Vino la posmodernidad, no para resolver, sino para agudizar las consecuencias de la modernidad: pragmatismo hedonista, ética del gusto y de lo inmediato. Nada vale nada. Nihilismo puro y duro. Ni herencia pasada, ni responsabilidades futuras, ni ideal, ni utopía, ni proyectos. De todo se sospecha, en nada se cree. Ni modelos de referencia, ni sentido alguno de la historia. El consumismo acaba devorando al mismo individuo y lo dejará aturdido, desorientado en un mundo en el que se siente extraño y sin norte. La fe, como asentimiento a lo que Dios ha manifestado de sí mismo, es un horizonte imposible. Los valores, si existieron, se han perdido. Y si algo valen es en la medida en que benefician mis intereses. Es la inmanencia del hombre en sí mismo. Ni egoísmo, ni egocentrismo, simplemente anulación de la persona, del sujeto pensante esclavizado por lo inmediato. La consecuencia es la soledad más profunda: la de no tener ni la compañía de uno mismo. Echar a Dios de la propia existencia causa el vacío total. La negación del poder existir como persona.
Esa misma fascinación por el bienestar lo relativiza todo y se acepta un estilo de vida donde impera el subjetivismo omnipresente como justificante y valoración de la conducta. Si me gusta, vale. Si me aprovecha, sirve. Si a mí me conviene, se puede hacer. También puede decirse de otra conducta igualmente subjetivista: vale, porque me gusta, me sirve, me agrada. Un evasionismo generalizado que parte de la huida de uno mismo. Es un curioso contraste entre la aparente centralidad individualista -yo, a mí- y la falta de interioridad, la despersonalización. El llamado "pensamiento débil" adolece más de indiferencia que de ser fruto de la reflexión. No es la evasión a tiempos mejores, el sueño de la utopía, la conquista del ideal lejano. Es, pura y simplemente, el consumismo del tiempo, de las ideas, de las cosas. Todo se convierte en moda fugaz.
El presentismo ha hecho su aparición en la escena. Aprovecharse cuanto antes, sin pensar en más. Que la representación es corta. Una prisa por vivir y quemar etapas que provoca, en ocasiones, la aparición de ridículos personajes, como el del joven envejecido y del adulto aniñado. Como se ha querido abarcarlo y gustarlo todo enseguida, el vacío de la desilusión también es rápido en llegar. Extraña velocidad en el intento de llegar a ninguna parte.
Lo pragmático, lo útil, lo que sirve, se valora con criterios subjetivos con frecuencia egoístas. El desbordado interés por el cultivo del propio cuerpo -culturismo, aerobic, gimnasios, dietas, estética...- es compañero de un desprecio por la salud: contaminación, droga, alcohol, ruidos, estrés... La permisividad negativista ahoga la verdadera libertad, anula la capacidad de elegir, todo lo relativiza, todo lo desvirtúa. Al final una sociedad amorfa, sin identidad, sin aspiraciones. Como forma más grave e irresponsable de vacío moral está la agresión, el desprecio a la persona y a la vida: terrorismo, narcotráfico, aborto, eutanasia... Y todo ello en medio de una creciente sensación de impotencia.
Es el frío de una muerte sin morir, de una apariencia sin realidad, de una vida sin pensamiento y sin amor. Sueño exagerado en el que la espera se reduce a un dejar que vayan cayendo las hojas del calendario y lleguen días mejores en los que aquellos problemas, que llevan a la muerte, puedan tener solución. Después, otra vez a pensar en cenizas venideras, porque, en definitiva, sin la conversión interior del hombre poco valen reformas y aguantes.
De angustias, fatigas y pesares la lista se hace inacabable. Estúpido sería, ante tanto desacierto, dejarse morir de pena y tristeza. Es mejor acudir a la medicina de la esperanza, pues, si como algunos piensan, corren malos tiempos para los asuntos de la religión, mejor defensa ha de ser la de la fidelidad que la de la claudicación. Olvidarse de Dios, aparte de ser algo poco inteligente, trae unas deplorables consecuencias para el hombre, pues el mundo pierde horizontes y acaba organizándose de tal manera que resulta sumamente difícil vivir de lo trascendente, no tiene más remedio que desaparecer. Lo del humanismo ateo no deja de ser un contrasentido. Si nada de lo humano puede sernos indiferente, piensen ustedes, ¿qué hay más de común en la humanidad que la creencia en Dios?
