban el agua y la tierra para que los tres reinos estuviesen repartidos, con arreglo a aquello que dicen los cuentos. Por tanto, se le dio a Neptuno -hermano de Júpiter, según pretendemos- el segundo reino en su conjunto, el marítimo, y su nombre es el resultado de un alargamiento: como Portuno a partir de "puerta", así Neptuno a partir de "nadar", con las primeras letras un poco cambiadas. Por lo demás, toda la extensión natural propia de la tierra se le entregó al padre Dite, que es "rico" -como entre los griegos Ploúton-, ya que todo vuelve a la tierra y todo tiene su origen en ella. Dicen que con él está casada Prosérpina (esta denominación es de los griegos, porque a ella es a la que se denomina en griego Persephóne), que es, según pretenden, la semilla de las cosechas, y a quien, una vez oculta, busca su madre, según dan a entender.

Por otra parte, su madre, como encargada de "traer" las cosechas, es "Ceres", como "traerás", con la primera letra cambiada; de la misma manera, casualmente, que los griegos, pues ellos también la denominaron Deméter, como si fuera ge méter. Además, quien "desarrollaba grandes empresas" era Mavorte, mientras que Minerva, por su parte, era la que "hacía disminuir" o la que "amenazaba".

Y, como el principio y el final eran de máxima importancia en todos los asuntos, quisieron que, cuando se procediese a un sacrificio, el primero en importancia fuera Jano, nombre sacado de "pasar", por lo que las transiciones de acceso se denominan "pasajes" y las aberturas en los umbrales de las moradas profanas se denominan "pasos". En cuanto a la denominación de Vesta, procede de los griegos (porque ésta es la que ellos llaman Hestía); por lo demás, su poder está restringido a los altares y a los hogares; en consecuencia, toda imprecación y todo sacrificio se produce, en el caso de esta diosa, al final, ya que es la encargada de custodiar las cosas más recónditas.

y no distan mucho de esta atribución los dioses "Penates", nombre sacado de "víveres" (porque víveres son todo aquello que nutre a los hombres), o del hecho de que tienen se sede "en lo profundo", por lo que los poetas también los llaman "habitantes de la profundidad". La denominación de Apolo es ya griega. que éste es el sol, mientras que, según piensan, Diana ha de identificarse con la luna, y es que se llama "sol" bien porque "solo él" es así de grande entre todos los astros, o bien porque, una vez ha surgido, al quedar todo oscurecido, aparece "solo él". La luna ha recibido su denominación a partir de "lucir", porque se la identifica con Lucina; y es que, de la misma manera que entre los griegos se invoca a Diana en su condición de "Lucífera", así entre los nuestros se invoca a "Juno Lucina" en el momento del parto. A esta misma Diana se la llama "omnívaga", no a partir de "perseguir cazando", sino porque se la cuenta entre las siete "vagabundas", por así decirlo.

A Diana se la llama así porque era capaz de producir aun siendo de noche, una especie de "día". Por otra parte, es invitada a asistir a los partos, ya que éstos se producen tras siete -alguna vez- o tras nueve cursos de luna -como es lo más frecuente-, cursos que se denominan "meses", ya que comprenden "espacios medidos". Y muy atinado está Timeo, como en otros muchos casos, quien, después de decir en su historia que la misma noche durante la que había nacido Alejandro se incendió el templo de Diana en Éfeso, añadió que no había que admirarse de ello lo más mínimo, ya que Diana se había ausentado de su casa por querer estar presente en el parto de Olimpiade. Por otra parte, a la diosa que "venía" a todos los asuntos la denominaron los nuestros "Venus", y es que más bien procede "belleza" de Venus que Venus de "belleza".

Y es que conocemos la forma de los dioses, su edad, su vestimenta y su adorno, además de sus linajes, sus bodas y sus parentescos, y en todo ello se ha establecido parangón con la debilidad humana, pues también se nos presentan con el espíritu perturbado... Hemos oído de sus caprichos, de sus enfermedades y de sus airados enfados; y por cierto que -según refieren los cuentos- tampoco estuvieron al margen de guerras y combates, y no solo como en Homero, cuando defendían a dos ejércitos contrarios, estando unos dioses de cada parte, sino también como cuando emprendieron sus propias guerras contra los Titanes y los Gigantes. Este tipo de cosas se dicen y se creen de una manera muy necia, rebosan futilidad y una absoluta ligereza.

