October 24, 2011

MADRID Y BARCELONA VII

Al ir a enseñar las monedas rubias del euro en la Plaza de Castilla vino una avispa griega y le picó en la mano europea que tenía un puño blanco norteamericano y una camisa amarilla china y unos calzones rusos.

Con el primer Borbón Felipe V los arquitectos de la corte Juvara y su discípulo Juan Bautista Sacchetti tuvieron que luchar entre las maneras francesas y las italianas lo que en Madrid produjo el barroco clasicista reduciéndose los patios y aumentando los torreones a modo de salientes. También los pintores de esta corriente como Andrea Sacchi ya anticiparon el reducir los personajes en los cuadros. Y así en Madrid los hay barrocos al tumulto y los hay muchos que hablan claro a lo aragonés y sus palabras donatas no caen en saco roto como las bullangas barcelonesas.

Barcelona y de Europa entera/ se comprende que los aires madrileños o madriles quieran respirarse al menos una vez/ en la vida del turista y del viajante cosmopolita catalán/ porque una ciudad la hacen sus gentes/ con su música y con su estética/ su movida espiritual/ repensa en quedarte con nosotros/ y su misterio intrigante/ porque no paramos de movernos/ y ahora estamos en San Isidro.

Si no rezas cómo esperas que prospere la gente,/ joder qué bien se está aquí en la milla de oro de Serrano,/ que a lo deforme lo realza en belleza/ y todavía te encaras tú/ lo que no se deforma se rompe/ equiparar con los catalanes para nadie esté por encima de otro/ pero así no es como cortamos la merluza en Callao.

Hoy nos resulta difícil imaginar el enfrentamiento de aquellas dos idiosincrasias, la madrileña y la catalana. En general, la revolución industrial catalana no había sido hecha por la aristocracia, sino por personas oriundas del campo que luego, afincadas en la ciudad, abrigaban sentimientos contradictorios respecto de sus orígenes. Estas personas, que habían edificado sus fortunas a base de tesón y sacrificio, a costa de dedicar todo su tiempo, energía y talento a la producción y la contabilidad, con la merma consiguiente de la instrucción y el refinamiento, no podían menos que sentir animadversión por aquellos madrileños, a los que consideraban parásitos con ínfulas y de los cuales, si por una parte despreciaban su apatía y su inutilidad, por la otra envidiaban su señorío y agudeza. Obligados a expresarse en un idioma que no era el suyo y que hablaban en forma premiosa y amanerada, cautelosos, morigerados y huraños, los catalanes que desembarcaban en Madrid ofrecían un contraste casi doloroso con aquellos madrileños cuyo desparpajo y donaire habían perfeccionado y aguzado siglos de ocio y tertulia. Por su parte, a los madrileños no les caían simpáticos aquellos catalanes fúnebres de trato, cuya timidez tomaban por displicencia y cuyo único interés parecía cifrarse en el dinero. Los madrileños no podían comprender que los catalanes sintieran por el dinero el respeto y el amor de quien lo ha hecho fructificar con su esfuerzo, y no el desapego altivo de quien, a la sombra de una Corte todopoderosa, se ha habituado a que la remuneración dependa más de la liberalidad de quien la da que de los méritos de quien la recibe. Además, se daba el caso de que no pocos madrileños ocultaban debajo de tanta ceremonia y tratamiento las estrecheces de una existencia de pelagatos, de la que se habrían liberado si hubiera sido suya una pequeña parte de aquella riqueza que los catalanes parecían empeñados en acumular sin necesidad ni propósito.
(Cristina y Eduardo Mendoza en Barcelona modernista)

No comments:

Post a Comment