October 12, 2013

EL PRINCIPIO DE LA HUMILDAD

La humildad es el fundamento de la perfección cristiana, en la común opinión de los santos Padres. "Para llegar a ser grande -escribe san Agustín- hay que empezar haciéndose pequeño" ¿Queréis levantar el edificio de las virtudes cristianas? Es muy alto: procurad pues poner una base muy honda gracias a la humildad, porque quien quiere construir un edificio ha de excavar los cimientos en proporción a su tamaño y a la altura a que quiere levantarlo.

Ya formados en la práctica de la humildad, de ese inagotable manantial de todas las virtudes brotarán las palabras de aliento, de estímulo, de celo, que confirmarán a los justos en la santidad y atraerán, a los que están en el vicio y la perdición, hasta el camino de las virtudes y la salud.

El mayor consuelo que nos podéis dar es que seáis humildes, mansos y obedientes.

Es una verdad de la que no cabe duda que no habrá misericordia para los soberbios, que las puertas de los cielos permanecerán cerradas para ellos; que el Señor sólo las abrirá a los humildes. Para convencerse, basta con abrir la Sagrada Escritura, que nos enseña continuamente cómo Dios resiste a los orgullosos, humilla a los que se ensalzan; y cómo hay que hacerse semejante a los niños para entrar en su gloria, que quien a ellos no se asemeje será excluido, y, finalmente, que Dios otorga su gracia únicamente a los humildes.

Nunca estaremos bastante convencidos de lo importante que es para los cristianos, esforzarse en practicar la humildad y el arrojar del alma toda presunción, toda vanidad, todo orgullo. No hay que ahorrar esfuerzo ni fatiga para salir airosos en una empresa tan santa; y, como es cosa que no se logra sin la ayuda de Dios, hay que pedirla con insistencia, sin jamás cansarse. El cristiano ha contraído en el bautismo la obligación de seguir los pasos de Jesucristo, que es el modelo con el que se debe conformar nuestra vida. Ahora bien, este divino Salvador ha vivido la humildad hasta el extremo de hacerse la vergüenza de la tierra, para abajar lo más elevado y curar la llaga de nuestro orgullo, enseñándonos con su ejemplo el único camino que lleva al cielo. Ésta es, para hablar con propiedad la lección más importante del Salvador: Aprended de mí.

Abre los ojos del alma y considera que no tienes nada de que gloriarte. Tuyo sólo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y de gracia que hay en ti, sólo a Dios -de quien los has recibido como principio de tu ser- pertenece la gloria.

Piensa con frecuencia en tu debilidad, en tu ceguera, en tu bajeza, en tu dureza de corazón, en tu sensualidad, en la insensibilidad ante Dios, en el apego a las criaturas y en tantas otras malas inclinaciones que nacen en tu naturaleza corrompida.

Imprime en tu alma el recuerdo de los pecados de la vida pasada; convéncete de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable que cualquier otro -en la tierra o en el infierno- es muy pequeño en comparación con él; este pecado fue el que hizo prevaricar a los ángeles en el cielo y los precipitó a los abismos; fue el que corrompió a todo el género humano y desencadenó sobre la tierra la infinita multitud de males que durarán tanto como dure el mundo, como dure la eternidad.

Considera, además que no hay delito -por enorme y detestable que sea- hacia el que no se incline tu malvada naturaleza y del que no puedas verte reo; y que sólo por la misericordia de Dios y por el auxilio de su gracia te has librado hasta el día de hoy de cometerlo (conforme a la sentencia de San Agustín, de que no hay pecado en el mundo que el hombre no pueda cometer, si la mano que le hizo dejara de sostenerlo).

Piensa a menudo que antes o después has de morir, y que tu cuerpo se pudrirá en el sepulcro; ten siempre ante los ojos el tribunal inexorable de Jesucristo, delante del cual todos necesariamente hemos de presentarnos; medita en los eternos dolores que esperan a los condenados y en especial a los que imitan a Satanás, que son los soberbios. Piensa seriamente que el velo impenetrable que esconde los juicios divinos al ojo mortal te impide conocer si serás, o no, del número de los réprobos que, en compañía de los demonios, serán arrojados por toda la eternidad a aquel lugar de tormentos siendo víctima por siempre del fuego que enciende el soplo de la ira divina. Esta incertidumbre te será útil para mantenerte en una profunda humildad y para inspirarte un saludable temor.