No obstante, aunque se desprecien y se repudien cuentos como ésos, podrá entenderse así quiénes y cómo son los dioses que se difunden a través de cada naturaleza -Ceres a través de la tierra, Neptuno a través del mar, y otros dioses a través de otras cosas-, así como la denominación con que la costumbre se ha referido a ellos. Éstos son los dioses a los que debemos venerar y rendir culto. Por lo demás, el mejor culto a los dioses -así como el más casto, devoto y lleno de piedad- consiste en venerarlos con mente y con voz siempre puras, íntegras e irreprochables. Y es que no solo los filósofos, sino también nuestros mayores separaron la superstición de la religión.

en el caso de "supersticioso" y de "religioso", se llegó a la denominación de un vicio por un lado, y a la de un elogio por el otro.

Pero esta afirmación es incompleta. Del mismo modo que, si alguien dijera que el Estado de los atenienses se dirige "mediante el Consejo", faltaría lo de "del Areópago", así, cuando decimos que el mundo se administra mediante la providencia, has de considerar que falta "de los dioses", y estimar, por otra parte, que es así como se dice plena y perfectamente: el mundo se administra mediante la providencia de los dioses. Por tanto, no queráis malgastar esa sal vuestra, de la que vuestra cuna carece, en burlaros de nosotros... ¡Y por Hércules que, si me escuchaseis, ni siquiera lo intentaríais! No está bien, no os es dado, no podéis. Y, en realidad, no va esto contra ti en particular, que has conseguido refinarte gracias a las costumbres de tu casa y a una educación propia de nuestros paisanos, sino contra el resto de vosotros, y muy especialmente contra el que parió esas ideas, un hombre privado de arte y de letras, que a todos insultaba, privado de toda agudeza, así como de autoridad y de sentido del humor.

Lo que digo, por tanto, es que el mundo y el conjunto de sus partes fueron establecidos en el inicio -y son administrados en todo momento- mediante la providencia divina.

o, quienes conceden que los dioses existen, han de reconocer que éstos hacen algo y que ese algo es de un carácter ilustre. Por lo demás, no hay nada más ilustre que el gobierno del mundo; por tanto, es gobernado mediante la deliberación de los dioses. Pues, si fuera de otro modo, sería necesario, ciertamente, que existiera algo mejor que la divinidad, y dotado de mayor fuerza (lo que quiera que fuese: una naturaleza desprovista de espíritu, o bien la necesidad, la cual, impulsada mediante un poder muy grande, sería capaz de realizar esas obras hermosísimas que vemos).

por tanto, la divinidad no obedece ni está sometida a naturaleza alguna; luego es ella, precisamente, la que dirige la naturaleza en su conjunto.

Lo que se sigue es que existe en ellos la misma razón que en el género humano, que existe un mismo criterio de verdad en ambas partes y una misma ley, basada en la preferencia por lo recto y en el rechazo de lo perverso. De donde se deduce que también la prudencia y la mente les han llegado a los hombres procedentes de los dioses (así es como, por decisión de nuestros mayores, se hizo consagración y dedicatoria pública de Mente, de Confianza, de Valor y de Concordia, ¿quién va a negar que éstas se encuentran en la divinidad, siendo que veneramos sus augustas y sagradas representaciones? Y, si la mente, la confianza, la virtud y la concordia residen en el género humano, ¿de dónde pudieron éstas descender a la tierra, sino de los de arriba?), y, ya que hay en nosotros discernimiento, razón y prudencia, necesariamente tendrán los dioses esto mismo en mayor grado, y no solo lo tendrán, sino que incluso se servirán de ello en los asuntos de mayor importancia y trascendencia.

Resulta que unos estiman que la naturaleza es una especie de fuerza irracional que provoca movimientos de carácter necesario en los cuerpos. Otros estiman, sin embargo, que se trata de una fuerza partícipe de razón y de orden, que procede metódicamente y que pone de manifiesto lo que realiza en beneficio de cada cosa, así como aquello que persigue; ningún arte, ninguna habilidad manual, ningún artesano puede alcanzar su destreza al intentar imitarla. Y es que es tan grande la fuerza de una semilla que, por muy diminuta que sea, si ésta llega a caer sobre una naturaleza que la acoja y le dé cabida -obteniendo, además, materia mediante la que poder alimentarse y crecer-, es capaz de conformar y de crear aquel ser que corresponde a su respectiva especie.

Pero si todas las partes del mundo se han establecido de manera que no podrían ser mejores para el uso o más hermosas para la contemplación, veamos si son cosas fortuitas o, más bien, cosas dispuestas de manera que no habrían podido reunirse en absoluto de no ser gracias al sentido regulador propio de una divina providencia.


Libro III

Nos servimos de tales facultades al objeto de poder acceder a lo oscuro, a través de lo que es patente, mas resulta que no puede haber nada oscuro para un dios.

Estas cosas son las que tenía que decir, en general, acerca de la naturaleza de los dioses, no para intentar socavarla, sino para que entendierais cuán oscura es y qué difícil explicación tiene.



