Así pasé nuestro primer día en la ciudad, y por la noche regresé a nuestro alojamiento, donde, por cierto, en la calle había tantos desechos arrojados desde las casas, que casi nos envenenamos. Y es que constituye una costumbre arraigada que a las once de la noche todos echen esas porquerías a la calle, y hacia las diez de la mañana siguiente ya se han secado de tal modo que es como si no hubieran existido nunca. Mostré deseos de saber por qué soportan una costumbre tan horrible; dicen que lo prescriben sus doctores, pues mantienen que el aire es tan penetrante y sutil que esa manera de corromperlo con vapores perniciosos lo mantiene en su composición debida. No obstante esos desagradables olores, jamás ha habido una plaga en la ciudad.
Sir Richard Wynn, D´Ewes 1623
Este pueblo alía una devoción supersticiosa a una notable corrupción, y entre nosotros tenemos la falsa opinión de que los españoles son celosos: este frenesí quizá pervive en algunas ciudades de provincias, pero no hay mujeres en el mundo que gocen da tanta libertad como las de esta capital.
Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, Cartas al duque de la Vallière 1764
Las dos grandes molestias que padecimos en Madrid fueron el calor (con mucho el mayor que he experimentado en mi vida) y la dureza del pavimento, una particularidad tan pronunciada que todos, en general, se quejaban de llagas en los pies. Lo que más impresiona al extranjero en la ciudad de Madrid es la elegancia de las mujeres, la belleza de su atuendo y la gracia inimitable de su modo de andar.
Oficial médico británico Charles Bouffleur, 1812
Pero una vez terminada la siesta, retorna la vida y el bullicio; se descorren las cortinas, los balcones se llenan de damas, los durmientes se sacuden su modorra y los aguadores se entregan de nuevo a su vocación asordándonos con sus gritos de agua fresca. Esos vendedores de agua son una raza curiosa, y resultan tan necesarios para el campesino español como lo es el vendedor de cerveza para el labrador inglés. Con una cesta y un vaso en la mano derecha y una jarra de agua sobre el hombro izquierdo, van lanzando incesantes gritos que excitan el apetito por el agua fría, y durante el verano desarrollan un comercio lucrativo. Pero el español está tan acostumbrado a consumir agua helada, que he observado que su demanda apenas decaía cuando la temperatura del aire matinal era tan baja que incluso un inglés se hubiera negado a consumir un brebaje tan poco reconfortante.
Varias veces caminé a propósito por los barrios más humildes de la ciudad, pero nunca advertí esas estampas de pobreza e infortunio que con tanta frecuencia se ven en París, Londres, Dublín, Manchester y otras grandes ciudades de Francia e Inglaterra. Cuando el rey llegó a Madrid procedente de La Granja, al menos había diez mil personas presenciando su entrée, y cuando la reina dio a luz, el número de personas que esperaban en el patio del palacio era el triple. Sin embargo no vi un solo individuo harapiento y apenas un solo mendigo.
Madrid no tiene industria, de modo que la mano de obra no acude a la capital, donde después estaría sometida a las vicisitudes del comercio; tampoco existe el menor espíritu de empresa, actividad cuyos caprichos exigen un continuo aporte de abundante mano de obra. No sé si estas razones bastarán para explicar el hecho que pretendo justificar...; seguramente el lector podrá añadirles otras, pero lo cierto es que en ninguna ciudad de Europa de la categoría de Madrid hay tan poco infortunio expuesto a la vista.
En cambio, en las calles de Madrid se respira una ausencia de actividad comercial como no he visto en ninguna otra ciudad; la población parece salir tan solo a divertirse. Dos cosas sobre todo contribuyen a dar ese aire de tranquilidad y de placer a las idas y venidas de los habitantes de Madrid: la gran cantidad de mujeres que conforman la multitud callejera y la extremada lentitud con que se mueven. Las mujeres de Madrid no tienen nada que las retenga en casa; las damas, a diferencia de las de Londres, no ejecutan labores domésticas, y la mayoría de las burguesas no se ocupan de sus tiendas, como lo hacen las de París, de modo que la calle es su único recurso contra el ennui. Y en la extremada lentitud de aquel deambular hay algo del todo opuesto a los negocios y a los deberes: un andar rápido va siempre unido a algún fin necesario. Pero aquí, en cuanto uno llega a un espacio abierto, especialmente la Puerta del Sol, una plaza pequeña situada en el centro de la ciudad, divisa a cientos de caballeros parados sin más ocupación que hacer caer la ceniza de sus cigarros. También el gran número de militares que pasean cogidos del brazo, y sobre todo los incontables curas y frailes, que solemos relacionar con la imagen del ocio y la placidez, hacen que los transeúntes que pueblan las calles den esa impresión de andar buscando diversión que es tan propia de Madrid, y que tal vez no esté muy lejos de la verdad.