Esto ocurre cuando se le quita a la vida, a la existencia del hombre, todo valor de trascendencia. La secularización parece ser el grito de los que quieren matar a Dios.
La consecuencia inmediata es el indiferentismo. Una falsa actitud pragmática que llega a la conclusión de que lo mejor es no prestar interés al tema. Seguir adelante ignorándolo todo. Despreocupándose de todo. Es una actitud de desgana que conduce al egoísmo, a vivir como parásito en una sociedad donde son otros los que deben trabajar por buscar la verdad. El indiferentismo puede ser, también, una larvada pretensión de justificarse por las obras. Así, no es extraño que desee excluirse cualquier motivación de tipo religioso cuando se realizan obras de utilidad social, de promoción de las personas, de ayuda a los marginados.
Esfuerzo inútil, dice el agnosticismo. No sabemos si existe o no existe Dios. Lo que afirmamos es que no se puede llegar a tener un conocimiento de esa existencia de Dios. Quizá se haya llegado a esa conclusión después de haber estado constantemente esquivando a Dios, tratando de escaparse de su cara, dando rodeos para no encontrarse con Él.
Tengo siempre presente mi pecado. El mal cometido está contra mí. El pecado, la injusticia, el mal cometido se convierten en juez implacable, en remordimiento, en interpelación que reclama separación. Y más fácil que el camino de la justicia es el del abandono y la negación. A Dios nadie lo ha visto nunca. No existe ni juez, ni juicio.
Para ver a Dios, habrá que quitarse las manos de la cara y las sandalias de los pies. Así se lo mandaba el mismo Dios a Moisés. Es decir, abrir bien los ojos. Dios puede estar mucho más cerca y visible de lo que pensamos. Eso sí: habrá que quitar impedimentos y obstáculos, preguntas y desconfianzas, pues la imagen de Dios aparece solamente a los sencillos, a los que son capaces de ofrecer amor y comprensión antes de oír cualquier argumento o de ver cualquier imagen. Por eso hay que ir descalzo de presunción, de orgullo, de autosuficiencia.
Y tener cuidado al hacer las preguntas, no sea que se vuelvan contra uno mismo. ¿Dónde está Dios? ¿Cómo puedo ver a Dios? Antes de poner estos interrogantes habrá que llevar buena disposición para responder a las preguntas que Dios va a hacer enseguida. ¿Dónde estás tú? ¿Dónde está tu hermano? La primera cuestión es una interpelación directa a la actitud que debe tener el creyente delante de Dios.
No se puede ver a Dios sin amar al hermano. "¿Dónde está tu hermano?", le pregunta Dios a Caín. Si te escondes de Dios es porque has matado a tu hermano. El hombre no es Dios, pero ayuda a verlo.
"Los justos contemplarán tu rostro", canta el salmo. Justicia es caminar en la ley del Señor. Tener sus mandatos en el corazón y en los labios. Una conducta recta conforme a la voluntad de Dios. Justo es el que hace el bien a su prójimo y a cada uno le da su derecho. Con estos avales de justicia se abren los ojos a una realidad completamente nueva, que lo trasciende todo, que está más allá de la limitada dimensión que alcanza el horizonte de los hombres.
Los limpios de corazón son aquellos que han desterrado de él el odio, la violencia, el orgullo, la envidia, el mal, y han puesto en su vida misericordia y bondad, socorro para el pobre y ayuda al desvalido. No pone asechanzas a su prójimo y comparte su mesa con el hambriento. Honra a Dios y sirve a su hermano. Ese hombre verá a Dios. Pero ha de tener la puerta siempre abierta, para que pueda entrar el que venga y, sobre todo, para salir de uno mismo, pues el egoísmo encoge de tal manera la posibilidad de ver, que nada existe para él que no sea él mismo. Sal de tu casa, de tu tierra, de ti mismo, si quieres ver a Dios.
Y si has visto a Dios, los demás verán que ven a Dios en ti. Tus obras glorificarán al que tú honras. Más que tus labios, será el testimonio de tu vida quien hable. "Creí y por eso hablé", dice el salmo. Es que solamente proclamándolo con las obras se puede hablar de Dios. El deseo de ver a Dios se convierte pronto en compromiso de hacer en todo su voluntad. Es comprometerse con lo que Él quiere. El amor abrasa, enciende, pone en el corazón y en las manos fuego de amor y de caridad.