III.- DE LA AMISTAD

Y tanto más la tengo en el corazón, porque en todos los siglos apenas se cuentan seis u ocho verdaderos amigos; en cuyo número espero que la amistad de Escipión y Lelio ha de ser conocida de la posteridad.

juzgo que debéis buscar lo que se puede decir de la amistad: yo sólo puedo aconsejaros que la antepongáis a todas las conveniencias de la vida; porque ninguna cosa hay tan a propósito para los sucesos favorables o adversos. Mas en primer lugar soy de parecer que no puede haber amistad sino entre hombres de bien.

Dicen que no hay hombre de bien sino el sabio. Bien, sea así; pero lo entienden de una sabiduría que ningún hombre ha conseguido hasta ahora.

Vamos nosotros más a la pata llana (como suelen decir), y creamos que los que viven y se portan de suerte que se experimenta su fidelidad, su integridad, su bondad y liberalidad, que en ellos no se descubren deseos, ni liviandades, ni atrevimientos, y que son como los que acabo de nombrar de gran constancia como fueron reputados por buenos, así se les debe llamar; porque siguen (cuanto cabe en hombres) a la naturaleza, que es la mejor maestra de la vida. A mí me parece que todos hemos nacido con cierto vínculo de sociedad que a todos abraza, aunque ésta es más estrecha a proporción de la conexión más cercana de unos con otros. Y así son mejores para amigos los ciudadanos que los extranjeros, los parientes que los extraños: porque entre éstos engendró amistad la misma naturaleza, aunque no es de gran constancia; pues en esto excede al parentesco la amistad, en que él dura y permanece aun sin amor, y la amistad no: porque en faltando el amor, se deshace. Mas cuánta es la fuerza de la amistad se puede colegir de que una infinita sociedad que compone la naturaleza, la estrecha la amistad, y la contrae de suerte que une todo el amor en dos o pocos más sujetos.

No es otra cosa la amistad que un sumo consentimiento en las cosas divinas y humanas con amor y benevolencia; don tan grande, que no sé si han concedido los dioses (excepto la sabiduría) otro mayor a los mortales.

Y así discurren noblemente los que constituyen el sumo bien de la virtud; y esta misma es la que engendra y mantiene las amistades; de modo que sin ella no puede haberlas en manera alguna. Interpretemos, pues, la virtud como la acostumbramos a entender por el uso común de la vida y nuestros discursos, y no la midamos como algunos doctos por cierta magnificencia de palabras: contemos por buenos a los que son tenidos por tales, como los Paulos, los Catones, los Galos, Filos, Escipiones, con los cuales se contenta lo común de la vida.

Porque en primer lugar ¿cómo puede ser soportable (como dice Ennio) aquella vida que no descansa en la mutua benevolencia de un amigo?¿Qué cosa tan dulce como tener uno con quién hablar de todo tan libremente como consigo mismo?¿Sería por ventura tan grande el fruto de las prosperidades si no tuviéramos quien de ellas se alegrara tanto como nosotros?¿Y se podrían sufrir las adversidades sin uno que las sintiese aun más que los mismos que las experimentan?

la amistad abraza muchas cosas; a cualquiera parte que nos volvamos, la encontramos pronta, en todas tiene lugar, nunca es impertinente, jamás molesta. De modo que no usamos más del agua y del fuego, como dicen, que de la amistad. Y no hablo ahora de una amistad vulgar o mediana (aunque también ésta deleita y aprovecha), sino de la verdadera y perfecta, como fue la de aquellos pocos que son tan nombrados. Ésta hace más abundante las prosperidades, y las adversidades, partiéndolas y comunicándolas, más llevaderas.

Mas siguiéndose tantos y tan grandes provechos de la amistad, el mayor de todos es que hace concebir buenas esperanzas para todo lo que puede sobrevenir, y no deja que desfallezcan o se acobarden los ánimos. Porque al verdadero amigo le mira el otro como a una imagen de sí mismo; y así se hacen presentes los ausentes, los necesitados abundantes, los flacos poderosos, y, lo que es más dificultoso de creer, se hacen los muertos vivos tal es la honra, el deseo, la memoria que les sigue siempre de sus amigos.

Pero si se destierra del mundo la unión de la benevolencia, ninguna casa, ninguna ciudad subsistirá, ni aun el cultivo de los campos podrá permanecer.

Porque ¿qué casa hay tan fuerte, qué ciudad tan estable que los odios y discordias no puedan derribar? De donde se puede conocer cuánto bien se encierra en la amistad.

De cierto hombre docto agrigentino se cuenta haber dejado escrito en versos griegos, que todas cuantas cosas existen y se mueven en la máquina del universo las une y contrae la amistad, y las disipa o las deshace la discordia; y ésta es una verdad generalmente reconocida y acreditada por la experiencia.
Y así, si alguna vez interpuso un amigo sus oficios ofreciéndose al peligro, o a acompañar a otro en el que se halla, ninguno deja de aplaudirlo con las mayores alabanzas.