No pienses que adquirirás la humildad sin las prácticas que le son propias: los actos de mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de contrición por tus pecados, y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti el reino del amor propio, ese terreno despreciable de donde brotan todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y presunción.

Mantente en silencio y recogimiento mientras te sea posible; pero que esto no vaya en perjuicio del prójimo; y, si tienes que hablar, hazlo con contención, con modestia y con sencillez. Y si sucediera que no te escuchan -por manifestar desprecio o por otra causa-, no te disgustes; acepta esta humillación y súfrela con resignación y ánimo tranquilo.

Evita cuidadosamente las palabras altaneras, orgullosas o que parezcan una pretensión de cierta superioridad; evita también las frases estudiadas y las palabras irónicas; calla cuanto pueda darte fama de persona graciosa y que merece de estimación. En una palabra, no hables nunca de ti sin justo motivo y evita todo aquello que te pueda cosechar honras y alabanzas.

En las conversaciones no te rías de los demás ni los zahieras con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que huela a espíritu mundano; y no hables de cosas espirituales como un maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad lo pidan; conténtate con preguntar a persona docta que pueda aconsejarte, porque el querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego del alma, que se consume ya en humo de soberbia.

Reprime con toda energía la curiosidad vana e inútil; por eso, no te afanes demasiado por ver las cosas que en el mundo tienen por bellas, raras y extraordinarias; esfuérzate, en cambio, por saber cuál es tu deber y lo que puede aprovecharte para tu salvación.

Muestra siempre un gran respeto y reverencia hacia tus superiores, una gran estima y cortesía hacia tus iguales y una gran caridad hacia los que están por debajo; convéncete que el obrar de otro modo sólo puede ser efecto de un espíritu que está dominado por la soberbia.

La ira es un vicio aborrecible en toda clase de personas -más en las que se dicen religiosas- y debe su violencia al orgullo que la sustenta; esfuérzate, por consiguiente, en acumular un caudal de dulzura a fin de que, cuando te ultrajen, por honda que sea la herida de la injuria, seas capaz de conservar la calma. En esas ocasiones no alimentes ni conserves en tu corazón sentimientos de odio o de venganza para el que te ofendió; antes bien, discúlpale de corazón (nota de Jorge: pero no sigas viéndole porque seguirá ofendiéndote, la gente no cambia ni podemos cambiarla, esas gotas ajenas constantes que horadan la piedra y te producen la depresión, toma distancia para no verlas ni escucharles, relativiza lo que te dicen, tu mujer siempre regañándote, tus conocidos siempre juzgándote y condenándote...), convencido de que no hay mejor disposición que ésta para alcanzar de Dios el perdón de las injurias que tú le has hecho. Este humilde sufrimiento te cosechará muchos méritos para el cielo.

Sufre con paciencia los defectos y la fragilidad del prójimo, teniendo siempre ante los ojos tu propia miseria por la que tú has de ser también compadecido por los demás.

Muéstrate manso y humilde con todos, y especialmente con aquellos hacia los que sientes una cierta repugnancia y aversión; no digas como algunos: "Dios me libre de sentir odio hacia aquella persona, pero no quiero verla a mi lado ni tener trato con ella" (nota de Jorge: huye de la plebe y de los pijos, de las prostitutas, de los homosexuales y las lesbianas...de los moros y de los judíos, de todo el que te insinúe una diferencia que atente contra tu condición natural, huye de los enemigos, de los franceses, de los nacionalistas, de los comunistas, de las mujeres, de los que rivalicen contigo por ser varón español y cristiano, ¿soportarías con paciencia aun a caracteres más duros y ásperos?, huye, no les ataques, pero defiéndete si van a por ti o tu familia o tu Estado).

Si te sobreviene alguna contradicción, bendice al Señor, que dispone las cosas del mejor posible; piensa que las has merecido, que merecerías todavía más, y que no eres digno de ningún consuelo; podrás pedir con toda simplicidad al Señor que te libre de ella, si así le place; pídele que te dé fuerzas para sacar méritos de esa contrariedad. En esas cruces no busques los consuelos exteriores, especialmente si te das cuenta de que Dios te las manda para humillarte, para debilitar tu orgullo y presunción. En medio de ellas debes decir con el Rey Profeta: "¡Cuán bueno ha sido para mí, Señor, que me hayas humillado, porque así he aprendido tus mandatos!"

En la comida no debes sentir disgusto cuando los alimentos no son de tu agrado; haz como los pobres de Jesucristo, que comen de buen grado lo que les dan y dan las gracias a la Providencia (nota: pero en esa cárcel intentar buscar remedio, que no dure mucho esa situación).

