April 09, 2018

PORQUE SABE DIOS QUE MORA EN LA PAZ, Y EN LA PAZ REALIZA COSAS GRANDES

Es fundamental que lleguemos a comprender un día que el itinerario hacia Dios y hacia la perfección que se nos pide es mucho más eficaz cuando el hombre aprende poco a poco a conservar en cualquier circunstancia una PROFUNDA PAZ en su corazón.

Para que se imponga en nosotros no solo en el plano de la inteligencia, sino como una experiencia de todo el ser, habremos de pasar por frecuentes fracasos, PRUEBAS y humillaciones de Dios. Pero son necesarias para convencernos de nuestra radical impotencia para hacer el bien por nosotros mismos (nota de jg: si no nos da la oportunidad).

En primer lugar hemos de estar plenamente convencidos de que todo el bien que podamos hacer viene de Dios y solo de Él ["Sin mí no podéis hacer nada" ha dicho Jesús (Jn 15,5)].

¿Cómo dejar actuar a Jesús en mí?¿Cómo permitir que la gracia de Dios opere libremente en mi vida? Intentar descubrir las actitudes profundas de nuestro corazón, las condiciones espirituales que permiten a Dios actuar en nosotros [Solamente así podremos dar fruto, "un fruto que permanece"]

NO TIENE UNA RECETA GENERAL ¿Qué debemos hacer para que la gracia de Dios actúe libremente en nuestra vida? Sería necesario todo un Tratado de Vida (de la oración, de los sacramentos, de la purificación del corazón, de la docilidad al Espíritu Santo, y de todos los medios por los que la gracia de Dios puede penetrar más profundamente en nuestros corazones).

ES DE LA MAYOR IMPORTANCIA QUE NOS ESFORCEMOS POR ADQUIRIR Y CONSERVAR LA PAZ INTERIOR

Cuanto más serena, ecuánime y abandonada esté nuestra alma, más se nos comunicará ese Bien y, a través de nosotros, a los demás. "El Señor dará fortaleza a su pueblo, el Señor bendecirá a su pueblo con la paz" (Ps 29,11).

Dios es el Dios de la paz. No habla ni opera más que en medio de la paz, no en la confusión ni en la agitación. Recordemos la experiencia del profeta Elías en el Horeb: Dios no estaba en el huracán, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, ¡sino en el "ligero y blando susurro" (cf. 1 Re, 19)!

Con frecuencia nos inquietamos y nos alteramos mientras que sería mucho más eficaz permanecer tranquilos bajo la mirada de Dios y dejar que Él actúe en nosotros con su sabiduría y su poder infinitamente superiores. "Porque así dice el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y la quietud está nuestra salvación, y la quietud y la confianza serán vuestra fuerza, pero no habéis querido (Is 30,15)".

No es una invitación a la pereza o la inactividad sino A ACTUAR pero bajo el impulso del Espíritu de Dios que es un espíritu afable y sereno.

San Vicente de Paúl, la persona menos sospechosa de pereza que ha existido decía: "El bien que Dios hace lo hace por Él mismo, casi sin que nos demos cuenta. Hemos de ser más pasivos que activos".

No tiene nada que ver con la impasibilidad de las estatuas de Buda o en ciertas actitudes del yoga, sino con una verdadera compasión ante los sufrimientos del prójimo, con una paz del corazón que nos libera de nosotros mismos, aumentando nuestra sensibilidad y atención a los otros.

El hecho de conseguir y mantener la paz interior imposible sin la oración requisito para hacer algún bien al prójimo sino no haremos más que transmitir nuestras propias angustias e inquietudes.

San Pablo nos invita a revestirnos de la armadura de Dios contra los espíritus malignos que están por las regiones aéreas. Y ese combate en el terreno de la purificación es el ámbito de nuestra transfiguración y de nuestra glorificación. Es el combate del que lucha con la absoluta certeza de que ya ha conseguido la victoria. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4,13). "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?" (Sal 27) Y ese combate es tanto más eficaz cuanto más sereno está su corazón. Es justamente esa paz interior la que le permite luchar no con sus propias fuerzas, que quedarían rápidamente agotadas, sino con las de Dios.