Porque el amor (que ha dado nombre a la amistad) es el principal motivo de conciliarse la benevolencia.

pero en la amistad nada es fingido, nada disimulado, todo cuanto hay en ella es verdadero, y todo proviene de la voluntad.

Y así, más me parece que la amistad es hija de la naturaleza que de la necesidad, y más de la aplicación del ánimo con cierto sentido de amar, que del pensamiento de las utilidades que podrá traer.

lo cual en los hombres es más evidente. Lo primero por aquel amor que hay entre padres e hijos, que no puede romperse sino por una horrible maldad.

Porque aquel que más confía de sí propio, que está tan bien guarnecido de sabiduría y virtud que de ninguno necesita, y cree tener todos los bienes dentro de sí mismo, es el más excelente y a propósito para buscar y conservar amistades.

del mismo modo en la amistad no creemos que se ha de desear por ninguna esperanza de interés, sino porque en el amor consiste su mayor provecho.

Mas por cuanto no puede trocarse la naturaleza, por eso son eternas las verdaderas amistades.

Oíd, pues, varones esclarecidos,, lo que muchas veces discurríamos Escipión y yo sobre la amistad; aunque él aseguraba no haber cosa más difícil que el que durase una amistad hasta lo último de la vida.

de lo cual hacía semejanza con la niñez, pues los más vivos amores suelen dejar los niños junto con el traje de la puericia. Y si los llevan más adelante, se suelen deshacer o por aspirar entre ambos a una misma boda, o por cualquiera otro provecho que los dos a un tiempo no puedan conseguir. Y aun cuando estén más adelantados en la amistad, llega ésta a faltar si pretenden ambos un mismo empleo honorífico: pues ningún mal hay mayor en las amistades que la codicia del dinero en muchos. Y en los mejores la competencia en puntos de honor y gloria. Por cuyos motivos se han originado muchas veces enemistades muy grandes entre los mayores amigos.

Decía también que nace grave enojo y queja, aunque justa algunas veces, cuando se pretende de los amigos algo que no sea justo, como que sean ministros de sus pasiones, o coadyuven a alguna injuria; pues los que lo rehúsan, aunque con razón, son tenidos por quebrantadores de los derechos de la amistad por los otros con quienes no quisieron condescender; y los que se atreven a pedir cualquiera cosa a los amigos, manifiestan en esto mismo que nada dudarían hacer por ellos. Y por último, que por quejas de éstos no solo suelen acabarse amistades muy antiguas, sino también levantarse odios graves y sempiternos.

Para que entendamos que ninguno sin compañeros intenta semejantes hechos. Hase de establecer regla para los buenos, que si cayeren por casualidad en tales amistades incautamente, no crean que están tan atados que no se puedan apartar de los amigos cuando pecan en alguna cosa grave: y a los malos se ha de señalar pena, y no menor a los que siguen a otro que a los mismos seductores de la impiedad.

Sea, pues, la primera regla de la amistad que lo que pidamos a los amigos y lo que hagamos por ellos sea honesto, que no aguardemos a que nos rueguen, que haya siempre propensión y nunca tardanza, que nos alegremos de dar buenos consejos con libertad, que sea de mucho peso en la amistad la autoridad de los amigos que aconsejan bien, y que ésta se emplee en amonestar no solo abiertamente, sino también con rigor, si el asunto lo pidiere; y por fin, que se obedezca a la autoridad interpuesta.

Si vamos huyendo de esta solicitud, hemos de huir también de la virtud, la cual es preciso que con algún cuidado deseche de sí y aborrezca a sus contrarios; como la bondad a la malicia, la templanza a la liviandad, y a la pereza la constancia. Y así se ve que los hombres justificados se duelen de la injusticia, los fuertes de la flaqueza y los modestos de la maldad. Así que es propio de un ánimo bien dispuesto y formado alegrarse de las cosas buenas, y sentir las que no lo son.

Siendo la virtud la que concilia las amistades, como antes dije, si se asoma algún rasgo de virtud a que se aplique y se junte un ánimo semejante; cuando esto sucede, es preciso que se engendre amor. ¿Pues qué locura más extraña que deleitarse con otras cosas inútiles, como son las honras, la gloria, el edificio, el vestido, el adorno del cuerpo; y no gozarse sobremanera con un ánimo dotado de virtud, tal que pueda amar y corresponder con un amor recíproco? Porque nada hay más dulce que la benevolencia recíproca y la mutua alternación de oficios y de afectos. a lo cual si añadimos, como se puede muy bien añadir, que ninguna cosa hay que más convide a sí, atraiga a otro, que la semejanza a la amistad, se concederá ser correspondiente que los buenos amen a los buenos, y se los apropien a sí como unidos por parentesco y naturaleza.

que el cariño entre los buenos es casi necesario, que es una fuente de la amistad indicada por la naturaleza.

y entonces sirven de gusto los beneficios de un amigo, cuando nacen del deseo de hacerlos y están tan lejos que lasa amistades se apetezcan por causa de la necesidad, que antes bien los que gozando de abundancia, y en especial de virtud, en que está el verdadero apoyo, no necesitan de otro, son los más liberales y deseosos de hacer beneficios.