(Nota de Jorge: porque no te va a querer una mujer, un hijo, tu discípulo o tu público, ¿Pedro, me amas?, en justo merecimiento). Nunca desees ser amado de una manera singular. Puesto que el amor depende de la voluntad cuya voluntad está inclinada al bien por naturaleza, ser amado y ser amado como bueno, es la misma cosa; por tanto, el afán de ser estimado por encima de los demás no es conciliable con una sincera humildad. ¡Qué gran fruto obtendrás si obras así! Tu alma, sin mendigar el amor de las criaturas, se refugiará en las sagradas llagas del Salvador; allí, en el Corazón adorable de Jesús, experimentarás las indecibles dulzuras divinas, y -habiendo renunciado generosamente por Él al amor de los hombres- podrás gustar en abundancia la miel de los consuelos divinos, que te serían negados si hubieses sido presa de la falsa y engañosa dulzura de los consuelos terrenos; porque los consuelos divinos son tan puros y sinceros que no pueden ser mezclados con los consuelos de aquí abajo, y somos inundados por aquellos en la medida en que nos despojamos de éstos. De otra parte, tu alma podrá volverse libremente hacia Dios y reposar en Él con el pensamiento de su presencia y de sus perfecciones infinitas. Por último, no habiendo cosa más dulce que amar y ser amado, si te privas de este placer por amor de Dios, y Dios se posesiona de tu corazón (nota de Jorge: ¿destinado para amar?), no dividido por el amor de otra criatura, ofrecerás un sacrificio muy acepto a Dios (nota de Jorge: misericordia quiero no sacrificios), y no temas que obrando así se vaya a enfriar tu amor al prójimo, porque no le amarás por interés -por seguir tu inclinación- sino tan sólo por dar gusto a Dios, haciendo lo que sabes que le agrada (nota de Jorge: que puede ser amar al prójimo de verdad, ¿con un sacrificio de la propia vida?, los maridos casados y aguantándolas en provincias).

Haz todo, por pequeño que sea, con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia; porque el hacer las cosas con ligereza y precipitación es señal de presunción; el verdadero humilde está siempre en guardia para no fallar ni en las cosas más menudas. Por la misma razón, practica siempre los ejercicios de piedad más corrientes y huye de las cosas extraordinarias que te sugiere tu naturaleza; porque así como el orgulloso quiere siempre singularizarse, el humilde se complace en las cosas ordinarias y corrientes.

(Nota de Jorge: DEL CONTROL Y AHORRO DE LA CASTIDAD,
DEL CONTROL DE LAS TENTACIONES DEL SEXO Y DE LAS MUJERES...).
Evita las conversaciones inútiles con personas del otro sexo y, en las necesarias, mantente en la más escrupulosa modestia y sujección; finalmente, puesto que sin la gracia de Dios no puedes hacer nada bueno, pídele continuamente que tenga misericordia de ti y que no te deje solo ni un instante.

¿Has recibido de Dios grandes talentos?¿Eres, por ventura, un grande del mundo? Esfuérzate en conocerte tal como eres y procura persuadirte de tu debilidad, de tu incapacidad y de tu nada; debes hacerte más pequeño que un niño; no busques las alabanzas de los hombres, ni ambiciones honores; por el contrario, rechaza las unas y los otros.

Si te hacen una injuria o te ocasionan algún disgusto grave, en vez de indignarte con quien te ha ofendido, alza los ojos al cielo y mira al Señor, quien -con su infinita y amable providencia- lo ha permitido para que expíes por tus pecados o para destruir en ti el espíritu de soberbia, obligándote a hacer actos de paciencia y de humildad.

Cuando se te presente la ocasión de prestar al prójimo algún servicio bajo y abyecto, hazlo con alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás grandes tesoros de virtud y de gracia.

Rehusar los malos tragos es rebelarse contra la saludable justicia de nuestro Dios, es rechazar el cáliz que misericordiosamente nos brinda, y en el que el mismo Jesucristo, aunque inocente, quiso beber el primero (nota de Jorge: no es hacerse el hagakiri).

