_… y cuando una piedra toma la forma de cruz o lleva trazada su figura, aumenta la carga de su virtud misteriosa. […]
… de que era más potente el gallo para ahuyentar con su canto a los inmundos espíritus de la noche […]
Era también costumbre dejar aquellas mesas preparadas durante toda la noche hasta el comienzo del nuevo año, de forma que éste comenzase entre la abundancia de platos, lo cual era de buen presagio.[…]
La liturgia cristiana, que sin embargo había absorbido y seguía absorbiendo bastante de los usos y del ceremonial de la religiosidad preexistente, se mostró radicalmente hostil a admitir en los ritos propios manifestaciones coréuticas. Ya en el concilio de Cartago del año 397 había prohibido las danzas durante los ágapes. La prohibición es repetida por varios concilios y recordada a menudo por diversos papas, como Gregorio III y Zacarías en el año 744. Pero los ejemplos, las sugestiones y los impulsos procedentes de una sociedad en que la evangelización avanzaba con dificultad y lentitud eran demasiado fuertes para que los cristianos, con frecuencia en minoría, no quedasen condicionados y ampliamente influidos, o no intentasen bautizar usanzas paganas transfiriéndolas a la atmósfera de las festividades de los santos. Particularmente en las iglesias rurales, después del canto de vísperas, los fieles, saliendo al aire libre, iniciaban danzas y cantos en las explanadas herbosas. […]
El disfraz de las mujeres se consideró ingenuo o equívoco, y fue condenado siempre por los distintos sínodos, que no tuvieron indulgencia para las mujeres que vestían ropas masculinas, aunque fuera, como ellas decían, continentiae causa; en las varias colecciones canónicas, desde Isidoro de Sevilla hasta Atón de Vercelli, se reafirma la condena de las mujeres disfrazadas. […]
En los Annales Fuldenses del año 876 vemos cómo se expresa el mismo estupor por el nuevo modo de vestir adoptado por Carlos el Calvo, quien, desechados los vestidos tradicionales de los reyes francos, prefirió los hábitos griegos, más lujosos. […]
Los teatros y el circo eran los templos de la idolatría, de los que debían huir los cristianos si querían distinguirse de los paganos. Pero ya san Agustín observaba que el público que abarrotaba los teatros durante las fiestas paganas estaba formado por los mismos fieles que el domingo acudían a la iglesia para celebrar los misterios de la religión verdadera. […]
Desde los primeros tiempos, los cristianos sintieron una profunda veneración por sus muertos, justificada por la esperanza de la resurrección final de los cuerpos. […] La esperanza común unía a difuntos y supervivientes en un vínculo de comunión perenne, que se expresaba también exteriormente con un banquete (refrigerium) celebrado junto a los sepulcros. Con el tiempo, esta primitiva devoción convivial unida a las tumbas había degenerado volviendo a las ceremonias y costumbres difundidas entre los paganos. En el mes de febrero especialmente se celebraban las antiguas fiestas en honor de los muertos, las llamadas feralia o parentalia, cuando la gente acudía a los cementerios y se movía entre cipos y estelas funerarias para conmemorar a los difuntos. Esta conmemoración, llamada también cara cognatio, se expresaba con banquetes, danzas y cantos más bien desenfrenados y licenciosos, en contraste con la tristeza del lugar y el recuerdo doloroso de los parientes desaparecidos. […]
El historiador bizantino acusaba a los francos que combatían contra los godos de haber arrojado al río, al pasar por el Po, algunos cadáveres como ofrenda al dios de la guerra. […]
Contra los sajones que, incluso después de la conversión, seguían practicando la cremación de los muertos, Carlos promulgó la pena de muerte. […]
Los concilios dedicaron particular atención a la disciplina funeraria: se prohibió sepultar a los muertos en las iglesias, exceptuados los episcopi aut abbates vel fideles et boni presbyteri. […] Es probable que tampoco las autoridades eclesiásticas tuvieran ideas muy claras sobre las almas de los difuntos: algunos concilios habían prohibido a los cristianos encender cirios en los cementerios, para no molestar a los espíritus de los santos. En las tumbas, ¿yacían solo los restos mortales de los difuntos, o moraban también sus almas? […]
Temidos y buscados, perseguidos y remunerados, son los consoladores generosos, los curanderos eficaces, los profetas infalibles. Aunque preferiblemente y según los tiempos y las circunstancias actúan a escondidas, por lo cual parecen inhallables, están siempre al alcance de la mano: callejean por ciudades y aldeas, entran en las casas, se detienen en las ferias y en los mercados, se sitúan en los cruces de los caminos y a la entrada de las iglesias, siempre dispuestos a ofrecer sus remedios, a formular sus predicciones, a realizar sus prodigios.