Pero, la más grave y la que de verdad mata al individuo, es aquella soledad de uno mismo. Esto equivale a no ser persona. Ni hay valores que defender, ni unas virtudes con las que vivir. Esta última soledad suele ser la del egoísta y la del presuntuoso, la de los que se consideran de tal manera autosuficientes que no solo piensan que no necesitan de nadie, sino que van arrasando lo que otros valoran y defienden. Es modelo para insolidarios, asociales y violentos.
Pero, igual que se nos aconsejaba que contra pereza, diligencia, y contra soberbia, humildad, también ahora diremos que la solidaridad, el ser hospitalarios y generosos son el mejor antídoto contra los males que nos aquejan. La solidaridad es virtud cristiana en la que se practica el mandamiento de servir y ayudar con sentimientos fraternos a quien está desvalido. La hospitalidad, más que recibir al que llega, es dejar la puerta abierta para que entre el bien, que seguro que llegará. La sospecha es cerrazón y carcoma que endurece el corazón y pudre la mente de tal manera que la incapacita para poder pensar bien de nadie.
No sabemos si el hombre malherido de la parábola evangélica del buen samaritano al fin se había curado. De lo que no cabe duda es del gozo del hombre bueno que ayudó a su hermano. ¡Te pagaré todos los gastos!, le dice al posadero que ha de atender al herido. Él, el samaritano, había cobrado por adelantado con la gracia que Dios le había dado de tener un corazón misericordioso.
Cristo ha enseñado a hacer el bien con el sufrimiento y a hacer el bien al que sufre. Habrá, pues, que pararse ante el sufrimiento de los hombres. Primero, atender; después ofrecer el propio sufrimiento. Al final, contemplar a Cristo puesto en la cruz del hombre que sufre y en el gozo de quien pone su amor para aliviar el sufrimiento.
La misericordia es aval de eficacia, pues el ayuno no da fruto si no es regado por la misericordia. ES paño para limpiar el corazón y ver a Dios. Es lámpara para ver las huellas de Dios en todo. Mostaza que produce grandeza de espíritu a quien la practica. Levadura que transforma la vida y la persona. Talento, pues la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además de pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Actitud de sensibilidad para captar la necesidad del prójimo y acudir en su ayuda. Virtud que enseña a compadecerse, ayudar compasivamente, apiadarse. Valor preferente, pues dice el Señor que prefiere la misericordia al sacrificio. Así es como aparece la misericordia en el evangelio: como alabanza y promesa de reconocimiento al que cuida del débil y del pobre, pues los misericordiosos serán quienes reciban misericordia. La compasión misericordiosa es "como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre", decía Juan Pablo II.
La fuente de la misericordia está en el mismo corazón de Cristo, pues allí encuentra lo ancho y profundo del amor de Dios, con el que se desea estar y al que se quiere proclamar misericordioso. Los pobres y los débiles serán los más cercanos al corazón misericordioso de Dios.
Para practicar la misericordia se necesita ayuda de Dios, pues no se trata de un acto de la voluntad, sino del vivir responsablemente la gracia y el favor que se ha recibido: el poder amar, servir, perdonar, actuar con misericordia. Donde hay misericordia hay paz. Donde hay humildad hay misericordia. Como decía Benedicto XVI, "Hay que hacer de la experiencia de la vida lugar de la misericordia y de la ternura de Dios para con los hombres".
Ante la pregunta de Pilato, Jesús responde que su reino no es de este mundo.
Que el reino no sea de este mundo quiere decir, efectivamente, que su realización plena está más allá de la existencia terrena. El mundo al que se aspira, que ya comienza aquí y ahora, no puede parecerse a lo que son los más torcidos intereses de los hombres.
Y, para empezar, hay que decir que importarle poco a uno lo que sienta o padezca la gente no es el mejor camino para meterse en ese confortable modo de vivir que entendemos por calidad de vida, que es el de haber llegado a un determinado nivel de satisfacción personal, familiar, laboral, económico.
Difícil, pero gratísimo, es el equilibrio entre el deseo personal y el entorno social. Una verdadera calidad de vida necesita del ejercicio práctico de la solidaridad en intereses y sentimientos, en compartir proyectos y trabajar por llevarlos a cabo. Querer a la gente y verse querido. Armonía con la naturaleza, sentirse a gusto en el espacio en el que se vive, ver realizadas las ideas mejores, estar seguro de que Dios camina junto a los hombres.
