En esos países, los pueblos no tienen ninguna idea del bien público ni de los deberes de los ciudadanos.
Solo podemos quedar impresionados por aquellos sentimientos que nos afectan intensamente. Un gran ciudadano, objeto de veneración en todas partes donde hay ciudadanos, será considerado solo un loco en un país gobernado despóticamente.
Si diariamente se la invoca y se la exige a los ciudadanos es porque pasa con la virtud lo mismo que con la verdad: que se demanda a condición de que uno sea lo bastante prudente para callarla.
La virtud, adormecida por la presencia de la tiranía, se reanima con la aparición de un príncipe virtuoso. Su presencia es comparable a la del Sol: cuando su luz atraviesa y disipa las nubes tenebrosas que cubrían la tierra, todo se reanima, todo se vivifica en la naturaleza, las llanuras se pueblan de campesinos, en los bosques resuenan conciertos aéreos y la población alada del cielo vuela hasta las copas de los robles para cantar la vuelta del Sol. ¡Oh, tiempos felices! -exclama Tácito bajo el reinado de Trajano-, cuando solo se obedece a las leyes, cuando se puede pensar y decir libremente lo que se piensa, cuando se ven los corazones volar al encuentro del príncipe, cuya sola aparición es una bendición.
Sin embargo, el resplandor que despiden semejantes naciones es siempre de poca duración. Si alguna vez alcanzan el más alto grado de poder y de gloria y destacan por éxitos de cualquier tipo, estos éxitos que como he dicho se deben a la sabiduría de los reyes que las gobernaban y no a la forma de su gobierno, son siempre tan pasajeros como brillantes. La fuerza de esos Estados, por grande que sea, no es más que una fuerza ilusoria: es como el coloso de Nabucodonosor, sus pies son de arcilla. Pasa con estos imperios como con los abetos soberbios: sus copas tocan los cielos, los animales de las llanuras y los aires buscan refugio bajo sus sombras pero, agarrados al suelo con raíces demasiado débiles, son derribados al primer huracán.
Ahora bien, desde el momento en que las almas han perdido su actividad por falta de pasiones, cuando los ciudadanos están por así decir adormecidos por el opio del lujo, el ocio y la molicie, entonces el Estado se consume: la calma aparente de la que disfruta no es, a los ojos de un hombre instruido, más que el debilitamiento precursor de la muerte. Las pasiones son necesarias en un Estado; son su alma y su vida. El pueblo más apasionado es, a la larga, el pueblo triunfador.
Pero si la grandeza de las naciones sometidas a un poder arbitrario es solo una grandeza pasajera, no lo es en cambio la de gobiernos como en Grecia y Roma, donde el poder se reparte entre el pueblo, los grandes y los reyes. En esos Estados el interés individual, estrechamente ligado al interés público, convierte a los hombres en ciudadanos. En esos países el pueblo, cuyos éxitos se hallan en la misma constitución de su gobierno, puede prometerse éxitos duraderos. La necesidad en que se encuentra el ciudadano de ocuparse de objetos importantes, la libertad que tiene de pensar todo y decir todo, dan más fuerza y elevación a su alma; la audacia de su espíritu pasa a su corazón, le hace concebir proyectos más amplios y atrevidos y ejecutar acciones más valientes. Añadiría incluso que si el interés individual no está desligado por completo del interés público, si las costumbres de un pueblo como el romano no están tan corrompidas como lo estaban en tiempos de Mario y Sila, el espíritu de vigilancia, que obliga a los ciudadanos a observarse y reprimirse recíprocamente, es el espíritu conservador de esos imperios. Solo se sostienen por el equilibrio de intereses opuestos. Nunca los cimientos de esos Estados son más firmes que en los momentos de fermentación exterior cuando parecen a punto de derrumbarse. Así, en el fondo de los mares permanece en calma y tranquilo incluso cuando los vientos del norte, desencadenados en su superficie, parecen revolverlos hasta los abismos.
Recorro con la mirada las repúblicas más fecundas en hombres virtuosos y me detengo en Grecia y Roma, donde veo surgir una multitud de héroes. Sus grandes acciones, guardadas cuidadosamente por la historia, parecen reunidas allí para difundir los aromas de la virtud en los siglos más corrompidos y lejanos. Estas acciones son como esas vasijas con incienso que, colocadas sobre los altares de los dioses, bastan para llenar de perfumes la amplia extensión de su templo.
