June 09, 2014

EL SACERDOCIO DEL INTELECTUAL

Así pues todo invitaba al poeta cristiano a imitar según sus alcances ese modelo, y a testimoniar, con sus obras, en favor de la verdad.

Durante toda la Edad Media, una amplia corriente teológica propaga estos designios: la creación poética es dignificada mediante una teoría del símbolo y de la signifiance, y colocada en la perspectiva de las verdades de la fe, citándose los libros poéticos de la Escritura como autoridades y modelos, y se sigue considerando al propio Espíritu Santo que los ha dictado como el inspirador de los poetas.

He aquí, pues, constituida una doctrina en la que la función del literato, sometida a la fe, está definida y apreciada como esencial a la gloria de Dios y a la edificación de los hombres. El renacimiento de los estudios de la antigüedad no perjudicaba a tal concepción. En los siglos XVI y XVII, hay teólogos que recogen y modernizan, valiéndose de un conocimiento renovado de la doctrina antigua, esta apología de la literatura al nivel espiritual más elevado. Los escritores comparten esta orientación, pero desde otro punto de vista: en realidad, se asiste en ellos a una dignificación de la literatura profana. Desde luego, todo lo que puede decirse para gloria de las letras recuerda su situación en el mundo antiguo; recobran una dignidad autónoma, que al imitar la antigüedad anuncia otra cosa: una época en la que la autoridad de la religión ya no es tan absoluta. La reivindicación gloriosa de los poetas, proclamando que la inspiración divina los distingue del resto de los hombres, y que sus versos dicen al mundo una verdad que pocos son capaces de recibir, los ubica entonces muy por encima de la condición de cantores o de arpistas del templo que la teología, en el fondo, les asignaba. Entre los poetas de la Pléiade se manifiesta esta prestigiosa doctrina. Ronsard define a los poetas como a "sacerdotes frenéticos" que se sacian de amor en el seno de los dioses.

Dios está en nosotros, y hace milagros por nosotros, tanto que los versos que escribe un poeta son los secretos y oráculos que los dioses lanzan por su boca.

El espíritu divino insuflado a los poetas, su misión como intérpretes de los secretos de lo alto, su autoridad como jueces de los reyes y distribuidores de la gloria en este mundo, así como la necia hostilidad y la persecución del vulgo contra ellos. Sorprende el carácter extrañamente exaltado de estas profesiones de fe; asombran aún más afirmaciones como la que hace del entusiasmo poético "la única escalera por la cual puede el alma encontrar el camino que la conduzca a la fuente de su soberano bien y última felicidad".

Ronsard trató de cumplir esta misión, la más alta posible para el poeta cortesano que estaba obligado a ser, cuando se dispuso a abordar poéticamente los grandes problemas nacionales del momento.

Una vez admitida la nueva base de las letras, se instituyó un reparto donde el dogma se reservaba más que nunca el derecho de decidir en cuanto al destino y la salvación, y donde la literatura se contentaba con adornar la vida y enseñar las virtudes del mundo.

En la Francia monárquica, no se puede aspirar a resucitar a Homero, Píndaro, Esquilo... La caída que significa, en la historia del pensamiento, la victoria de la Contrarreforma, se expresa de manera pasmosa en ese abandono de las elevadas doctrinas de la Pléiade. En sus dos polos, celestial y terreno, el sacerdocio poético se veía confinado a un segundo plano, por la Iglesia y por el absolutismo, ambos triunfantes. Son conocidas las máximas de Malherbe sobre la profesión poética; estimaba "que era tonto hacer versos en espera de otra recompensa que la de la propia diversión, y que un buen poeta no era más útil al Estado que un buen jugador de bolos".

Todos creen en la dignidad de las letras y en su acción sobre las costumbres y la urbanidad. Pero esta esfera es precisamente aquella que los poderes imperantes concedían a los escritores, y resulta demasiado obvio que la grandiosa ambición que las letras alimentaron en el siglo precedente se ha adormecido.