Por ello, resultan inseparables la solidaridad y el amor fraterno. Si el cristiano se siente unido a los demás, no es por una simple razón de pertenencia a una comunidad humana con la que debe cohabitar en el mismo mundo, sino por el imperativo del mandamiento nuevo del amor que ha de distinguir a los discípulos de Cristo.
Son los reglones torcidos del hombre en ese papel en que debe ir escribiendo la propia vida. Según San Gregorio Magno, el proceso del pecado discurre por cuatro etapas: la insinuación, la delectación, el consentimiento y la audacia de justificarlo.
Hay pecados y pecados. Son pecados elegantes aquellos de los que se presume y hasta se enorgullece el que los comete (hemos de suponer que inconscientemente), pues recibe el aplauso de cierta parte de la sociedad, un poco bobalicona, que se siente divertida por el "ejemplo" de tan creidillo pecador. Comenzamos con la apostasía presuntuosa, que es abandono de lo prometido. Es el desertor. El que no ha sido capaz de llevar el gozo y la carga de la fe. Presume, ahora, de liberado, ni ha vivido conscientemente esa fe, que dice ha abandonado, ni es tan libre, como se pavonea de serlo. Es desertor de un convencimiento con el que posiblemente nunca se ha sentido identificado.
Hermano del anterior es el agnosticismo de salón. Es pecado de vanidosos y de sabihondos. De aquellos que, por anticipado, desechan hipótesis y hacen cortos los horizontes, pretextando que lo que ellos no pueden conocer no existe. SE han hecho la medida y oráculo de todas las cosas. Les falta generosidad e inteligencia. Al menos como hipótesis, no puede arrojarse del laboratorio del pensamiento la posibilidad de encontrar a Dios.
Ahora vienen dos pecados muy unidos, casi gemelos, son la indiferencia y el desprecio. La primera quiere pasar como dama distinguida enfundada en las pieles de la presunción, como si en este mundo nada ni nadie hubiera más que ella. A la indiferencia le basta la pasarela de su propia vacuidad. Mirar por encima del hombro es síntoma de pequeñez, de poca estatura en la personalidad. En el fondo del desprecio está el orgullo, que hace imposible apreciar el valor de ideas y personas. Solo cuenta su hombro, por encima del cual juzga, y mal, a los demás.
No practica por pereza, por presunción o simplemente porque en verdad ya no cree en nada.
Y ya no puede vivir si no es buscando su egoísmo, el sobresalir por encima de los demás a costa de lo que sea, enriquecerse pronto y sin medida ni conciencia, dominar aunque para ello haya que utilizar la violencia y la guerra, tener el poder aunque sea a costa del hambre y de la vida de los inocentes.
Sin embargo, como si de trigo y cizaña mezclados y confundidos se tratara.
Pero parece como si no hubiera más remedio que esconder esa luz de la fe, de la creencia religiosa. Es molesta, hace ver demasiado las arrugas del pecado. Se prefiere, tantas veces, permanecer a oscuras, aunque esté encendida la luz. Es hacer precisamente lo contrario de lo que recomienda el evangelio: cuando enciendas una luz, no la pongas debajo del celemín. La luz de la que hablamos es la de las verdades grandes, la del misterio, la de la fe, la del dejarse seducir por cuanto Dios ha dicho por los labios, el ejemplo y la vida de su hijo Jesucristo.
Cada cual tiene su propio celemín para tapar lo que le puede arañar y molestar en la conciencia. Son todos esos artilugios que se ponen en juego para evadirse de las responsabilidades que urge la fe. Argucias y vanas justificaciones para camuflar lo que debiera ser una vida en coherencia con lo que se cree, y se dice no creer a fin de no quedar en evidencia y señalado con el dedo como títere inconsecuente y persona sin fundamento ni criterio.
Quien diga que nada le debe a Jesucristo, ha perdido la memoria del agradecimiento, y no sabe de la historia y del bien que Cristo, con su Iglesia, ha realizado. Dios tiene derecho a que le creamos. Ha hablado en Jesucristo, que nos dijo cómo era Dios y cómo llegar hasta Él. Quiso unir la palabra con los signos, el testimonio con el amor a los demás. Es la fe, los sacramentos, la caridad y el testimonio. Creencia, celebración, práctica y ejemplo son inseparables.
