Cuando las otras mujeres me ataquen. Espero que mi mujer lo perciba. Y esté cerca. Y me proteja de ellas.
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Según la mitología, los dioses crearon a la mujer para castigar a los hombres. Por mandato explícito de Zeus, el señor del universo, Atenea y Hefesto fabricaron a Pandora, la primera mujer. Pero en el proyecto participaron en mayor o menor medida todos los olímpicos, por lo que la nueva criatura recibió todas las cualidades: la belleza, la gracia, la persuasión, la habilidad... Sin embargo, antes de dar por finalizada la divina obra, Hermes, seguramente cumpliendo órdenes de Zeus, introdujo en lo más íntimo de su alma la mentira y el engaño.
La mujer es, según la mitología, un castigo, pero también un regalo de los dioses: un castigo envuelto como un regalo. Por fuera es hermoso, seductor, apetitoso, pero al desenvolverlo aparece su perversidad. ¿Por qué los dioses deciden castigar al hombre y hacerlo justamente de esa manera? Johannes el Seductor, seudónimo de Kierkegaard, responde: porque sintieron envidia de los hombres; y lo explica de la siguiente manera: Al principio solo existía el sexo masculino; esos primeros hombres estaban magníficamente dotados, de forma que los propios dioses que los habían creado comenzaron a sentir envidia de ellos. Temerosos de que los hombres pudieran llegar con su ingenio y su poder a usurparles los tronos del Olimpo, los dioses tuvieron una feliz idea: crear a la mujer. "El hombre -pensaron- debería ser aprisionado y sometido mediante un poder mucho más débil que el suyo y, al mismo tiempo, mucho más fuerte, tan fuerte que el hombre no tuviera más remedio que inclinar la cerviz". Los dioses dispusieron que cuando el hombre viese a la mujer fuese como si contemplara su propia imagen, una copia perfectísima de su ser. La mujer fue hecha para seducir al hombre y debilitar su poder: Cuando hubo cumplido su hechizo, la mujer se transformó en otra cosa y retuvo cautivo al hombre para siempre en todas las pequeñeces y triquiñuelas de este mundo. Entonces los dioses batieron palmas de júbilo y se felicitaron por su divino ingenio (Véase Sören Kierkegaard, In vino veritas).
Pero el deseo sexual nunca llega a gobernar totalmente la mente de la mujer. Eso la esclavizaría. La promiscuidad femenina se presenta muchas veces como una forma de poner a prueba su libertad, pero una libertad que debe estar continuamente vigilada porque siempre está al acecho el fantasma de la deshonra. Por eso la mujer que seduce mide todos y cada uno de sus actos y solo arremete cuando está segura. Si algo sale mal, debe hacer valer su ingenio para no quedar deshonrada.
La mujer ha intentado atrapar al hombre valiéndose de su sensualidad, de su atractivo sexual, de su físico. Le ha presentado el vértice de Afrodita y, en un primer momento, lo ha vencido; sin embargo, esa estrategia, por tener un efecto fulminante, tiene también una fecha de caducidad. El hombre puede quedar atraído por la fuerza de lo erótico, mas no retenido para siempre. Es, probablemente, una estrategia que gana batallas, pero que, a la larga, pierde la guerra.
Lo que nos pasa es que relacionamos la seducción con un placer prohibido que se nos pone a tiro, con la insinuación de insospechadas sensaciones, con una felicidad jamás sentida que se nos sirve en bandeja. Nunca vinculamos la seducción con lo que realmente es: la forma más sutil de engaño. Porque seducir consiste, al fin y al cabo, en ofrecer algo a cambio de algo. Lo que ocurre es que en el trueque no están todas las cartas sobre la mesa, sino que todo se halla empañado por un halo insinuante. Se dice que la publicidad es una forma de seducción, y ciertamente lo es, pero no olvidemos que lo es en cuanto engaña.
Cuando la mujer se pone guapa, se arregla, se maquilla, lo hace, en primer lugar, para ella misma; en segundo lugar, para las otras mujeres, y solo en tercer lugar, para los hombres. Cuando la mujer se mira al espejo, ve reflejado el vértice del atractivo físico y recibe un guiño de Afrodita. Por muy guapa que esté, si ella no se ve guapa, si no se gusta, la tendremos que esperar hasta que se dé por satisfecha; del mismo modo, si ella se siente atractiva, aunque se haya pasado con el maquillaje o se haya dejado el pelo sin arreglar, no escuchará las razones objetivas de nadie.
La historia de Narciso y Eco se torna trágica porque ambos se enamoran del reflejo de su propia belleza. Las doncellas que contemplaban a Narciso no se enamoran de él, sino de lo que él reflejaba: la belleza ideal de ellas mismas: ¿Qué veían, entonces, las muchachas en el rostro de Narciso? No otra cosa que a ellas mismas sin ningún defecto, con una belleza ideal. Por eso no podían resistir el rechazo, porque no eran rechazadas tanto por Narciso como por la belleza a la que podían aspirar.
Cuando una mujer se sabe atractiva, su esclavitud adopta la forma del capricho. Ella siente toda la fuerza de su lado afrodisíaco y sabe que es su belleza la que tiene esclavizados a los hombres. Los tiene a sus pies y, para demostrárselo a sí misma, se vuelve caprichosa. Se puede decir que puede darse un capricho porque está segura de su victoria. Pida lo que pida, le será concedido.
Si el capricho es la forma más amable que adopta la esclavitud de la mujer por su físico, la forma más degradante llega a ser la prostitución.