(Nota de JG: Yo no quiero presionar a Dios en lo que me quiera dar. Y a veces quiero creer que es un Dios Ausente (tenemos que practicar la caridad para que se despierte y aparezca de entre el sueño eterno...). Como si quisiera (yo) que no existiera (Dios) para hundir lo humano (la Humanidad) en el abismo más atroz (el Fin del Mundo). Todo porque me parece deleznable que no seamos dioses inmortales (nos dedicamos al metal, el comercio y las guerras...) y que tengamos que morirnos (Parece no se lo perdono a ese Dios). Con esto ya no me quedan ganas de triunfar en nada ni lo bello me parece perdurable (por cierto me viene ahora la vejez...).

ES LA PRENDA
Y si la Sabiduría de Dios es incomprensible en sus caminos, y a veces desconcertante en su modo de actuar respecto a nosotros.

En numerosas ocasiones he acudido a hacer la hora cotidiana de adoración al Santísimo Sacramento en un estado de preocupación y desánimo y, sin que haya ocurrido nada de particular, sin decir ni sentir alguna cosa especial, he salido con el corazón apaciguado. Las circunstancias exteriores eran las mismas, los problemas seguían pendientes de resolver, pero el corazón había cambiado y, a partir de entonces, podía afrontarlos tranquilamente. El Espíritu Santo había hecho su trabajo en secreto.

Y sepamos una cosa: cualquier realidad que no abandonemos, que pretendamos organizar por nuestra cuenta sin dar carta blanca a Dios, continuará inquietándonos de un modo u otro. La medida de nuestra paz interior será la de nuestro abandono, es decir la de nuestro desprendimiento.

(Nota de Jg: Me abandono a Dios porque entiendo que estoy haciendo algo con el tiempo de él que no sé de qué ritmo pinta pero que es suyo).

El hombre que se aferra a algo, que quiere salvaguardar su dominio sobre alguna porción de su vida para administrarlo a su conveniencia sin abandonarlo radicalmente en manos de Dios, hace un cálculo muy equivocado: se carga de preocupaciones inútiles y se expone a la inquietud de perderlo. Al contrario, el que acepta dejar todo en manos de Dios, darle el permiso para que dé y tome a su albedrío, encuentra una paz y una libertad interior inexplicables. "¡Ah, si supiéramos lo que se gana renunciando a todas las cosas!" dice santa Teresa de Lisieux. Ese es el camino de la felicidad: si le dejamos actuar libremente, Dios es infinitamente más capaz de hacernos felices de lo que somos nosotros, pues nos conoce y nos ama más de lo que nosotros nos conocemos y amamos. San Juan de la Cruz expresa esta verdad en otros términos: "Se me han dado todos los bienes desde el momento en que ya no los he buscado". Si nos desprendemos de todo poniéndolo en las manos de Dios, Dios nos devolverá mucho más, el céntuplo, "en esta vida" (Mc 10,30).

[Nota de Jg: Y cuando te abandonas en una mujer esta te hace llegar mieles de las estrellas]

Hemos de creer firmemente que, si Dios nos pide un desprendimiento efectivo de determinada realidad, nos lo hará comprender claramente en el instante previsto; y ese desprendimiento, incluso si es doloroso en el momento, irá seguido de una profunda paz. Así pues, la actitud adecuada es sencillamente la de estar dispuesto a entregar todo a Dios sin temor alguno y, con una confianza total, dejarle actuar a su gusto.

El abandono no es natural, es una gracia que hay que pedir a Dios. Nos la concederá si rezamos con perseverancia. "Pedid y recibiréis..." (Mt 7,7)
El abandono es un fruto del Espíritu Santo que el Señor no niega al que lo pide con fe: "Si vosotros, siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?" (Lc 11,13)

La respuesta es la misma que la precedente: la confianza y el abandono. He de hacer todo lo que se me ocurra para ayudar a mejorar a los demás, serena y tranquilamente, y dejar el resto en las manos del Señor, que sabrá sacar provecho de todo.