Luces espléndidas y por lo demás brillantes son las que Cristo ha encendido en la historia de la humanidad. Son resplandores tan fuertes que llegan a romper la piedra y dureza del corazón del hombre y le hacen recobrar su primera voluntad y deseo de bien. Esos esplendores de Cristo se hacen vida en la misericordia, que es abrir los brazos para que el prójimo pueda entrar en el corazón; en el perdón, que es retorno al amor perdido; en la justicia, que devuelve la dignidad, a quien le han robado los derechos; en la fe, que es dejarse fascinar por la luz que Dios ha encendido con la revelación de su Hijo Jesucristo.
Cuando el hombre se empeña en dominar y someter a su hermano, cuando pretende hacerse el dueño e imponer su fuerza sobre los demás, ha claudicado de su verdadera y propia dignidad. Ha dejado de ser un hombre de paz.
El amor será fermento de paz cuando se sientan las necesidades de los otros como propias.
La debilidad es grande. Pero hay que buscar con lealtad el camino de la fidelidad y de la coherencia entre lo que se cree y se vive.
Pensemos más en las oportunidades que en la dificultad; más en el brazo de Dios que nos asiste, que en nuestra debilidad; más en la fuerza de la bondad y de lo justo, que en los poderíos del mal y del pecado. En fin, que a las inquietudes demos respuestas cristianas con la audacia de la esperanza y la firmeza de la caridad. Si hay posibilidad alguna de construir el bien y lo justo, la responsabilidad de acción se impone. Un silogismo sencillo y de gusto escolástico: es bueno, puede hacerse, estás obligado a hacerlo.
Cuando se acerca uno a la forma de vida de las primeras comunidades cristianas, encontramos a unos hombres y unas mujeres que escuchaban atentos lo que Dios quería decirles, que seguían las enseñanzas de los apóstoles, que compartían el pan de la eucaristía y ayudaban a los pobres. Y se añade en los relatos, que aquellos primeros cristianos sentían alegría en un corazón sencillo. No era para menos. Habían encontrado a Cristo allí donde Cristo quiere estar: en la Iglesia, que es depositaria de la palabra de Dios y de los sacramentos.
Ser y vivir como cristiano no puede reducirse a participar ocasionalmente en algunos actos, quizá más sociales que religiosos. Tampoco es una cuestión de familia, de cultura, de costumbre. Mucho menos para presumir de tener una religión que no se practica.
Somos Iglesia siempre, con la oración, con los sacramentos, con la práctica de la caridad fraterna. En cualquier lugar, pues en todas las ocasiones debe resplandecer, en las palabras y en las obras, la fe en Jesucristo.
Cuando no hay una vinculación de pertenencia a una comunidad, el peligro de una fe privatizada, sin responsabilidades sociales y morales, es evidente. Mucho peor sería aún hacer de la religión bandera política, nacionalista, apoyo para un fanatismo intransigente y sin sentido.
La privatización de la fe puede tener una variante aparentemente comunitaria, pero grupal. Es la pequeña comunidad intimista o socialmente radicalizada, en la que se vive un cristianismo de corte peculiar. Son grupos un tanto encerrados en sí mismos, con su propia mística, ideología, ritual y acción misionera.
La piedad popular, del gozo de ser cristiano y de vivir como tal.
La Iglesia no existe tanto para adaptarse al mundo, como para evangelizarlo, aunque para ello tenga que escuchar la realidad en la que vive. La Iglesia no es de ella ni para ella. Es de Cristo y habla de Cristo. Tiene que mostrar su cara original, sin complejos ni arrogancias. Pero tampoco la Iglesia es una delegación de creyentes, ni un producto más que puede elegirse en el mercado de las religiones, la moral, los valores...
Son muy claras y actuales las palabras de Benedicto XVI: "Quien sigue a Cristo tiene que hablar de Cristo". Una alegría tan grande no se puede guardar para uno mismo.
En la globalización, como en los experimentos del aprendiz de brujo, el peligro son los monstruos. Que aparezca una sociedad más cercana y menos unida, con mayor bienestar y menos valores, con brazos alargados (comunicaciones) y cabezas insignificantes (incapaces de pensar por sí mismas), dominando la tierra y perdiendo a la persona, buscando la última explicación de todo, pero marginando a Dios.
