October 18, 2013

EL PRINCIPIO DE LA HUMILDAD II

El espíritu de mansedumbre es propio de Dios: "Mi recuerdo es más dulce que la miel" (Si 24,37).

San Francisco de Sales, maestro y ejemplo de mansedumbre, decía: "La humilde mansedumbre es la virtud de las virtudes, que Dios tanto nos recomienda, y por esto es menester practicarla siempre y en todo lugar".

Esta mansedumbre ha de practicarse con los pobres de especial manera, porque, de ordinario, por ser pobres, son tratados ásperamente por los demás. Debe, asimismo, practicarse con los enfermos, los cuales, aquejados como se ven por sus dolencias, están mal asistidos. Y más particularmente ha de practicarse la mansedumbre con los enemigos. "Vence el mal a fuerza de bien" (Rom 12,21). Es necesario vencer el odio con el amor, las persecuciones con la mansedumbre, como hicieron los santos, granjeándose de esta suerte el afecto de sus más obstinados perseguidores.

Dice san Francisco de Sales: "Nada edifica tanto al prójimo como el trato afable y amoroso".

"No sabéis a qué espíritu pertenecéis" (Lc 9,55). Así dijo Jesucristo a sus discípulos Santiago y Juan cuando le pidieron castigara a los samaritanos por haberlos expulsado de su país. ¿Cómo?, dijo Jesús: ¿Qué espíritu es ese? No es, por cierto, el mío, todo dulzura y benignidad, pues no vine a perder, sino a salvar. ¿Y vosotros intentáis que pierda a los samaritanos? Callad y no me dirijáis tal súplica, porque repito que ese no es mi espíritu. Y, a la verdad, ¡con cuánta dulzura trató Jesucristo a la adúltera!: "Mujer ¿nadie te ha condenado? Pues yo tampoco te condeno: Vete y no quieras pecar más" (Jn 8,10-11). La amonestó a que no pecara más y la despidió en paz. ¡Con qué benignidad, a la vez, buscó la salvación de la samaritana! Primero le pidió de beber y luego le dijo: "¡Si supieras tú quién es el que te pide de beber!" Después le reveló que era el Mesías esperado. Con cuánta dulzura trató de convertir al impío Judas, lavándole los pies, admitiéndolo a comer de su mismo plato, y diciéndole en nel mismo momento del prendimiento: "Amigo ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?" (Lc 22,48). Y para convertir a Pedro, después de la triple negación, ¿qué hace?: "Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó el gallo y el Señor se volvió y miró a Pedro" (Lc 22,61). Al salir de casa del pontífice, sin echarle en cara su pecado, le dirigió una tierna mirada, que obró su conversión, de tal modo que Pedro, mientras vivió no dejó de llorar la injuria hecha a su maestro.

Y hasta cuando caemos en alguna falta, también entonces nos es necesaria la mansedumbre: irritarse contra sí después de una falta no es humildad, sino refinada soberbia, como si no fuéramos por naturaleza más que flaqueza y miseria. Decía santa Teresa: "Esta es una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y provocar si podía traer el alma a la desesperación. Irritarnos con nosotros mismos después de la falta, es una falta mayor que la anterior y causa de muchas otras, nos hará dejar las devociones, la oración, la comunión, y si no, será con muchas imperfecciones". Y san Luis Gonzaga: en el agua turbia no se ve, por lo que aprovecha el demonio para sus pescas. Cuando el alma estuviere turbada, no reconocerá a Dios ni lo que procede hacer. Entonces, por tanto, después de la caída en cualquier defecto, es cuando hay que volver a Dios confiada y humildemente, pidiéndole perdón y diciéndole con santa Catalina de Génova: "Estas, Señor, son las flores de mi vergel". Te amo con todo mi corazón, me arrepiento de haberte disgustado y ya no quiero volver a hacerlo; préstame tu ayuda.