Porque no solamente la fortuna es ciega, sino que también hace ciegos muchas veces a los que favorece. A casi todos éstos se les ve entonados con arrogancia y con tiesura: y no puede haber cosa más intolerable que un tonto afortunado. Es también de notar que los que fueron antes tratables, se mudan con el poder, con los empleos, con la prosperidad; desprecian las amistades antiguas, y se gozan con las nuevas. Pues ¿qué mayor simpleza que estando llenos de bienes y facultades, hacer prevención (como se acostumbra con el dinero) de caballos, criados, ricos vestidos, alhajas costosas, y no acaudalar amigos, que son los muebles, por decirlo así, de más estimación en nuestra vida?

que cada uno podía contar las cabras y las ovejas que tenía, y no los amigos: que se pone cuidado en escoger aquellas cosas, y en elegir amigos hay mucho descuido; y que no se tienen ciertas señales para conocer los que son buenos para amigos.

Se han de escoger pues los firmes, estables y constantes, de los cuales hay mucha escasez; y no es fácil conocerlos, si de antemano no se les ha experimentado; ha de hacerse la prueba en la misma amistad; y así sucede que ésta se anticipa al juicio, y no deja lugar de hacer la experiencia.

Pero aunque se encuentren algunos que tengan por cosa fea preferir el interés a la amistad, ¿dónde encontraremos aquellos que no antepongan a ella las honras, los magistrados, el poder, la exaltación, de modo que poniendo en balanzas estos provechos con la fuerza de la amistad, no quieran mucho más aquellos? Es muy flaca la naturaleza de los hombres para resistir a la tentación de una dignidad; y aunque la consigan dejando la amistad, juzgan tener excusa, porque no la han pospuesto sin causa grave.

Añádese a esto que ni guste de chismes o cavilaciones, ni dé crédito a las que oiga: lo cual corresponde a la constancia, de que tanto he hablado.

Así sale verdadero aquel principio que no puede haber amistad sino entre los buenos; pues es muy propio de un bueno, al cual también podemos llamar sabio, guardar estos dos principios en la amistad: el primero, que no haya en ella ficción ni artificio; pues aun el aborrecer abiertamente es cosa más sincera que disimular en la cara la intención; el segundo, que no solo rechace los defectos que se imputen a su amigo, sino también que no sea suspicaz y melindroso, cavilando siempre, y juzgando que el amigo le faltó en algo. A lo cual debe juntarse cierta suavidad en el trato y las costumbres, que no es el menor sainete de la amistad. Es cierto que tiene cierta dignidad en todas las cosas la gravedad y seriedad; pero debe ser más indulgente la amistad, más franca y apacible, y más inclinada a toda cortesanía y afabilidad.

No por esto quiero que se desechen las amistades nuevas, si dan esperanza y manifiestan como las hierbas buenas el fruto que darán; pero se deben mantener en su lugar las antiguas; pues es mucha la fuerza de la antigüedad y el trato. Y en la misma semejanza del caballo, de que acabo de hacer mención, ninguno habrá que no se sirva con más gusto, no habiendo otro inconveniente, del que acostumbra, que de un potro no experimentado. Y no solamente en éste que es un animal, sino aun en las cosas inanimadas tiene su fuerza la costumbre: pues entre los lugares montuosos y silvestres nos agradan más aquellos en que más tiempo nos hemos divertido.

Esto deben hacer e imitar todos; de suerte que si han conseguido alguna ventaja de virtud, de ingenio o de hacienda, la partan y comuniquen con sus amigos: y si son hijos de padres humildes, si tienen parientes pobres, o de ánimo o de fortuna, les aumenten su riqueza, les den honor y dignidad; como vemos en las comedias, que aquellos que por ignorarse su nacimiento y ascendencia han estado en esclavitud, cuando son reconocidos, y se hallan hijos de dioses o reyes, conservan todavía amor a aquellos pastores que tuvieron por padres muchos años. Lo cual mucho más se debe hacer con los padres ciertos y conocidos. Pues el fruto de la virtud, del ingenio y de toda excelencia, entonces se coge en mayor abundancia, cuando se reparte con los parientes más cercanos.

