October 04, 2011

HELIOS Y FAETONTE: GUSTAV SCHWAB

Pero el mozo no cejó en su petición, y el padre había pronunciado el sagrado juramento. Por consiguiente, tomando al hijo de la mano, le condujo al carro del Sol, magnífica obra de Hefesto. El eje, la lanza y las llantas de las ruedas eran de oro, de plata los radios; refulgía el yugo de gemas y crisólitos. Mientras Faetonte se extasiaba ante el maravilloso trabajo, se abría en el rosado oriente la purpúrea puerta de la aurora y su vestíbulo, cuajado de rosas. Las estrellas se extinguen paulatinamente; Lucifer es el último en abandonar su puesto del Cielo, mientras se desvanecen los cuernos de la luna.

Dio entonces Helios a las aladas Horas la orden de enganchar los caballos; van ellas a buscar los fogosos animales, nutridos de ambrosía, a su fastuoso establo y les ponen los soberbios arneses. Entretanto, el padre untaba el rostro de su hijo de un milagroso ungüento que le permitiría resistir la ardiente llama. Aunque suspirando, le puso en torno a la cabeza su propia aureola, y en tono de advertencia le dijo:
- Hijo, no abuses del acicate, y maneja la brida con firmeza; pues los corceles bastante corren ya de por sí, y el trabajo está en detenerlos en pleno galope. La senda es oblicua y describe un vasto arco; debes evitar tanto el polo Sur como el Norte. Sigue siempre las huellas de mis ruedas. ¡No desciendas demasiado, podrías incendiar la tierra; no te eleves demasiado, no fuera que prendieses fuego al cielo! Anda, las tinieblas se alejan, empuña la brida; o... aún estás a tiempo. Recapacita, hijo mío; déjame a mí el carro; ¡deja que sea yo quien dé la luz al mundo y limítate tú a recibirla! [...]

Pero los animales se daban perfecta cuenta de que no arrastraban la carga habitual, y de que el yugo era más liviano que de costumbre; y de modo semejante a los barcos que se tambalean en el mar cuando no llevan el lastre debido, así también el carro daba tumbos en el espacio, recibía impulsos hacia arriba y rodaba locamente, cual si estuviese vacío. Al observar eso los caballos, emprendieron el galope apartándose de los espacios trillados y perdiendo el rumbo habitual. Faetonte empezó a temblar; no sabía cómo dirigir las bridas, desconocía la ruta e ignoraba el modo de domeñar las bestias embravecidas.

Cuando el desventurado, desde las alturas del cielo, dirigió la mirada hacia abajo y divisó en las honduras la extensión de las tierras, palideció y las rodillas empezaron a temblarle de súbito terror. Miró hacia atrás; había ya mucho cielo a sus espaldas, pero aún más lo había por delante. En su mente midió la extensión de uno y otro. Al no saber qué hacer, clavados los ojos en el infinito, ni soltaba las riendas, ni tampoco las mantenía tirantes. Quiso llamar a los corceles, pero ignoraba sus nombres. Contemplaba horrorizado las variadísimas constelaciones que, en caprichosas figuras, vagaban por los cielos. Entonces, presa de gélido espanto, abandonó las riendas, y los caballos, al sentirlas tocar laxas sus lomos, dejando de obedecerlas, se lanzaron a través por regiones desconocidas del espacio, tan pronto elevándose como hundiéndose en el abismo; ora chocando con las estrellas fijas, ora precipitándose, por escarpados senderos, hasta los espacios vecinos de la tierra. Tocaban ya la primera capa de nubes, que no tardó, abrasada, en despedir vapores. Cada vez se hundía más el carro, y de improviso se encontró una alta cordillera.

El suelo sufría por aquel calor tórrido, y se agrietaba; y al secarse bruscamente todos los jugos, comenzó a arder. La hierba de los prados se puso amarillenta y se marchitó. Más abajo se inflamó el follaje de los árboles de la selva; pronto el ardor llegó a los llanos. Se quemaron los sembrados, las llamas devoraron ciudades enteras; los países sucumbían abrasados con todos sus habitantes. Por doquier ardían las colinas, los bosques y las montañas. Dicen que fue entonces cuando la piel de los etíopes se volvió negra.

Los ríos se agostaron o retrocedieron espantados a sus fuentes; el propio mar se encogió, y lo que poco tiempo atrás fuera océano se transformó en árido arenales. [...]

Helios, el padre, que hubo de contemplar todas aquellas escenas, se cubrió la cabeza, sumido en meditativa aflicción. Entonces, dicen, transcurrió un día terrestre sin la luz del sol. Sólo resplandecía el monstruoso incendio.

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