"Entonces le escupían a la cara y le daban bofetadas en el rostro y otros le golpeaban" (Mt 26,67). Al considerar esto, ¿Cómo podrá dejar de amar los desprecios? Con este fin quiso nuestro Redentor que fuese expuesta en nuestros altares su imagen, no ya en forma gloriosa, sino crucificada, para que tuviésemos siempre ante los ojos sus desprecios, ante los cuales los santos se gloriaban viéndose despreciados en esta tierra. Esta fue la petición que san Juan de la Cruz dirigió a Jesucristo cuando se le apareció con la cruz a cuestas: "Señor, padecer y ser despreciado por ti". Viéndote a ti, Señor, despreciado, por amor mío, no te pido más que padecer y ser despreciado por tu amor.

"Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos, pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros". (Mt 5,11-12)

Quien quiere amar a Jesucristo con todo su corazón, debe vaciarlo de cuanto no siendo Dios, nazca del amor propio. Esto significa no buscar lo suyo, olvidarse de sí para no buscar más que a Dios. Es lo que pide el Señor de cada uno de nosotros cuando nos dice: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón" (Mt 22,37).

¡Cuánto estima Jesucristo a los corazones mansos que, al recibir afrentas, burlas, calumnias, persecuciones y hasta golpes y heridas, no se irritan contra quienes los injurian o golpean! "Siempre le es agradable a Dios la oración de los mansos de corazón" (Jdt 9,16). Las oraciones de los humildes siempre son agradables a Dios, lo que equivale a decir que son siempre escuchados. A ellos de modo especial les está prometido el paraíso: "Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra" (Mt 5,4). Decía el P. Álvarez que el cielo es la patria de los despreciados, de los perseguidos y abatidos; sí, porque a estos, y no ya a los soberbios, que disfrutan de las honras y estimaciones mundanas, les está reservada la posesión del reino eterno. Escribió David que los mansos no solo alcanzarán la eterna bienaventuranza, sino que también en esta vida disfrutarán de extraordinaria paz (Sal 37,11).

La perfección consiste:
Primero, en un verdadero desprecio de sí mismo.
Segundo, en la total mortificación de los malos apetitos.
Tercero, en la perfecta conformidad con la voluntad de Dios.

Escribe san Francisco de Sales: "Muchos dicen al Señor: Me consagro a ti sin reserva, y pocos son los que se abrazan con la práctica de este entregamiento, que no es otra cosa que la perfecta indiferencia en aceptar todo lo que nos acontece, como nos vaya aconteciendo, según el orden de la divina Providencia, ya sean aflicciones o ya consuelos, desprecios y baldones, como honores y gloria".


Práctica de amar a Jesucristo
San Alfonso María de Ligorio



Todos tratamos -casi inconscientemente- de aparentar a cualquier precio una fachada agradable, de ser considerados por los demás, de dar una buena impresión, de mostrarnos como no somos, lo cual no es, ni más ni menos, que frivolidad, superficialidad, falta de peso específico, vanidad. Es decir, olvido de la cimentación -del crecer hacia dentro- que es en lo que estriba la autenticidad cristiana.

Un hombre será tanto más humilde cuanto más luche por serlo, aunque necesariamente tenga fallos. Y estos fallos -y su aceptación-, en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, son los que, en definitiva, dan la medida de nuestra humildad. El fallo o el fracaso aceptado es paradójicamente crecimiento de la virtud correspondiente.

La humildad exige un punto exacto, una postura ecuánime, una actitud verdadera, un mantenerse, en fin, en el fiel de la balanza sin dar lugar al balanceo.

Es Santa Teresa quien habla: "Una vez estaba yo considerando por qué razón era Nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante -a mi parecer, sin considerarlo, sino de presto- esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quién más lo entienda agrada más a la suma Verdad porque anda en ella".