Así pues como deben igualarse con los inferiores en el trato y unión de la amistad los que sobresalen de algún modo, tampoco deben quejarse aquéllos de verse excedidos de sus amigos o en ingenio, o en fortuna, o en dignidad; muchos de los cuales o tienen siempre alguna queja, o dan en cara con algo, particularmente si piensan poder decir que han hecho alguna cosa por el amigo o interponiendo sus oficios, o con algún trabajo. Aborrecible es por cierto la casta de aquellos hombres que echan en rostro sus servicios, de los cuales se debe acordar quien los recibe, y no traerlos a la memoria el que los hace.

Porque a la diversidad de costumbres corresponde diferencia de inclinaciones, y esta desemejanza descompone las amistades. Por ningún otro motivo no pueden los malos se amigos de los buenos, ni los buenos de los malos, sino porque la distancia que hay entre las costumbres e inclinaciones de unos y otros es la mayor que se puede imaginar. Débese también establecer en las amistades, que un desordenado amor no impida (como suele acontecer) grandes utilidades de los amigos.

Y también ocurren a veces negocios de mucha gravedad que obligan a apartarse de los amigos; los cuales, el que quiere impedirlos porque no sabe llevar bien la ausencia de su amigo, es flaco y de naturaleza afeminada, y por lo mismo no muy a propósito para la amistad. Mas en todos asuntos se debe considerar lo que se pide al amigo, y lo que se le concede.

Manchan muchas veces los vicios de los amigos no sólo a sus amigos, sino a los que no lo son, y esta infamia redunda contra los propios. Estas amistades se han de rasgar poco a poco, y, como decía Catón, no tanto se han de rasgar como se han de descoser: si no es que se encienda alguna injuria muy insufrible, por la cual no sea justo ni honroso, ni se pueda menos de hacer el rompimiento al instante.

porque no hay cosa más vergonzosa que tener guerra con quien se ha vivido amigablemente.

Por lo cual se ha de procurar primero que no haya discordias entre los amigos; pero si llegare este caso, que parezca que se han acabado naturalmente las amistades, no con violencia. También se ha de precaver que las amistades no se conviertan en crueles aborrecimientos; de donde nacen las quimeras, las palabras descompuestas y las injurias; las cuales se deben aguantar mientras fueren tolerables, y guardar este respeto a la amistad antigua, de modo que la culpa esté de parte de quien hace, no de quien padece la injuria.

El único preservativo y prevención de todos estos vicios y desgracias es que no comencemos a amar demasiado pronto, y acaso a quienes no lo merezcan. Aquellos son dignos de la amistad que tienen en sí mismos causas para ser amados. Pocos hay de éstos, y en verdad de todo lo bueno hay poco; no hay empresa más difícil que encontrar una cosa perfecta en su género por todas sus partes. Pero muchos no conocen en el mundo cosa buena que no sea en su provecho, y quieren aquellos amigos de quienes esperan sacar algún fruto, como de los otros animales. Y así carecen de aquella amistad nobilísima y muy natural, digna de ser deseada por sí misma; ni se pueden servir de ejemplar a sí propios para conocer cuál y cuánta sea esta fuerza de la amistad. Porque uno se ama a sí propio, no por exigir alguna merced del amor que se tiene, sino porque naturalmente cada uno se ama a sí mismo: lo cual si no se refiere puntualmente a la amistad, jamás se encontrará amigo verdadero, puesto que éste es otro yo. Y si se deja ver en las bestias y aves, así del campo como del agua, en las mansas y fieras, lo primero que se aman a sí mismas, porque esto lo produce la naturaleza con el mismo animal, y después que buscan y apetecen animales a que aplicarse de la misma especie, y esto lo hacen con deseo y con cierta semejanza del amor humano; ¿cuánto más natural es en el hombre, que se ama a sí mismo, y adquiere otro, cuyo ánimo une de tal manera con el suyo que casi hace uno de los dos?

Pero algunos injustamente, por no decir sin vergüenza, quieren al amigo tal como ellos no pueden ser, y pretenden hallar en los amigos lo que los amigos no encuentran en ellos. Lo principal es que uno sea bueno, y después que busque para amigo otro semejante a sí.

Y así es muy perjudicial el error de aquellos que piensan haber en la amistad amplia licencia para las liviandades y otros pecados. La naturaleza inspiró la amistad para auxiliadora de la virtud, no para compañera de los vicios; para que no pudiendo llegar a lo sumo una virtud por sí sola, llegase unida y acompañada con otra; la cual sociedad, si se halla entre algunos, o se ha hallado o se ha de hallar, debe reputarse por la mejor y más dichosa compañía para conseguir el sumo bien de la naturaleza.