Este principio es el siguiente: debemos velar no por desear únicamente cosas buenas en sí mismas, sino también por quererlas de un modo bueno. Estar atentos no solo a lo que queremos, sino también a la manera en que lo queremos. En efecto: frecuentemente pecamos así: deseamos una cosa que es buena, incluso muy buena, pero la deseamos de un modo que es malo... Y a menudo mostramos esta tendencia: como la cosa que deseamos es buena, incluso realmente querida por Dios, nos creemos justificados para desearla de tal modo que, si no se realiza, nos impacientamos y disgustamos. ¡Cuanto más buena nos parece una cosa, más nos inquietamos y nos preocupamos por obtenerla!... San Francisco de Sales llega hasta decir que "nada retrasa tanto el progreso en una virtud como el desear adquirirla con demasiado apresuramiento".

Para terminar, recordemos lo siguiente: la prueba de que estamos en la verdad, que deseamos según el Espíritu Santo, no es solo que la cosa ansiada sea buena, sino también que conservemos la paz. Un deseo que hace perder la paz, incluso si la cosa deseada es excelente en sí, no es de Dios. Hay que desear y anhelar, pero de un modo libre y desprendido, abandonando en Dios la realización de esos deseos como Él lo quiera y cuando lo quiera. Es de gran importancia educar el corazón en este sentido para progresar espiritualmente. Dios es quien hace crecer y quien convierte, no nuestra agitación, nuestra precipitación o nuestra inquietud.

(Nota de Jg: Yo siempre le digo a Dios: Madre Mía, cómo lo haré).

Apliquemos, pues, todo lo dicho, al deseo que tenemos de que los que nos rodean mejoren su conducta, un deseo que ha de ser sereno y sin inquietudes; sepamos permanecer tranquilos aunque ellos actúen de un modo que consideramos erróneo o injusto. Hagamos, por supuesto, todo lo que dependa de nosotros para ayudarles, es decir reprenderlos o corregirlos en función de las eventuales responsabilidades que tengamos que asumir respecto a ellos, pero hagámoslo todo en un ambiente de cariño y de paz. Y cuando seamos incapaces, permanezcamos tranquilos y dejemos actuar a Dios.

¡Cuántas personas pierden la paz al pretender cambiar a toda costa a quienes les rodean!¡Cuántas personas casadas se alteran y se irritan porque querrían que su cónyuge no tuviera este defecto o aquel otro! Por el contrario, el Señor nos pide que soportemos con paciencia los defectos del prójimo.

Tenemos que razonar así: si el Señor no ha transformado todavía a esa persona, no ha eliminado de ella tal o cual imperfección, ¡es que la soporta como es! Espera con paciencia el momento oportuno, y yo debo actuar como Él. Tengo que rezar y esperar pacientemente. ¿Por qué ser más exigente y más precipitado que Dios? En ocasiones creo que mi prisa está motivada por el amor, pero Dios ama infinitamente más que yo, y sin embargo ¡se muestra menos impaciente! "Hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad, el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperándolo con paciencia, mientras caen las lluvias tempranas y tardías" (Sant 5, 7).


Esta paciencia es tanto más importante cuanto que opera en nosotros una purificación indispensable. Aunque creemos desear el bien de los otros o nuestro propio bien, ese deseo suele estar mezclado con una búsqueda de nosotros mismos, de nuestra propia voluntad, del apego a nuestros criterios personales estrechos y limitados, a los que nos aferramos y queremos imponer a los demás, y a veces, incluso a Dios. Debemos liberarnos a toda costa de esa estrechez de corazón y de juicio, a fin de que no se realice el bien que imaginamos, sino el que corresponde a los designios divinos, infinitamente más amplios y hermosos.

Sino de recuperar lo antes posible la paz, evitando la tristeza y el desaliento cuando caigamos en una falta o cuando nos sintamos afectados por la experiencia de nuestras imperfecciones.

La primera es el principio fundamental al que ya hemos aludido en varias ocasiones: Dios actúa en el alma en paz. No conseguiremos liberarnos del pecado con nuestras propias fuerzas, eso solamente lo conseguirá la gracia de Dios, SERÁ MÁS EFICAZ QUE NOS ENCONTREMOS EN PAZ PARA DEJAR ACTUAR A DIOS.

(CONTINUARÁ)





LA PAZ INTERIOR
Jacques Philippe





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