Si cometes alguna falta que sea motivo para que te desprecie quien la presenció, siente un vivo dolor por haber ofendido a Dios y por haber dado un mal ejemplo al prójimo, y acepta la deshonra como un medio que Dios te envía para que expíes tu pecado y para hacerte más humilde y virtuoso. Si, al contrario, el verte deshonrado te duele y te entristece, es que no eres humilde de verdad, que estás todavía envenenado por la soberbia. Pídele en este caso al Señor, con mucha insistencia, que te cure y te libre de ese veneno, porque si Dios no se apiada de ti caerás en otros abismos.

Si entre los que te rodean hay alguno que te parece despreciable, obrarás sabia y prudentemente si, en vez de publicar y censurar sus defectos, te fijas en las buenas cualidades -naturales y sobrenaturales- de que Dios le ha dotado, y que le hacen digno de respeto y honor. Al menos, ve siempre en él a una criatura de Dios, formada a su imagen y semejanza, rescatada con la Sangre preciosa de Jesucristo, un cristiano marcado con la luz del rostro de Dios, un alma capaz de verle y poseerle por toda la eternidad, y quizá un predestinado por el consejo secreto de su adorable providencia. ¿Sabes tú, acaso, las gracias que el Señor ha derramado sobre él, o las que va a derramar? Pero, sin entrar en más averiguaciones, lo mejor será rechazar de inmediato todos esos pensamientos de desprecio que son inspiraciones venenosas del tentador.

En la misma proporción en que te causen disgusto las alabanzas que te dispensen, debes experimentar alegría por los elogios y honores hechos a los demás y, por tu parte, debes contribuir a honrarles en la medida en que la franqueza y la verdad te lo permitan. Los envidiosos no soportan las glorias del prójimo porque estiman que van en disminución de las propias; precisamente por esto deslizan hábilmente en las conversaciones ciertas palabras ambiguas o frases con doble sentido dirigidas a menguar o a hacer dudosos los méritos que, con resentimiento por su parte, adornan a los demás. Tú no obres así porque, alabando a tu prójimo, alabas simultáneamente al Señor y le agradeces los dones que distribuye y los beneficios que se pueden obtener para Su Servicio.

Cuando difamen al prójimo siente un verdadero dolor, y busca una excusa para el maldiciente; pero tienes que salir en defensa de la persona que es blanco de la murmuración y, con tal destreza, que tu defensa no se convierta en una segunda acusación; así, insinuarás sus cualidades, o pondrás de relieve la estima que merece a otros y a ti mismo, o bien cambiarás hábilmente de conversación o pondrás de manifiesto tu desagrado. Obrando de esta manera, te harás un gran bien a ti mismo, al maldiciente, a los oyentes y a aquel de quien se estaba hablando. Pero si tú -sin hacerte la más mínima violencia- te complaces en ver a tu prójimo humillado y te disgustas cuando lo ensalzan, ¡cuánto te falta aún para alcanzar el incomparable tesoro de la humildad!

No habiendo nada más provechoso para avanzar espiritualmente que ser advertido de los propios defectos, es muy necesario y conveniente que los que te hayan hecho alguna corrección se sientan estimulados por ti a obrar lo mismo en otra ocasión. Después de haberlas recibido con muestras de alegría y agradecimiento, imponte como un deber seguirlas, no sólo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerles ver que su preocupación no ha sido infructuosa y que valoras sus esfuerzos. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; el verdadero humilde tiene a honra someterse a todos por amor de Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, sea cual sea el instrumento de que Él haya querido servirse.

Un enfermo que ansía vivamente la curación procura evitar todo lo que pueda retrasarla; toma con miedo aun los alimentos más inofensivos y, casi a cada bocado, se detiene pensando si le sentarán bien; también tú, si deseas con todo el corazón curarte de la funesta enfermedad de la soberbia, si verdaderamente anhelas adquirir la virtud de la humildad, has de estar siempre en guardia para no decir o hacer lo que pueda impedírtelo; por esto, es bueno que pienses siempre si lo que vas a hacer te lleva o no a la humildad, a fin de hacerlo inmediatamente o a rechazarlo con todas tus fuerzas.