Es muy cierto lo que he oído a nuestros viejos, que oyeron de otros, que acostumbraba decir Arquitas Tarentino, que si alguno subiese a los cielos, y claramente viese la naturaleza del mundo y la hermosura de las estrellas, no tendría mucho gusto en tan admirables cosas, las cuales le darían un gozo infinito, si tuviera otro a quien contárselas. Así la naturaleza no apetece la soledad, y siempre busca ciertos como arrimos, que cuando lo es un grande amigo, es la delicia más dulce de la vida.

Mas no sé cómo sale verdadero mi amigo Terencio en su Andria cuando dice:

La complacencia nos concilia amigos,
No gana la verdad sino enemigos.

Es cierto que es molesta la verdad, porque de ella nace el odio, que es un veneno contra la amistad; pero mucho peor es la adulación, que disimulando las faltas, deja precipitar a los amigos; mas la mayor culpa está en el que desprecia la verdad, y se precipita en el error por la adulación. Se ha de poner pues, en esto el mayor cuidado y diligencia: lo primero que la amonestación no lleve aspereza; y después, que la reprensión sea sin afrenta.

Y así sucede que ninguno da más gratos oídos a los lisonjeros que el que se lisonjea y está muy enamorado de sí propio.

No es, pues, amistad aquella en que el uno no quiere dar oídos a la verdad, y el otro está siempre aparejado para mentir.

porque en un adulador a cara descubierta solo un tonto dejará de conocerle.

Porque el amar no es otra cosa que tener afecto al que se ama sin interés alguno, pues éste de la misma amistad se saca, aunque menos se busque.

Mas como las cosas humanas son frágiles y perecederas, siempre tenemos que buscar algunos a quienes amemos y que nos tengan amor. Porque quitando de la vida el amor y la benevolencia, se quita todo el gusto de ella.

Yo, a la verdad, de cuantas cosas me ha dado la fortuna o la naturaleza, ninguna tengo que pueda comparar con la amistad de Escipión. En ella encontraba una perfecta conformidad de dictámenes en los negocios de la República, el consejo en los privados y un descanso lleno de placer. Jamás le ofendí en la cosa más mínima que yo supiese, y jamás oí de él cosa que no quisiera: una era nuestra casa, uno el sustento, y éste común; y no solo la campaña, sino aún los viajes y paseos nos eran también comunes.


IV.- DE SENECTUTE


Capítulo II

en esto soy sabio, en que sigo en todo a la naturaleza, que es la mejor maestra de la vida, como a un Dios, y obedezco sus preceptos.

Capítulo III

Pero de todas estas quejas no está sola culpa en la edad, sino en las costumbres. Porque los viejos moderados, tratables y no impertinentes, pasan suavemente la vejez; mas la impertinencia y mala condición a todos enfada, de cualquiera edad que sean.

Capítulo VI

¿no hay algunos oficios correspondientes a los viejos que aunque el cuerpo esté débil, puedan administrarse con el ánimo?

¿Adónde corren ciegos, despeñados,
Vuestros juicios, que rectos ser solían?
(Ennio)

Porque no se administran los asuntos graves con fuerza, prontitud y movimientos acelerados del cuerpo sino con autoridad, prudencia y consejo: prendas que no solamente no se pierden en la vejez, sino que suelen aumentarse y perfeccionarse en ella.

Capítulo VII

No se disminuye la memoria en los viejos ni se embota el entendimiento, como se ejerciten.

Capítulo VIII

Nada hay en la vejez más miserable,
Que el saber que uno es enfadoso a todos.

Capítulo XI

No hay fuerzas en la vejez.
De forma que por las leyes e institutos está exenta de aquellos empleos que no se pueden ejercitar sin fuerzas.
Pero hay muchos viejos tan débiles y enfermos, que no pueden ejercer ni cumplir con ningún empleo ni oficio de la vida.
Esta falta es común a la complexión humana.

Se ha de resistir, pues, a la vejez, recompensar con industria sus faltas, y pelear contra ella como contra una enfermedad, cuidar de la salud, usar de moderados ejercicios, comer y beber de manera que se rehagan las fuerzas, y no se opriman.

vicios que son propios no de la vejez, sino de la vejez floja, perezosa y soñolienta.

Así como la desvergüenza y liviandad es más propia de los mozos que de los viejos, mas no de todos los mozos, sino de los que no son buenos; así esta necedad de los viejos, como cuando se dice que chochean, es propia de los viejos fatuos, no de todos.

porque mantenía su ánimo siempre levantado, como cuerda de arco tirante, y no se dejaba postrar de la vejez; mandaba en los suyos con imperio y autoridad; le temían los siervos, le veneraban los hijos, y le amaban todos.

por ejercitar la memoria refresco por la noche todo lo que he leído, y todo cuanto he oído y tratado por el día.