La humildad, pues, es la verdad. Es reconocer lo bueno que tenemos -que algo tenemos bueno- y no jactarnos de ello como si lo tuviéramos en propiedad inalienable e imprescriptible. Es percatarse de ello y dar gracias a Dios, pero sin afanes exhibicionistas.

En la parábola de las minas (Lc 19,11-26) el Señor entrega a sus siervos unas monedas -a cada uno según su capacidad-, y les impone la obligación de negociarlas en su ausencia -negociad mientras vuelvo-. Evidentemente, los criados fueron conscientes de lo que había recibido cada uno, incluso de que no todos recibieron la misma cantidad, porque de no haber sido así, ¿cómo hubieran podido negociar? Al final el Señor les hará rendir cuentas de lo que recibieron y no exigirá a todos lo mismo, sino a cada uno en función de la cantidad percibida.

Es evidente que somos criaturas de Dios, hombres hechos a su imagen y semejanza, pero hombres al fin; adornados con dones y gracias especiales, que nos hacen aparecer ante el mundo como lo que no somos realmente; pobres hombres desiguales que han de rendir cuentas proporcionadas, en su momento y hora. Yo puedo y debo reconocer lo que he recibido gratuita y generosamente, lo que no puedo es vanagloriarme de ello, porque sería tanto como empezar a errar. Es verdad que he recibido tanto o cuanto en inteligencia, voluntad, honores, prestancia, riqueza... pero no es verdad que esto sea mío o se me deba a mí. Y, en último extremo, el recibir mucho -o el recibir más- quiere decir que, en contrapartida, se me exigirá mucho o más que a quien recibió poco o menos. Es decir, grava la conciencia más que la alivia.

Este reconocer, lo más aproximadamente posible, lo que he recibido, sin pretender apropiármelo ni en más, ni en menos, es lo que llamamos humildad. Es, pues, admitir que Dios levanta y adorna a su criatura porque quiere, sin pretender buscar a esto una explicación natural o lógica. "Eres polvo sucio y caído. -Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo".

Dice San Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te jactas?" Vanagloria -incluso con desprecio del prójimo- de haber nacido rico, o rubio, o alto, o fuerte, o inteligente, o voluntarioso... o todo junto, es tan lamentable a los ojos de Dios -y de los hombres- que resulta temerario.

La humildad es la verdad. Es un reconocimiento de lo que se tiene, para custodiarlo y agradecerlo, sin presunciones ingenuas ni jactancias pueriles.

Santiago Apóstol, primer obispo de Jerusalén. Dice así en su epístola: "Dios se opone al orgulloso y otorga su gracia al humilde" (4,6). Y este abandono en que Dios deja al soberbio, es la natural consecuencia del comportamiento de un hombre que a fuerza de convencerse de sus cualidades y valía, desemboca en la autosuficiencia. No necesita de nada, ni de nadie. Este es el triste tributo que suele pagar quien no esté dispuesto a claudicar ante sus limitaciones o a escuchar la voz amiga que le reprende con el fin de que rectifique en sus posiciones.

Este hombre podrá llegar a estar plenamente poseído de sí mismo, pero nunca será feliz, porque quien se encierra en su propio caparazón, quien se limita a su propia órbita, a su tela de araña, se incapacita para el amor. La felicidad está en el amor, y el amor es el darse para recibir también algo del ser amado, aunque sin buscarlo directamente.

El soberbio no espera recibir nada y se da en la medida en que este darse le sea útil, le satisfaga, le compense y, por supuesto, no le suponga especial esfuerzo. Por eso el soberbio es profundamente egoísta y entiende poco de amor, aunque quizá entienda mucho de "amores".

Como consecuencia de cuanto venimos diciendo, el soberbio se hace susceptible, con una susceptibilidad enfermiza. Siempre está esperando la última alabanza que le dé conciencia de su valía y, lo que es más importante, que dé conciencia a los demás de su propia valía. Siente un profundo dolor ante el fracaso, o ante su pésima o menos afortunada actuación, por el qué dirán; no admite opinión contraria a la suya, estimando que lo que él piensa es lo bueno y lo que los demás opinan no lo debe ser tanto; siente especial debilidad por llevar a la práctica en cada momento la última idea luminosa surgida de su cerebro y le molestan los cambios de impresiones -el diálogo- con otras personas consideradas competentes en el tema de que se trate.