Otro motivo poderoso que ha de empujarte a practicar la hermosa virtud de la humildad es el ejemplo de nuestro divino Salvador, al cual debes conformar toda tu vida. Él ha dicho en el santo Evangelio: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón". Y como advierte San Bernardo, "¿qué orgullo hay tan obstinado que no pueda ser abatido por la humildad de este divino Maestro?" Se puede decir con toda verdad que sólo Él se ha humillado realmente y se ha abajado; nosotros no nos abajamos, nos limitamos a ocupar el lugar que nos corresponde, porque siendo ruines criaturas, culpables de mil delitos, sólo tenemos derecho a la nada y al castigo; pero nuestro Salvador Jesucristo se ha puesto por debajo del lugar que le corresponde. Él es el Dios omnipotente, el Ser infinito e inmortal, el Árbitro supremo de todo; sin embargo, se ha hecho hombre, débil y pasible, mortal y obediente hasta la muerte. Se ha rebajado hasta lo ínfimo de las cosas. Aquel que es en el cielo la gloria y bienaventuranza de los ángeles y de los santos ha querido hacerse varón de dolores y ha tomado sobre sí las miserias de la humanidad; la Sabiduría increada y el principio de toda sabiduría ha cargado con la vergüenza y los oprobios del insensato; el Santo de los Santos y la Santidad por esencia ha querido pasar por un criminal y un malhechor; Aquel a quien adoran en el cielo los innumerables ejércitos de los bienaventurados ha querido morir sobre una Cruz; el Sumo Bien por naturaleza ha sufrido toda clase de miserias temporales. Después de tal ejemplo de humildad, ¿qué debemos hacer nosotros, polvo y cenizas?¡Podrá parecernos dura alguna humillación a nosotros, pecadores miserables!

Considera también los ejemplos que nos han dejado los santos de la antigua y de la nueva Alianza. Isaías, profeta virtuoso y observante, se creía impuro delante de Dios, y confesaba que toda su justicia -es decir, sus buenas obras- eran como un paño sucio. Daniel, a quien el mismo Dios llamó santo, capaz de detener con su oración la cólera divina, hablaba a Dios como un pecador lleno de vergüenza y confusión. Santo Domingo -milagro de inocencia y santidad- había llegado a tal grado de desprecio hacia sí mismo, que creía atraer la maldición del cielo sobre las ciudades por las que pasaba; por ello, antes de entrar en cualquiera de ellas, se postraba rostro en tierra y decía entre sollozos: "Yo os conjuro, Señor, por vuestra amabilísima misericordia, que no miréis mis pecados; para que esta ciudad que me va a servir de refugio no sufra los efectos de vuestra justísima venganza". San Francisco -que por la pureza de su vida mereció ser imagen de Jesús Crucificado- se tenía por el más perverso pecador de la tierra, y este pensamiento estaba tan grabado en su corazón que nadie se lo había podido arrancar, y lo razonaba diciendo que si Dios le hubiese concedido aquellas gracias al último de los hombres habría hecho de ellas mejor uso que él y no le habría pagado con tanta ingratitud. Otros Santos se consideraban indignos del alimento que comían, del aire que respiraban y de los vestidos con que se cubrían; otros tenían por un gran milagro el que la misericordia divina los soportases sobre la tierra y no los precipitara en el infierno; otros se admiraban de que los hombres los tolerasen y que las criaturas no los exterminaran y aniquilaran. Todos los santos han abominado las dignidades, las alabanzas y los honores y, por el gran desprecio que sentían hacia sí mismos, no deseaban sino las humillaciones y los oprobios. ¿Tal vez eres tú más santo que ellos?¿Por qué, siguiendo su ejemplo, no te tienes por algo despreciable a tus ojos?¿Por qué no buscas, como ellos, las delicias de la santa humildad?

Para avanzar más en esta virtud y endulzar y familiarizarte con las humillaciones, TE SERÍA MUY PROVECHOSO REPRESENTARTE EN LA IMAGINACIÓN CON FRECUENCIA LAS OFENSAS QUE PUDIERAS SUFRIR EN EL FUTURO, esforzándote en aceptarlas aun a costa de la naturaleza obstinada, como garantía del amor que Dios te tiene y como medio seguro de santificación. Para ello tendrás, tal vez, que sostener muchos combates; pero sé valiente y esforzado en la lucha hasta que te sientas firme y decidido a sufrirlo todo con alegría por amor de Jesucristo.

¿Puede quejarse un pecador ruin y miserable como yo de esta tribulación?¿Acaso no he merecido castigos infinitamente más duros?¿No sabes, alma mía, que las humillaciones y los sufrimientos son el pan con que te ha socorrido el Señor a fin de que te levantes -ya de una vez- de tu miseria y tu indigencia? Si lo rehúsas, te haces indigna de él y estás rechazando un rico tesoro, que tal vez te será quitado para dárselo a quienes hagan mejor uso de él. El Señor quiere hacerte del número de sus amigos y discípulos del Calvario, y tú, por cobardía, ¿vas a huir del combate?¿Cómo quieres recibir la corona sin haber peleado?¿Cómo pretendes el premio sin haber sostenido el peso del día y del calor? Éstas y otras consideraciones parecidas encenderán tu fervor y fomentarán en ti el deseo de llevar una vida de sufrimiento y de humillación semejante a la de nuestro Salvador Jesucristo.