Estos son los ejercicios del entendimiento y las carreras de mi ánimo
(Nota de Jorge: es más importante el ánimo que la voluntad)
en las cuales sudando y trabajando continuamente, no echo mucho de menos la fuerza de la juventud: asisto a mis amigos, voy al Senado con mucha frecuencia, y de mí mismo llevo asuntos pesados, y por largo tiempo digeridos con mucha madurez, y los sostengo con las fuerzas del entendimiento, no con las del cuerpo.

Porque el que vive en estudios y trabajos, no siente cuando le llega la vejez.

Capítulo XII

No habiendo depositado en el hombre la naturaleza, o algún Dios, cosa más grande y excelente que el entendimiento, no hay mayor enemigo de este divino don que el deleite 
(más fatal enfermedad que los deleites del cuerpo, cuyos desordenados deseos excitan a su fruición las pasiones temeraria y desenfrenadamente).

De los deleites nacían las traiciones a la patria, las destrucciones de las repúblicas y las (alianzas) inteligencias secretas con los enemigos.

La virtud no puede asentar su domicilio en el reino del placer.

Cuanto mayores y más duraderos sean los deleites tanto más apocan y disminuyen la luz de la razón.
(Ejemplo: Por eso lo eché del Senado. Porque estando Lucio Flaminio cónsul en Francia condescendió con los ruegos de una ramera, que en un convite le pidió mandase cortar la cabeza a uno de los presos condenados a muerte, escapándose...)

Capítulo XV

Cuanto placer puede dar a los viejos la agricultura (nota de Jorge: y la jardinería).

Capítulo XVI

En ninguna parte puede ser más dichosa la vejez como en el campo (nada puede haber ni más abundante para gozarlo, ni más hermoso para la vista).

Capítulo XVIII

Mas aquello de la avaricia en los viejos, yo no sé qué quiera decir; porque ¿puede haber mayor simpleza que hacer el viaje cuando resta menos camino que andar?

Capítulo XIX

la muerte no puede andar muy lejos de la vejez. ¡Pero miserable de aquel viejo que en el tiempo de su larga vida no ha conocido que es despreciable la muerte!

y así son pocos los que llegan a viejos; que si llegasen muchos, se viviría mejor y con más prudencia.

Porque el entendimiento, la razón y consejo residen en los viejos, que si no los hubiera, ni repúblicas hubiera tampoco.

Pero el joven espera vivir mucho, y el viejo (ya lo ha vivido) no puede esperarlo.
Porque ¿qué mayor necedad que tener lo falso por verdadero, lo incierto por averiguado?

Pero el viejo es de mejor condición que el mozo, porque lo que éste espera, ya el otro lo ha conseguido.

y solo nos queda lo que con la virtud y buenas obras hayamos alcanzado.

Se pasan las horas, los días, los meses y los años, y el tiempo pasado nunca vuelve, ni se sabe el que vendrá.

Pórtate bien en el espacio de tiempo que se te conceda.

El fruto de la vejez es la copia y la memoria de los bienes que antes se han adquirido, y se ha de contar entre los bienes todo cuanto lleva de suyo la naturaleza.

a los mozos les quita la violencia la vida y a los viejos la misma edad madura (como un fuego, consumiéndose, se apaga).


Capítulo XX

Pitágoras enseña que ninguno sin orden del general, esto es, de Dios, se aparte de la guardia y puesto de la vida.

Pero debe de estar esto pensado desde la mocedad para que despreciemos la muerte, sin cuya meditación nadie puede gozar de sosiego y tranquilidad de ánimo.

Nuestras legiones que con ánimo constante y esforzado (como escribí en los Orígenes), han entrado muchas veces en empresas de donde nunca pensaban volver.

Porque sabemos que hemos de morir, y lo que no sabemos es si será este mismo día.

A mí me parece que la hartura de todas las cosas hace que se harte uno también de vivir.
Ya el cansancio de la vida trae consigo la ocasión oportuna de morir.

Capítulo XXI

Pitágoras y todos los discípulos suyos jamás pusieron en duda que nuestras almas fuesen derivadas y desprendidas de la mente divina: también tenía presente el discurso que hizo Sócrates el último día de su vida sobre la inmortalidad de las almas.

Y en fin, que es grande prueba de que los hombres saben muchas cosas antes de nacer, que desde la puericia, cuando aprenden las artes dificultosas, cogen con tanta prontitud tan innumerables cosas, que parece que no las oyen entonces la primera vez sino que la traen a la memoria. Esta es casi toda la doctrina de Platón.

Capítulo XXIII

¿Y qué diremos de que el hombre muy sabio muere con mucha resignación, y el necio de muy mala gana?


V.-

(continuará)






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