Las obras del espíritu, en particular, no se consideran sino como reflejos, racionalizaciones o instrumentos de las clases que la doctrina admite exclusivamente como tales. Pero hay que tener cuidado de que aquéllos cuyo cometido es emitir pensamientos y acreditar valores, filósofos, escritores, artistas, tienen todas las razones para considerarse a sí mismos como un grupo distinto de los demás y para pensar de acuerdo con su condición común. Su función, absolutamente única, y el poder particular de que disponen los invitan a esta toma de conciencia; y, por lo demás, su autonomía en el seno de la sociedad es la misma de que goza el pensamiento en el seno de la vida. El hombre está hecho de tal modo que se coloca a distancia de sí mismo para concebir su conducta en función de valores absolutos, si las cosas fueran de otro modo, no habría intelectuales. Así, se esperan de los intelectuales fórmulas universales, distintas de los intereses y de las circunstancias, válidas para todos y para siempre. Toda su fuerza a esta situación que los convierte, en cada época y cualquiera que sea la forma, clero o corporación laica, en el tribunal de la sociedad al mismo tiempo que su órgano. Esta fuerza no es desdeñable; la han recibido de la naturaleza humana y de la investidura pública. Es, en suma, legítima: ¿Cómo podían haberla usurpado? Deben, pues, ejercerla para ser lo que son, y justificar la categoría que se les otorga, por intimidantes que sean los poderes que puedan tener que contrariar, les es imposible sin perjudicarse a sí mismos limitarse a servirlos con pensamientos acomodados a sus exigencias.

Se trata, en literatura, de otra cosa muy distinta; no hay dos campos, no hay intelligentsia obrera capaz de desviar de su camino a los escritores burgueses. La intelligentsia procedente de la burguesía, y ella sola, es la que repudia a la burguesía en obras de las que el proletariado está por lo general ausente. Hablando con propiedad, no traiciona su clase, sino que reniega de ella; y esta ruptura es un fenómeno de conjunto, no un azar ni una excepción. No se puede explicar por la influencia del proletariado más que suponiendo un inconsciente histórico. Es mucho más sencillo admitir que los intelectuales, escritores y artistas, son en cierto grado, a causa de su función, los jueces de la sociedad a la vez que sus apoyos. Fuera de tal hipótesis, no veo la manera de describir, en función de la sociedad, el movimiento del pensamiento y de las creaciones literarias en el siglo XIX francés.

El tipo del escritor consagrado a las cosas del espíritu, y que colabora por tal motivo en la educación del género humano, no fue desconocido en el siglo XVII, que recibió esta herencia del humanismo. Tal tipo se presenta entonces con una modestia relativa; los poderes establecidos lo eclipsan.

Sin embargo, la idea de una amplia corporación, que abarca junto con los literatos a los sabios, los filósofos, los que escriben para el público en general, todo cuanto en suma llamaríamos hoy los intelectuales, parece ya bien constituida. La palabra no existía entonces con este uso; se decía los "literatos" "gens de lettres", que es la expresión que Descartes emplea. Tal noción va acompañada ya de un debate: puede implicar un valor y unos derechos que no todos están dispuestos a admitir. De una parte se pondera la cordura del literato, su equilibrio interno a distancia de las agitaciones del mundo; se conserva la memoria de los lugares comunes tradicionales, como el de la excelencia de las letras comparadas con las armas o con el nacimiento; así Racine, hablando en la Academia: "Que la ignorancia rebaje cuanto quiera la elocuencia y la poesía, y trate a los hábiles escritores de hombres inútiles en los Estados...; desde el momento en que espíritus sublimes, excediendo en mucho los límites comunes, se distinguen, se inmortalizan con obras maestras..., cualquiera que sea la extraña desigualdad que durante la vida ponga la fortuna entre ellos y los héroes más grandes, esta diferencia cesa después de su muerte.