Un hombre así, caerá fácilmente en el comportamiento febril e histérico, que le impedirá tener paz en el alma. Un hombre así -en el cénit de la soberbia- es muy posible que no tenga más solución que rectificar, humillándose, si quiere ser un poco feliz en esta vida y, por supuesto, en la otra.

La Historia, en cuanto que es maestra de la vida, es bien expresiva al respecto. Será suficiente un somero repaso de los acontecimientos y de las personas, para darnos cuenta cabal de hasta qué punto los grandes errores -los grandes pecados- de la humanidad, desde Adán y Eva -"seréis como Dios"- hasta nuestros días, han tenido su raíz en el tremendo vicio capital de la soberbia.

La soberbia es, pues, egoísmo, egocentrismo, amor propio por encima de otro amor. Y, al ser esto, va contra el primero y principal de los Mandamientos. De ahí la gravedad de la soberbia. El soberbio se pone en el lugar que tan sólo a Dios corresponde.

Y, sin embargo, como dice Frankl, "El hombre no ha de pedir algo a la vida, sino preguntarse qué da él a la vida, porque sólo cuando un hombre reconoce su propia tarea -más allá de su sola autorrealización o de la satisfacción de sus instintos- por medio de un servicio o de un amor a algo o a alguien, encuentra un ideal por el que vale la pena vivir.

No hay que confundir la humildad con la dejación de derechos, que muchas veces son deberes; o con la falta de fortaleza para exigir, con la falta de aplomo; o con la pusilanimidad o la cobardía, en una palabra.

La humildad debe llevar a comprender, a disculpar, a perdonar siempre, por la sencilla razón de que un fallo en el prójimo hoy puede ser un fallo mío mañana; porque nadie es tan perfecto -y el que manda no tiene necesariamente que serlo más que el que obedece- que pueda no equivocarse o tropezar alguna vez.

Allí donde hay un soberbio todo está influido por él: familia, empresa, amistades... Lo cual es lógico, porque al soberbio hay que darle un tratamiento especial, dirigirse a él de una manera distinta -con especial tacto y habilidad- para evitar que la más mínima cosa pueda herir su aguda susceptibilidad. Y, como es lógico, esto resulta extremadamente difícil, porque no hay tema en el que el soberbio no se vea en la necesidad de intervenir, aportando su granito de arena, su hojita de perejil y sobre todo su pimienta picante y amarga: unas veces, porque el tema lo domina; otras, porque lo conoce bastante y sabe cosas de buena tinta; otras, porque si alguien está opinando en forma distinta a la suya, no cejará hasta colocar en no muy buen lugar, con su fina ironía, al interlocutor disconforme; y casi siempre poniendo punto final a una conversación que empezó con natural espontaneidad, pero que ha ido derivando por su influjo -no pocas veces inconsciente- hasta hacerse insostenible.

Uno de ellos es la vanidad, con sus múltiples manifestaciones. En cuanto que la vanidad es un deseo desordenado de ser considerado -o de ser tenido- en más de lo que en realidad se es, no cabe duda de que es una hija pequeña de la soberbia. Es darse importancia con o sin fundamento, es presumir, es buscar alabanzas, atenciones, miramientos rodeados de especial consideración, es afán de sobresalir a costa de lo que sea.

Puede decirse que el personalismo es realmente una denominación más de la soberbia. Es la sociedad engañosa que adopta ropajes de suficiencia.

Los psicólogos han observado cómo el comportamiento del soberbio adulto coincide con el del niño autoritario y despótico como un pequeño dictador tiránico.

Sinceridad y Fortaleza
José Antonio Galera


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