Periodista y escritor escocés Henry Inglis, 1830
He visitado casi todas las capitales importantes del mundo; pero, en conjunto, ninguna me ha interesado tanto como la villa de Madrid, donde a la sazón me hallaba. No hablo de sus calles ni edificios, de sus plazas ni de sus fuentes, aunque algo de esto hay en Madrid digno de nota; Petersburgo tiene calles más hermosas; París y Edimburgo, edificios más suntuosos; Londres, plazas más bellas, y Shiraz puede alabarse de poseer fuentes más lujosas, aunque no aguas más frescas. ¡Pero LA POBLACIÓN!... Cercados por un muro de tierra que apenas mide legua y media a la redonda, se agolpan doscientos mil seres humanos, que forman con toda seguridad, la masa viviente más extraordinaria del mundo entero; y no se olvide nunca que ESTA MASA ES ESTRICTAMENTE ESPAÑOLA...
Aquí no hay colonias de alemanes, como en San Petersburgo; ni factorías inglesas, como en Lisboa; ni multitudes de yanquis insolentes callejeando como en La Habana, con un aire que parece decir: Este país será nuestro en cuanto queramos apoderarnos de él; sino una población inculta, sorprendente, formada por muy varios elementos, pero española, y que lo seguirá siendo mientras la ciudad exista.
George Borrow, La Biblia en España 1836
Madrid era por entonces una ciudad muy adicta y muy leal; pero, curiosamente, en cuanto las Cortes se instalaron en ella la convirtieron en lo más faccioso y revolucionario que pudieran desear. Pero sin las Cortes y sin los grandes de España, Madrid no sería nada. Quedaría reducida a una aldea lúgubre con el peor clima del mundo. No hay otro lugar que sea a un tiempo tan caluroso y tan frío. El viento que llega de las montañas nevadas sopla de tal manera, que ningún español carece de un chaleco de cuero. Es una ciudad pequeña que no parece más grande que Canterbury, con la cual he comparado a menudo. No obstante, su densidad de población es muy diferente.
Duque de Wellington, 1836
La sociedad de Madrid, tal vez de un modo inconsciente, es democrática, franca y sincera, de modo que carece por completo de engreimiento y afectación. La arrogancia de los castellanos es únicamente un manto que encubre una seguridad en sí mismos llena de optimismo que no molesta ni ofende, y a la que uno se acostumbra; un manto en el que el extranjero al regresar también se envolverá inconscientemente, pues se pega al cuerpo de los madrileños como los pliegues de ese capote gris tan elegante, de esa capa que uno quisiera utilizar pero que no sabe llevar adecuadamente por no ser gato, es decir, por no haber nacido en la muy noble, muy leal y heroica villa del dos de mayo.
Madrid es una ciudad muy culta, pero está más que ninguna influida por la religión. Dondequiera que el catolicismo oscurezca su espíritu, Madrid vive todavía un siglo atrás. Al descuidar sus deberes políticos, su espíritu es víctima de las intrigas y ambiciones de los diversos grupos, y por tanto no es lo bastante libre para mostrarse clarividente. Observarán en seguida que en Madrid la inmoralidad propia de las grandes capitales se ve aumentada por una gran dosis de hipocresía, conclusión lógica de su educación clerical.
¡Qué nación admirable es la española y, al mismo tiempo, cuánto hay que compadecerla! Porque siempre está siendo explotada tanto por la derecha como por la izquierda, en nombre de la libertad o de la monarquía, por el clero o por los generales, por bulas o por pronunciamientos.