La influencia de los escritores es tal, que pueden hoy anunciar su poder, y no disfrazar la autoridad legítima que ejercen sobre las inteligencias. Asentados sobre la base del interés público y del conocimiento real del hombre, dirigirán las ideas nacionales; las voluntades individuales se hallan en sus manos". Thomas también ha hecho el retrato del Literato en éxtasis: "Me complace pintar al literato meditando en su gabinete solitario: la patria está a su lado; la justicia y la humanidad, ante él; las imágenes de los desventurados lo rodean; lo estremece la compasión y de sus ojos brotan lágrimas.

Pero hacia la misma época, Lamennais celebra en estos términos el éxtasis del filósofo cristiano que construye un sistema a la gloria de Dios: "Desde las más recónditas profundidades de nuestras entrañas desborda no sé qué jubilo de amor y como un torrente de vida que nos une a todo lo que siente, y nos dilata en el seno de la creación entera". Este lenguaje, se convendrá en ello, no era usual entre la cristiandad pensante antes de la aparición de los Filósofos laicos del sentimiento. Así la literatura ha continuado la tradición de los filósofos deístas mucho después del descenso de su crédito, con las diferencias del acento de orientación que requerían unos tiempos nuevos. Muestra con ello que no ha renunciado al ministerio de que una época memorable la invistió. Se ha convertido a su manera en religión y sigue siéndolo. Mejor aún, puede sospecharse que la religión de muchos fieles, en el fondo de sí mismos e insensiblemente, se ha hecho literatura. A ello debe que la restauración del culto tradicional no haya podido poner fin al sacerdocio del escritor.

Volvamos al ejercicio de este sacerdocio. Los hombres de letras pronto identificaron la eminente dignidad del Hombre con la suya. Mercier dice lisa y llanamente: "La mayoría de los hombres no piensa según el traje que lleva; su profesión crea sus ideas; quien ha roto los lazos que perjudican el progreso de la razón es el único que parece gozar de libertad de juicio". Queda, pues, definido un cuerpo de pensadores ajeno y superior a toda profesión. Se duda entonces entre dos afirmaciones en apariencia contrarias: La literatura es y no es un estado. Hay quien escribe que "Ser autor es hoy un estado, como ser militar, magistrado, eclesiástico o financiero y por otra parte: "Las letras no constituyen precisamente un estado, pero hacen sus veces para aquellos que no tienen otro". En suma una categoría vaga, considerada hasta entonces como desdeñable y que no se inscribe en ninguno de los papeles oficialmente distribuidos de la antigua sociedad, se impone lo bastante a la atención para reclamar tal papel; y, sin embargo, sin poder negárselo positivamente no se ve cómo concedérselo entre los oficios activos, de los que su índole lo diferencia, ni por encima de ellos en una región de la cual lo excluye el orden tradicional.

"Este Voltaire no tiene estado; de acuerdo, pero goza del de ser un gran hombre; posee el de ser, por lo menos, el igual de los reyes". De hecho, esta situación al margen de los negocios públicos favorecía en extremo a los escritores; jamás su prestigio y la autoridad de sus juicios fueron tan grandes como en esta edad de oro.

El escritor se desprende de un solo aletazo de su clase original y de su clase de adopción: mientras escribe puede alimentarse de la ilusión de que no pertenece ni a la una ni a la otra, que no es de ningún medio ni de ninguna clase, que se cierne, que es completamente libre.

En realidad, los Filósofos enseñaban una nueva fe, que pretendían menos dogmática que la antigua, pero tan positiva como ella, y de la que su crítica no era sino el instrumento. Antes de considerar su situación y para exponerla, es, por lo tanto, su doctrina y el sistema concreto de sus valores lo que hay que tratar de analizar en función de la sociedad contemporánea.