La literatura medieval nos proporciona largas listas de ese itinerante sacerdocio de la religiosidad popular, cuyas actividades y especializaciones eran infinitas: magos, adivinos, encantadores, arúspices, agoreros, augures, astrólogos, genetlíacos, matemáticos, brumáticos, tempestarios, prestidigitadores, hechiceros, nigromantes, hidromantes, brujos, horóscopos, phanatici, dianatici, phitonici, casi todos con el correspondiente colega femenino: brujas, pitonisas, ariolae, ventrílocuas, herbariae, geneciales, tempestariae, maschae, volaticae. Con el tiempo, estos profesionales de la magia se multiplican y se ramifican en muchas subespecializaciones, asumiendo nombres nuevos o diversos: encantadores, physici, vultivoli, immaginari, coniectores, chiromantici, speculari, salissatores… […]
Es fácil imaginar la amplia participación popular en estas celebraciones rurales, fiestas de la naturaleza, cuya feracidad aseguraba la existencia del hombre; alegría estacional y, al mismo tiempo, acción de gracias que tenían por objeto atraer sobre los frutos de la tierra las bendiciones del cielo. […]
Según el obispo, los juicios del agua y del fuego tenían antecedentes en el diluvio, que salvó a los buenos en el Arca de Noé (la Iglesia), y en el fuego, que destruyó a Sodoma y Gomorra. […] Se conservan los rituales y las fórmulas que regulan estas prácticas, las cuales se multiplican y se repiten: se trata de una liturgia –como dice Delaruelle-, que ya no es el cumplimiento de funciones, sino aumento de precauciones, que ha dejado de hablar a Dios para dirigirse a las sensibilidades de los hombres y crear un mundo de ilusión. El proceso barbárico asume el carácter de un rito bárbaro en el que la Iglesia se ve obligada a participar. Antes los bárbaros juraban sobre las armas, convertidos al cristianismo, juran sobre el altar o sobre los santos. Sus duelos, que antes eran decididos por Odín, son ahora decididos por el Dios cristiano. […]
El hombre medieval acepta y vive el sacramentalismo cristiano, especialmente en las formas más vistosas y espectaculares, por más cercanas a sus exigencias espirituales y materiales, sin renunciar totalmente al ritualismo mágico que le es congenial. Celebra en la iglesia todas las festividades, que recuerdan los divinos misterios de la Salvación, pero acude en masa a loa ritos nocturnos junto a los templetes y capillas votivas, al pie de los árboles sanctivi, junto a los manantiales y piedras o a la orilla de los ríos donde, desde tiempo inmemorial, se habían reunido siempre los antepasados. […]
También San Agustín intenta una explicación, admitiendo al fin que “sors” “non est aliquid mali, sed res in dubitatione humana, divinam indicans voluntatem”; es la incertidumbre humana la que se confía a la voluntad divina; por eso, con el sorteo que los Apóstoles hicieron entre Matías y José… […] si los cristianos recurriesen al sorteo con la misma devoción y predisposición de ánimo que los Apóstoles, no habría en ello nada malo. […] El mismo término griego klêros, que indica tanto la acción como el resultado del sorteo, servirá para distinguir a la parte de la sociedad de los fieles dedicada al servicio sacerdotal: el sacerdocio es la parte sorteada por Dios, parte elegida, recibida en herencia, como explicaba Isidoro de Sevilla. […]
No se reprobaba la práctica, aunque lamentable, del sorteo mediante los evangelios; lo que desagradaba era que se utilizasen las palabras de la Sagrada Escritura para orientarse en los asuntos y en las futilidades de la vida cotidiana.
Más tarde, en cambio, el papa León IV será más severo: equiparando el sorteo con la adivinación, lo considerará siempre una forma de sortilegio y en cualquier caso un maleficio. Escribiendo a los obispos de Britania, el papa declara que las sortes, siempre condenadas por los Padres, son “divinationes et maleficium”, y por tanto las condena totalmente y no quiere que se mencionen siquiera entre los cristianos “sub anathematis interdicto”. […]
El clero asumió la tarea de elaborar una pedagogía sexual basada no en las leyes y las exigencias de la naturaleza y de la psicología humana […] El magisterio eclesiástico, configurado a menudo por los ideales de una espiritualidad monástica, acabó por hacer de la castidad una virtud conyugal;… [..] propia de las vírgenes, de las viudas y de los que profesan el celibato, sino también una virtud conyugal para los que están legítimamente casados.
El prejuicio de que la unión de los cónyuges era siempre culpable llevaba a colocar el matrimonio incluso legítimo en una perspectiva pecaminosa. […] En consecuencia, no faltaron teólogos que se lanzaron a lucubrar sobre una reproducción asexuada y angélica de la especie humana […] si el hombre no hubiese pecado en el Edén, la humanidad se habría propagado a través de una descendencia paradisíaca. […]
Siempre fueron vistas con veneración las virgines y las viduae, que inicialmente tuvieron también un papel y una dignidad de orden (diaconissae): se les confiaban incluso las llaves de las iglesias […] se las alejó del altar donde el sacerdote celebraba los divinos misterios, y no se les permitía tocar con las manos los vasos sagrados… […] Tanta hostilidad se explica por el hecho de que estas diaconissae eran en general las llamadas conhospitae o subintroductae, mujeres solteras que convivían bajo el mismo techo con los sacerdotes y contra las cuales se habían manifestado siempre con dureza los obispos. […]
Las viduae compartían los honores de las virgines mientras no contraían segundas nupcias, siempre mal vistas y consideradas una species stupri o, cuando menos, un decoroso adulterio. La legislación eclesiástica relativa a las segundas nupcias agravó la condición de las viudas, que no podían volver a casarse sin la autorización del sacerdote. […]
En general fue más fácil cristianizar los mismos lugares sagrados del paganismo, incluso como signo visible y concreto de la victoria de la nueva religión sobre la idolatría. Donde se había logrado derribar aras y templos paganos, se utilizaban ampliamente sus piedras y su ornamentación artística como material de construcción para levantar iglesias a los santos mártires. La conversión de los templos paganos entraba en los planes de la evangelización… […] para convertirlos al culto del verdadero Dios.
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