Hay dos asuntos, entre otros, que suscitan recelo frente a la Iglesia: el sentido misionero y la libertad de pensamientos. No se trata de un proselitismo acosador e injusto, sino de un ofrecimiento leal de lo que se tiene como de un bien a compartir.
Ahora priman lo efímero y la moda. Al final, sin embargo, siempre queda el gran valor: la persona y sus ansias de verdad y de trascendencia.
La tolerancia o es recíproca o se convierte en una forma más de imposición y prepotencia; es respeto mutuo y aceptación de un derecho a ser diferente, a tener y defender unas legítimas ideas, a creer en Dios, a vivir conforme a un determinado credo.
La comunidad del último día nada tiene que ver con ninguna iglesia cristiana reformada, ni con secta alguna. Esta singular congregación está formada por todos aquellos que ponen la razón de su creencia en lo último que han oído, en el que más gritó, en lo más novedoso, en la publicación más extravagante de la última edición. Están al día, es decir, casi a la intemperie de una reflexión seria y de una fidelidad necesaria, que no solamente no destruye la libertad y el progreso de la ciencia, sino que las exige. Para ellos no cuenta ni el evangelio, ni la tradición, ni el magisterio, ni la doctrina mantenida por la Iglesia a lo largo del tiempo. La adhesión que regatean a la Iglesia, en aras de su legítima libertad, se la ofrecen incondicional y acrítica a lo más novedoso y pintoresco, aunque no tenga verdad ni razón. Es fruto efímero más de la autocomplacencia que del intelecto. Es que esa congregación es la del último día: lo que oyeron ayer por la mañana.
Se prefiere el agnosticismo pasivo y comodón. No cree, pero tampoco se molesta en averiguar ni el porqué de su increencia, ni la posibilidad de tener, siempre con la ayuda y regalo de Dios, una fe adulta y razonada. Otros dos obstáculos, que no se sabe quién los ha dejado intencionadamente sueltos para que se pueda tropezar en ellos, son la indiferencia y el orgullo. Suelen ir de la mano. La indiferencia presume de libertad; el orgullo de sabiduría. Una se pavonea de no tener interés por el asunto. El orgullo pretende convencer de que todo lo sabe. Éste se sube en el pedestal de la vanidad. Aquélla, la indiferencia, es incapaz de mirar a nadie que no sea ella misma. Es una indiferencia muy interesada: nada me interesa, solo yo mismo.
Es el cambio por el cambio (síndrome de transición). Que cambia el vestido exterior, pero sin conversión de actitudes. Es la renovación interminable sin una verdadera y progresiva conversión permanente. Querer sustituir la misión de la Iglesia por la opción personal (síndrome de automesianismo). No se escucha la necesidad, se impone el propio deseo. El grito de los pobres queda atenuado por el clamor del protagonismo. Lo importante es el aparecer. Es la integración en uno mismo.
El egoísmo mata la iniciativa para la solidaridad y conduce a la indiferencia ante el dolor o la carencia de los demás. Desafío de la marginación y de la pobreza, que es urgencia para acudir con el remedio de la caridad cristiana y con eficaces deseos de justicia según el espíritu de las bienaventuranzas.
De todo esto se desprende el peligro que puede suponer un multiculturalismo secularista, ambiguo, sin reconocimiento de identidad alguna, sin raíces comunes ni horizontes compartidos. Un multiculturalismo excluyente de lo religioso con las creencias reducidas al estrecho límite de lo privado... Si el nacionalismo y la xenofobia llevan a la muerte por asfixia, el multiculturalismo a ultranza equivale a un suicidio programado (cardenal Poupard).
El mundo no puede ser una especie de presidio donde se encuentra aherrojado el hombre, condenado a vivir en un espacio que no le gusta.
El futuro será para aquellos que sepan ofrecer unas buenas razones para vivir y para esperar.
Moraleja: hay que saber dejarse ganar por uno mismo, por el hombre interior de la bondad y de la conciencia que todos llevamos dentro. Será el triunfo de la rectitud, de la nobleza, de la dignidad personal.
EL DÍA A DÍA DE LA FE
Cardenal Carlos Amigo
Arzobispo de Sevilla
June 17, 2015
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