A primera vista la nueva fe podría consistir en una especie de aburguesamiento espiritual. Además de que la Sensibilidad iguala y hace que fraternicen las condiciones, las actitudes que exalta no son de tradición aristocrática: la beneficencia, la alegría de ser útil, el respeto y la ternura por el prójimo, las efusiones de familia, no han figurado jamás entre las virtudes del hombre noble, para quien toda excelencia supone rareza o imperio. El hombre sensible acusa de falsedad esa grandeza orgullosa que altera la naturaleza:

Ya que el amor y la naturaleza,
junto con el sentido común,
se han aplebeyado,
yo renuncio sin pesar a la nobleza
y a las leyes que se oponen al libre albedrío del corazón.
Y si cuando se ama no se puede,
sin degradarse,
mostrar la propia sensibilidad,
reniego de la calidad que confiere el abolengo.

Fue de manera natural la labor de una corporación pensante y que debía erigirse no solo en enemiga sino en competidora y heredera de la Iglesia.
(Nota de Jorge: el hombre confrontará sus escritos con Dios)

Es frecuente que se atribuya al genio, en particular al genio poético, una intuición de la verdad más inmediata y tan infalible como la de la razón. Esto es lo que hace Diderot: "La poesía supone una exaltación de cabeza que participa casi de la inspiración divina. Acuden al poeta ideas profundas cuyo principio y resultados ignora. Frutos de una larga meditación en el filósofo, a éste le asombran, y exclama: ¿Quién ha inspirado tanta sabiduría a esa especie de loco?" Marmontel compara la intuición del poeta a la inteligencia divina: "Para concebir el objeto de la poesía en toda su extensión, es preciso atreverse a considerar la naturaleza como presente a la Inteligencia suprema... Dios ve la naturaleza; así es como en su flaqueza debe el Poeta contemplarla.

Se ve cómo en Francia el sacerdocio legendario del poeta se considera generalmente inactual. Pero es curioso que sea objeto, junto con la época primitiva en la que se le sitúa, de una nostalgia no menos general, y que la filosofía haya cedido tan frecuentemente a la tentación de idealizar los orígenes del género humano. Sabido es cuánto se interesó la crítica literaria del siglo XVIII por lo que había podido ser la poesía de los primeros tiempos. Apenas si se conocían hasta entonces, en este orden de ideas, los poetas griegos más antiguos y las leyendas relativas a sus predecesores más o menos míticos, sobre los cuales se disertaba.

"Sabido es lo que eran sus Bardos. Teólogos y poetas a la vez ponían en verso los secretos de la religión"; pero la poesía "no estaba únicamente consagrada a la piedad; se empleaba además para honrar el mérito y la virtud y después de haberse servido de ella para cantar los beneficios de los Dioses, se usaba para celebrar las bellas acciones de los hombres".

A ello se debe que los primeros Poetas que han sobresalido en la Alegoría, Lino, Orfeo y Museo, todos los cuales habían sido instruidos en Egipto, fueran llamados Teólogos, y se les atribuyera la gloria de haber pulido y civilizado a los hombres". Court de Gébelin, al comienzo de un tratado Del genio alegórico y simbólico de la antigüedad, invoca igualmente a los "Sabios de Menfis, de Babel, de Grecia, Orfeo, Homero, Pitágoras, hierofantes sagrados"; y celebra en estos términos a los poetas de los tiempos primitivos: "Arrebatados por los encantos de la virtud, asombrados de la magnificencia del universo, convencidos de las leyes admirables sobre las cuales marcha el mundo físico y el mundo moral, abarcando de una ojeada las influencias inmensas del Orden para la felicidad de las sociedades y la prosperidad de las naciones, tomaron la lira, y al son de sus acordes armoniosos, cantaron estas verdades admirables: la existencia de la Divinidad, sus beneficios para con los Hombres, la belleza de la Virtud, la necesidad del orden, de la justicia y de la paz, los encantos y las dulzuras de la vida campestre...

Genio y libertad se suponen brotados de la misma fuente: "Aprende que la libertad está producida por ese mismo entusiasmo que crea las producciones del genio... Este instinto sagrado que, a la vista de las bellezas del universo, llama, arrebata al hombre de genio..., es también el que sabe encender en el hombre generoso y sensible el deseo ardiente de ser libre".


LA CORONACIÓN DEL ESCRITOR 1750-1830
Paul Benichou



No comments:

Post a Comment