Asimismo, los espartanos, siempre impacientes por luchar, se precipitaban con furor contra los batallones enemigos y, rodeados por todas partes por la muerte, solo pensaban en la gloria. Todo en aquella legislación concurría para metemorfosear a los hombres en héroes. Pero para aplicarla era necesario que Licurgo, convencido de que el placer es el único motor universal de los hombres, comprendiera que las mujeres -que, como las flores de un hermoso jardín, parecían estar hechas más que para el adorno de la tierra y el placer de los ojos- podían ser empleadas para un uso más noble; que ese sexo, despreciado y degradado en casi todos los pueblos del mundo, podía gozar de la gloria junto a los hombres, participar con ellos de los laureles que les ofrecía y convertirse, en fin, en uno de los principales resortes de la legislación.
Efectivamente, si el placer del amor es para los hombres el más intenso de los placeres, ¿qué semilla de valor no se halla encerrada en ese placer, y qué entusiasmo por la virtud no ha de inspirar el deseo de las mujeres?
Quien reflexiones sobre esta cuestión comprenderá que, si la asamblea de los espartanos hubiese sido más numerosa, de manera que a los cobardes se les hubiera cubierto de más ignominia, y hubiese sido posible conceder aún más respeto y homenajes al valor, Esparta habría ido todavía más lejos en su entusiasmo por la virtud.
Para probarlo, supongamos que profundizarlo, me atrevería a decir, en los designios de la naturaleza, se hubiera imaginado que ésta, al adornar a las bellas mujeres con tantos atractivos y procurarnos con su goce al mayor placer, hubiese querido que fueran la recompensa a la más alta virtud. Supongamos, además, que, a ejemplo de las vírgenes consagradas a Isis o Vesta, las más bellas lacedemonias hubieran sido consagradas al mérito; que, haciéndolas presentarse desnudas en las asambleas, hubieran sido arrebatadas por los guerreros como premio a su valor; y que estos jóvenes guerreros hubieran experimentado simultáneamente la doble exaltación del amor y de la gloria. Por extravagante y alejada de nuestras costumbres que parezca esta legislación, lo cierto es que habría hecho a los espartanos aún más virtuosos y valientes, porque la fuerza de la virtud es siempre proporcional al grado de placer que se le asigna como recompensa.
De todos estos ejemplos aportados, se deduce que las penas y los placeres de los sentidos nos inspiran toda clase de pasiones, sentimientos y virtudes. Y como última prueba de esta verdad citaré, sin recurrir a etapas históricas o países lejanos, la época caballeresca, cuando las mujeres enseñaban a los aspirantes a caballeros el arte y el catecismo de amar.
En aquellos tiempos, como dice Maquiavelo, cuando llegaron los franceses a Italia parecían tan valientes y terribles a los descendientes de los romanos porque estaban animados del máximo valor. ¿Y cómo podían no estarlo? Las mujeres, añade este historiador, solo concedían sus favores a los más valientes de entre ellos. Para juzgar los méritos de un amante y su ternura, las pruebas que ellas exigían eran las de hacer prisioneros de guerra, intentar un asalto o arrebatar una posición a los enemigos. Preferían ver morir a su amante antes que verlo huir. Un caballero estaba en esos tiempos obligado a luchar para conservar la belleza de su dama y su extraordinaria ternura. Las hazañas de los caballeros eran tema permanente en las conversaciones y novelas. En todas partes se preconizaba la galantería. Los poetas pretendían que, en medio de los combates y los peligros, un caballero tenía siempre presente en su memoria la imagen de su dama. En los torneos pretendían que el caballero, antes de que tocaran a la carga, fijara los ojos en su amante, como atestigua esta balada:
Siervos del amor, mirad dulcemente
en los graderíos a los ángeles del paraíso;
entonces combatiréis valiente y felizmente
y seréis honrados y amados.