Al examinar la continuidad de acciones virtuosas que la historia de esos pueblos presenta, cuando busco su causa la encuentro en la habilidad con que sus legisladores habían ligado el interés particular del interés público.
Si los griegos y los romanos estuvieron tanto tiempo movidos por esas virtudes viriles y valientes, que son, como dice Guez de Balzac, "incursiones que el alma hace más allá de los deberes comunes", es porque las virtudes de este tipo son casi siempre patrimonio de los pueblos en los que cada ciudadano participa de la soberanía.
Si la historia griega y romana está tan llena de estas heroicas hazañas, y si recorremos en vano la historia del despotismo en busca de hechos parecidos, se debe a que en estos gobiernos el interés particular nunca va ligado al interés público; en estos países, entre mil cualidades, prefieren honrar la bajeza y recompensar la mediocridad. A esta mediocridad se confía casi siempre la administración pública y se aparta de ella a las personas de espíritu. Dicen algunos que éstas, demasiado inquietas y activas, alterarían la tranquilidad del Estado, tranquilidad comparable a ese momento de silencio que en la naturaleza precede a la tempestad. La tranquilidad de un Estado no es siempre la prueba de la felicidad de sus súbditos. En los gobiernos arbitrarios los hombres son como esos caballos que, sujetados con unas tenazas, sufren sin moverse las más crueles operaciones. El corcel en libertad se encabrita al primer golpe. La pasión por la gloria, desconocida en esas naciones, es la única que puede alimentar en el cuerpo político el suave fermento que lo vuelve sano y robusto, que desarrolla cualquier clase de virtudes y talentos. Por eso, los siglos más favorables a las letras han sido los más fértiles en grandes generales y políticos: un mismo Sol vivifica los cedros y los plátanos.
El espíritu del comercio destruye forzosamente al de la fuerza y el valor. "Los pueblos ricos -dice el mismo Guez de Balzac- se rigen por los discursos de la razón, que se orienta hacia lo útil, y no conforme a la enseñanza moral, que se propone lo honesto y azaroso".
Las naciones ricas no son como la de los escitas, que no tenían otra necesidad que la gloria. Allí donde florece el comercio se prefieren las riquezas a la gloria, pues esas riquezas se pueden cambiar por todos los placeres y su adquisición es más fácil.
No sucede lo mismo con el deseo de riquezas. Estas pueden ser a veces el premio a la especulación, a la bajeza, al espionaje y, a menudo, al crimen; raras veces son patrimonio de los hombres de más espíritu y más virtuosos. El amor a las riquezas no lleva forzosamente al amor a la virtud. Los países comerciantes son más fecundos en buenos negociantes que en buenos ciudadanos, y más en banqueros que en héroes.
Así pues, las virtudes sublimes no crecen en un terreno de lujo y riquezas sino en el de la pobreza. Nada más raro que encontrar almas elevadas en los imperios opulentos; los ciudadanos contraen allí demasiadas necesidades. Quien las ha multiplicado ha entregado a la tiranía los rehenes de su bajeza y cobardía. Solo la virtud que se contenta con poco está el abrigo de la corrupción.
¿Cuántos hombres virtuosos no proporciona a la patria la pobreza de una nación, hombres a los que el lujo hubiera corrompido? "¡Ay, filósofos! -exclamaba a menudo Sócrates-, vosotros que representáis a los dioses sobre la Tierra, aprended como ellos a bastaros vosotros mismos, contentaos con poco; sobre todo, no os arrastréis a importunar a los príncipes y los reyes".
¡Qué espectáculo más vergonzoso para la humanidad contemplar cómo los sabios prostituyen sus elogios a las personas poderosas!¡Justamente las cortes de los reyes son los escollos contra los que naufragan la sabiduría y la virtud!
Este es el único lenguaje digno de un hombre virtuosos; nunca en sus labios se instala la mentira o la adulación.
Mediante este amor por la verdad -añade Pitágoras- participamos de la divinidad y nos unimos a ella de la manera más noble e íntima.
DEL ESPÍRITU, Helvétius
June 03, 2015
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