Por eso las repúblicas pobres de Roma y Grecia han dado más hombres grandes que todos los extensos y ricos imperios de Oriente.
Al despreciar los honores, los servicios realizados al Estado solo se pagan con dinero. Ahora bien, cualquier nación que paga sus deudas solo con dinero se ve pronto sobrecargada de gastos, y el Estado empobrecido se vuelve insolvente; entonces ya no hay recompensas para las virtudes y los talentos.
Es inútil que se diga que los príncipes, instruidos por la necesidad, llegados a estos extremos utilizarán los honores como moneda. Si en las repúblicas pobres, en las que la nación entera es la distribuidora de las gracias, es fácil realzar el valor de esos honores, resulta muy difícil hacerlos valorar en un país despótico.
¿Qué honradez no será necesaria en aquellos que quieren dar curso a esta moneda de los honores? ¿Qué fuerza de carácter se necesitará para oponerse a las intrigas de los cortesanos? ¿Qué discernimiento será necesario para otorgar esos honores solo a los grandes talentos y las grandes virtudes y negarlos constantemente a los hombres mediocres que los desacreditarían? ¿Qué agudeza de percepción, para captar el momento exacto en que, por haberse hecho esos honores demasiado comunes y no empujar ya a los ciudadanos a los mismos esfuerzos, hay que crear otros nuevos?
Con los honores no pasa como con las riquezas. Si el interés público prohíbe las refundiciones de las monedas de oro y plata, exige, en cambio, que se haga así con la moneda de los honores cuando han perdido su valor, que solo deben a la opinión de los hombres.
Me gustaría señalar al respecto que no podemos considerar sin asombro la conducta de la mayoría de las naciones, que ocupan a tantas personas en la administración de sus finanzas y no nombran a ninguna para cuidar de la administración de los honores. No obstante, ¿habría algo más útil que el debate serio sobre el mérito de aquellos a los que se honra? ¿Por qué las naciones no tienen un tribunal que, mediante un examen profundo y público, asegurara la realidad de las cualidades que recompensa? ¿Qué valor no aportaría a los honores un examen semejante? ¿Qué deseo de merecerlos? ¿Qué cambios tan felices no introduciría este deseo en la educación privada y, poco a poco, en la educación pública? Cambios de los que tal vez dependen todas las diferencias que observamos entre los pueblos.
Después de haber probado que las grandes recompensas hacen las grandes virtudes, y que la sabia administración de los honores es el lazo más fuerte que pueden emplear los legisladores para unir el interés particular con el interés público y formar unos ciudadanos virtuosos, pienso que tengo derecho a concluir que el amor o la indiferencia de ciertos pueblos por la virtud es un efecto de la diferente forma de sus gobiernos. Ahora bien, lo dicho sobre la pasión por la virtud, que he puesto de ejemplo, puede ser aplicado a cualquier otra clase de pasión. Por tanto, no debe atribuirse a la naturaleza el grado desigual de pasiones de que parecen capaces los distintos pueblos.
Como última prueba de esta verdad, mostraré que la fuerza de nuestras pasiones es siempre proporcional a la fuerza de los medios empleados en provocarlas.
DEL ESPÍRITU, Helvétius
June 05, 2015
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