Todo predicaba el amor. ¿Qué resorte más poderoso que él para mover las almas? El porte, las miradas, los menores gestos de la belleza, ¿no encantan y embriagan los sentidos? ¿No pueden las mujeres crear, si les place, almas y cuerpos fuertes donde solo había endebles y débiles? ¿No ha elevado Fenicia, bajo el nombre de Venus o Astarté, altares a la belleza?
Solo nuestra religión ha podido destruir esos altares. ¿Qué objeto (para quien no está iluminado por los rayos de la fe) es, en efecto, más digno de nuestra adoración que éste (nota de Jorge: ¿no el de la cruz?) al que el cielo ha confiado el precioso depósito del más intenso de nuestros placeres? Placeres cuyo solo goce puede hacernos soportar con fruición el penoso fardo de la vida y consolarnos de la desgracia de existir.
La conclusión general de lo que he dicho acerca del origen de las pasiones es que el dolor y el placer de los sentidos hacen actuar y pensar a los hombres y son los únicos contrapesos que mueven el mundo moral.
Las pasiones son en nosotros el efecto inmediato de la sensibilidad física. Por tanto, todos los hombres son sensibles y capaces de pasiones, todos llevan en sí la semilla productora del espíritu. Pero algunos dirán que, aunque los hombres sean sensibles a las pasiones, no todos lo son tal vez en el mismo grado. Vemos, por ejemplo, a pueblos enteros indiferentes a la pasión de la gloria y la virtud. Así pues, si los hombres no son capaces de pasiones igualmente fuertes, tampoco son capaces de esa misma continuidad de atención que debemos considerar como la causa de la gran desigualdad de su inteligencia; de lo que resulta que la naturaleza no ha concedido a todos los hombres las mismas disposiciones al espíritu.
Para contestar a esta objeción no es necesario examinar si todos los hombres son igualmente sensibles. Esta cuestión, tal vez más difícil de resolver de lo que parece, es por otra parte ajena al tema que me ocupa. Lo que me propongo examinar es si todos los hombres no son al menos capaces de pasiones lo bastante fuertes como para dotarlos de la atención continua que siempre acompaña a la superioridad del espíritu.
Con este objeto refutaré, en primer lugar, el argumento extraído de la insensibilidad de ciertas naciones a las pasiones de la gloria y la virtud, argumento mediante el cual se cree demostrar que no todos los hombres son capaces de pasiones. Afirmo que la insensibilidad de esas naciones no debe ser atribuida a la naturaleza sino a causas accidentales, como, por ejemplo, a la diferente forma de sus gobiernos.
Este deseo de consideración produce igualmente en épocas distintas vicios y virtudes opuestos. Cuando el crédito va por delante del mérito, este deseo crea intrigantes y aduladores; cuando el dinero es más honrado que la virtud, produce avaros que buscan las riquezas con el mismo afán con que los primeros romanos las evitaban porque era vergonzoso poseerlas. De lo que concluyo que, con costumbres y gobiernos diferentes, el mismo deseo produce a Cincinato, Papirio, Craso o Sejano.
A propósito de esto, quiero señalar de paso la diferencia que se debe establecer entre los ambiciosos de gloria y los ambiciosos de cargos o riquezas. Cualquier hombre amante de la gloria es, pues, incapaz de pequeños crímenes. Los primeros solo pueden ser grandes criminales...Si esta pasión produce un Cromwell, nunca produce un Cartouche. De lo que concluyo que, salvo las situaciones raras y extraordinarias en que se encontraron Sila o César, en cualquier otra situación esos mismos hombres, por la propia naturaleza de sus pasiones, se hubieran mantenido fieles a la virtud, bien diferentes en este aspecto de esos intrigantes y avaros, a los que la bajeza y oscuridad de sus delitos ponen cada día en situación de cometer otros nuevos.
DEL ESPÍRITU, Helvétius
(Nota de Jg: También se aplica que las mujeres más virtuosas sean retribuidas con los hombres más hermosos).
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