Sea María tu sostén, sea María tu consuelo; pero la principal gracia que debes pedirle es la santa humildad; no te canses de pedírsela hasta que te la conceda, y no tengas miedo de importunarla. ¡Cómo le gusta a María que la importunes por la salud de tu alma y para ser más grato a su divino Hijo! Pídele, finalmente, que te sea propicia. Se lo pedirás por su humildad, que fue la causa de ser elevada a la dignidad de Madre de Dios, y por esta Maternidad, que fue el fruto inefable de su humildad.

Acude, también, a los santos que más han destacado en esta virtud. A San Miguel, que hizo el primer acto de humildad (como Lucifer fue el primer soberbio); a san Juan Bautista que, aunque llegó a tanta santidad que le creyeron el Mesías, tenía tal concepto de sí mismo que se juzgaba indigno de desatar la correa de los zapatos del Señor; a San Pablo, el Apóstol privilegiado, que fue arrebatado al tercer cielo, y que, después de haber escuchado los arcanos de la divinidad, se tenía por el último de los apóstoles, hasta el punto de no merecer ni siquiera ese nombre; a San Gregorio Papa, que, por escapar del Sumo Pontificado de la Iglesia, se esforzó más que los ambiciosos se esfuerzan en conseguir los mayores honores; a San Agustín, que, en la cima de la gloria que recibía de todos como santo Obispo y Doctor de la Iglesia católica, dejó en su admirable libro de las Confesiones y en el de Retractaciones un monumento imperecedero de su humildad; a San Alejo, que, en la casa paterna, prefirió los desprecios y los ultrajes de sus servidores, a los honores y dignidades que fácilmente hubiera podido cosechar; a San Luis Gonzaga, que, siendo señor de un rico marquesado, renunció a él con alegría y cambió las grandezas del siglo por una vida humilde y mortificada; en fin, podrás recurrir a tantos y tantos santos que resplandecen por su humildad con luz muy viva en las festividades de la Iglesia. Todos estos humildes siervos de Dios intercederán en el cielo por ti, para que te cuentes en el número de los imitadores de su virtud.

Si por pereza dejas los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento y te harás la vida imposible y, quizá, también a los demás y -lo que más importa- correrás el gran peligro de perderte eternamente; al menos se te cerrará la puerta de la perfección, ya que fuera de la humildad no hay otra puerta por la que se pueda entrar. Ármate, pues, de un santo atrevimiento para que nadie te pueda abatir; levanta la mirada y dirígela arriba, hacia Jesús Crucificado, que -cargado con su Cruz- te enseña el camino de la humildad y de la paciencia, que han recorrido ya muchos santos que reinan en el cielo con Él; mira cómo te anima a seguir su camino y el de los verdaderos imitadores de su virtud. Mira a los santos ángeles que ansían tu salvación, mira cómo te animan a que tomes la estrecha senda, la única segura, la única que conduce a la gloria y que nos hace ocupar los lugares del paraíso que dejó vacíos la soberbia de los ángeles rebeldes. ¿No oyes cómo los bienaventurados proclaman por todo el paraíso que la única vía que les ha permitido gozar de esa gloria inmensa es la de las humillaciones y sufrimientos? Contempla cómo gozan y se alegran contigo por esos primeros deseos que tienes de imitarlos; mira cómo te animan a no perder el ánimo.

Considera, por último, que nuestro divino Maestro aconsejaba a sus discípulos que "se tuviesen por siervos inútiles aun después de haber hecho todo lo que les había sido mandado". De igual forma, tú -cuando hayas observado estos consejos con la máxima exactitud-, debes tenerte por siervo inútil; convéncete de que no lo debes ni a tus fuerzas y ni a tus méritos, sino a la bondad e infinita misericordia de Dios; dale gracias por tan gran beneficio de todo corazón. Pídele cada día que te conserve este tesoro hasta el momento en que tu alma -desligada de los lazos que la tenían atada a las criaturas- vuele libremente hacia el seno de su Creador para gozar allí, eternamente, de la gloria que está reservada a los humildes.


La práctica de la humildad
papa León XIII

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