Conde Vassili seudónimo de Juliette Adam, 1886
Madrid es una ciudad peligrosísima para el provinciano laborioso y ávido de ensanchar los horizontes de su inteligencia. La facilidad y agrado del trato social, la abundancia del talento, el atractivo de las sociedades, cenáculos y tertulias, donde ofician de continuo los grandes prestigios de la política, de la literatura y del arte; los variados espectáculos teatrales y otras mil distracciones seducen y cautivan al forastero, que se encuentra de repente como desimantado y aturdido. En su vida hase operado radical metamorfosis: la abeja se ha convertido en mariposa, cuando no en zángano. La filosofía, el arte, la literatura, hasta la política y los deportes, tiran del alma con mil hilos rígidos e invisibles. Al obrero atareado ha sucedido el ameno sibarita intelectual.
Desgraciadamente, todo se malogra... ¡No queda tiempo para nada! -exclamamos con amargura.
Sin embargo, yo me propuse a todo trance cerrar los oídos al cántico de la sirena cortesana y defender mi tiempo, trabajando tanto como en provincias. Y lo conseguí por fin, no sin provocar frialdades, ni impedir que se me aplicasen los epítetos de huraño, estrafalario y orgulloso.
Puro, pero santo egoísmo, porque sin él no hay labor seria posible.
Ramón y Cajal 1900
Primero, en Madrid no hay nada que hacer, ni adónde ir, ni (para un madrileño) nada que ver. Segundo, Madrid es un pueblo sin historia. Una vieja ciudad histórica empieza a infundirme un recelo provisional que se torna en alejamiento definitivo en cuanto la historia que revela es, como acontece, apestosa de estupidez. En Madrid nunca ha pasado nada, porque hace más de dos siglos que en España no ocurre casi nada, y lo poco que ha ocurrido ha sido en otros sitios. Toda la historia de Madrid son unos besamanos y unas intrigas de cámara y alcoba regias. Con las Memorias de Mesonero, la Estafeta de Palacio y la colección de Crímenes célebres, se conocen todas las fuentes de emoción de los madrileños durante siglo y medio. Entre Madrid y una ciudad histórica hay la misma diferencia de calidad que entre la Piazza de San Marcos y la calle Ancha de San Bernardo.
Manuel Azaña, 1920
A los madrileños les gusta su clima y se sienten orgullosos de esos cambios bruscos. ¿Qué otra gran ciudad podría proporcionar semejante variedad?... Por lo tanto, es un clima excelente si los cambios no os trastornan demasiado.
Irse a dormir temprano en Madrid es como querer sentar plaza de persona extravagante y vuestros amigos se sentirán molestos durante algún tiempo con vosotros. Nadie se va a la cama en Madrid antes de haber matado la noche...En ninguna de las otras ciudades en que yo he vivido, salvo en Constantinopla, durante la ocupación aliada, se va con menos ganas a la cama con el propósito de dormir.
Ernest Hemingway, 1930
ES ALGO QUE HAY EN EL AIRE DE MADRID, dicen algunos sin precisar, incapaces de dar una respuesta concreta. ES POR EL VIENTO DE LA SIERRA -me han asegurado varios poetas- que, UNIDO A LA BELLEZA DE LAS MADRILEÑAS crea una efervescencia mágica.
Es un maridaje místico del cielo y la tierra, similar a los descritos en las antiguas mitologías. Esta clase de reacción química no resiste análisis alguno. Lo único que se puede decir es que ese ALGO MÁGICO existe pero es intangible.
El peculiar encanto de Madrid no se puede definir con palabras y nunca ha sido pintado de un modo apropiado por los artistas, aunque Velázquez se sentía obviamente inspirado por EL CIELO DE LA CAPITAL. Madrid se le escurre a uno entre los dedos, se escabulle de las generalizaciones, se ríe a la cara de los filósofos, se burla de los solemnes, se encoge de hombros ante la tragedia y es amiga de la gente de corazón alegre. Madrid ama a las mujeres bonitas y a los varones ingeniosos, ama el lujo y los placeres. Madrid carece de raíces y sólo desea gustar. No espera que nadie recuerde con sentimentalismo su historia, sea ésta cual sea, de modo que nadie lo hace. Los madrileños extravían a veces los cadáveres de sus hijos más ilustres, pero acogen a los vivos con los brazos abiertos. NADIE ES FORASTERO EN MADRID, dice el refrán. Y tanto es así que los forasteros se preguntan con frecuencia: ¿QUIÉN ES Y DÓNDE ESTÁ UN AUTÉNTICO MADRILEÑO?
Nina Epton, 1964
April 26, 2013
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