April 23, 2014

EL NIÑO DE FRANCISCO UMBRAL

Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso. El niño, su vida breve, el oro de su pelo, sin tiempo por detrás ni por delante, amenazado, fugaz e inverosímil como una manzana en el mar, reciente todavía de aquel parto a última hora de la tarde, cuando me miré a mí mismo en su llanto boca abajo.

La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento, y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma, cómo ha ido abriendo frondas, tomando palabras, y llega ya hasta mí, venido de la manigua que nos separaba, del bosque de los nombres y las letras, y está ya de este lado, habitante del alfabeto.

Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae. Aprender a dejarse llevar por el niño, confiarse a su mano, loto que emerge en los estanques de la infancia. El niño nos lleva hasta los reinos de lo pequeño, acude a nuestra propia infancia dormida, nos mete por el sendero más estrecho, transitado sólo por la hormiga, la sansanica, el clavo solitario y la piedra rodadora.

Ir con él por la calle, por el campo. Y nos da la medida de nuestro exilio, porque él sí pertenece a los cielos viajeros, a la luz del día, al estallido de la hora, y nosotros ya no. Nosotros nos hemos distanciado con el pensamiento, la reflexión, la impaciencia y el orden. El niño, que no tiene programas, se incorpora inmediatamente al clima, entra a formar parte de la meteorología, es natural en la naturaleza, y todo lo sonríe, como dijo el poeta que los líquidos sonríen a los niños.

Inútil intentar hacerse como uno de estos pequeñuelos, no ya con afán de pureza moral, sino con afán de elementalidad natural. Imposible, porque el niño, ya digo, es la medida de mi exilio, y mi hijo ha nacido de mí para vivir todo lo que ya no puedo vivir yo, los cambios de tiempo, el sol y la sombra, los prodigios de la basura y la minuciosidad del campo. Qué torpe para lo sencillo, qué hábil para lo inesperado. Crueldad y ternura son en él una misma cosa, y destripa el mundo porque lo ama, y sus pasos menudos van tomando posesión del planeta con levedad y amor, porque aunque el niño apenas si le pesa a la tierra, es más de la tierra que nosotros, viajeros ya por los aires convencionales de la reflexión y el miedo. Todo le recibe como si le esperase desde siempre, y puede mirar a los perros y a los gatos frente a frente, lo cual nosotros no hacemos nunca. El niño pasa del sueño a la vigilia dentro de una misma palabra, sin ruptura, sin trauma, y va por la casa despertando a lo que siempre estuvo dormido, hasta que él llegó: los picaportes, los cierres de los armarios, el fondo de las vasijas y el revés de los objetos.

El mundo hace tic-tac cuando juega un niño. El universo es un tic-tac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida.


Mortal y rosa
Francisco Umbral

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