Afrodita representa también el amor romántico, arriesgado, audaz. El amante se siente arrastrado hacia la amada por una fuerza afrodisíaca que no puede controlar. Si escucha el canto de las Sirenas está perdido y se arroja al mar aun a riesgo de sucumbir entre los latigazos de las olas.
Palas Atenea representa lo femenino no compartido por los varones. Por eso, tiene para ellos un atractivo especial (llámese morbo si se quiere), el atractivo de lo desconocido, de lo vedado para el sexo masculino.
La forma que tiene la mujer para conservar su virginidad es evitar el contacto con los hombres, recluirse lejos de la sociedad, en lo alto de las montañas o en lo más profundo de los bosques, sin tener más compañeros que los animales salvajes. El ideal de esta mujer independiente, que es capaz de vivir sin conocer varón, es la diosa Ártemis, que habita los parajes más recónditos, viste toscos ropajes y va armada con un arco. Es una mujer arisca e independiente, dedicada a la caza, misógina, vengativa y causante de las muertes repentinas. Permaneció siempre virgen y eternamente joven. Ártemis es tan hábil con el arco como lo es su hermano Apolo: con su arma defiende su honestidad. Quien pretende deshonrarla acaba atravesado por una de sus saetas, ya se trate de un cazador fanfarrón que intenta competir con ella, ya de alguien que de forma accidental la ha visto desnuda, ya de una de sus compañeras que ha perdido la virginidad.
Aunque la idea de una sociedad compuesta únicamente por mujeres tiene mayor fuerza que su contraria -una comunidad solo de hombres-, la realidad es que la mitología acaba aceptando el triunfo del varón. Basta observar que el poder de las amazonas radica en lo que tienen de masculino: son guerreras, montan a caballo y cazan; no necesitan del otro sexo, o mejor, disponen del uso que hacen de él. Lo que nos está transmitiendo esta leyenda es que la mujer, para dejar de ser el sexo débil, debe imitar al hombre, debe ponerse pantalones (o armadura), debe cortarse un pecho, símbolo de feminidad (las feministas de los sesenta no llegaban a tanto; solo quemaban sostenes).
No se trata de que las mujeres cuelguen su feminidad y se vistan de hombres, sino de lograr que sean respetadas sin dejar de ser mujeres, sin renunciar a lo femenino que les es propio. La naturaleza, que es sabia, obliga a vivir juntos a hombres y mujeres. La humanidad no es ni masculina ni femenina, pero tampoco es neutra. Ser humano es ser mujer o ser hombre, porque se es hombre en referencia a la mujer y mujer en referencia al hombre. Aunque las técnicas de reproducción artificial se universalizasen, un mundo de seres de un solo sexo sería absurdo, mutilado e inhumano.
La tradición mítica ha enfrentado en numerosas leyendas a Afrodita y Atenea: el impulso sexual contra la virginidad, la sensualidad contra la frigidez, la liviandad contra el recato, el erotismo contra el pudor, la pasión contra la razón. Muchos mitos nos muestran esa lucha librándose en el corazón de la mujer: quiere mantenerse virgen a la vez que las instancias eróticas claman desde lo más profundo de su ser; quiere permanecer fiel a Atenea a la vez que la seductora Afrodita le susurra posibilidades inconfesables. Pero también el mito nos plantea el caso contrario: mujeres que arden de deseo, pero que se ven obligadas a sofocarlo por imperativos religiosos, morales o sociales.
Que las victorias de Afrodita sean efímeras va, en cierto modo, exigido por el propio impulso sensual que las sustenta. Es decir, el ímpetu de la pasión amorosa no puede durar para siempre. En cambio, la majestuosa frialdad de Atenea tiene vocación de eternidad. La voluptuosidad nos rejuvenece; la frigidez nos hace viejos: Por eso, cuando vence Atenea, lo hace para siempre. No obstante, hay que tener en cuenta que esa permanencia se logra a base de petrificar el deseo.
Eurípides responde por medio de Medea: "Una mujer normalmente está llena de miedo y es cobarde para contemplar la pelea y el hierro, mas cuando resulta injuriada en lo referente a su lecho, no hay otro espíritu más sanguinario". Ya hemos dicho que el hombre antiguo se casa, casi exclusivamente para asegurar la descendencia. Eso lo sabe bien Medea, y por eso comete el filicidio. Sabe que nada le puede hacer tanto daño a su marido como la pérdida de sus hijos porque en cierto modo representan su futuro. Por eso, no debe extrañarnos que Jasón pronuncie estas palabras: "En verdad, sería necesario que los mortales engendraran hijos de alguna forma distinta y que no existiera el linaje femenil. De ese modo, los hombres no tendrían ninguna desgracia".
Muchas veces, bajo la apariencia de la esposa vengativa, se encubre la fragilidad de la mujer celosa y ofendida. Esos actos vengativos vienen más a engordar la autoestima del adúltero que a restablecer la honra de la engañada. Ésta, al fin y al cabo, sigue enamorada y dispuesta a perdonar. Un ejemplo que ilustra esta situación es la historia de Clitia, una oceánide amada por el Sol. Resultó que el dios-astro se enamoró de Leucótoe y la sedujo adoptando la forma de la madre de la joven para adentrarse en su dormitorio. Clitia, celosa y resentida, contó lo ocurrido al padre de Leucótoe, quien por despecho enterró viva a su hija. Clitia fue repudiada por el Sol, pero seguía enamorada, por lo que se pasaba los días siguiendo con la mirada el recorrido de su carro. Consumida por el dolor, murió. Entonces quisieron los dioses convertirla en girasol, razón por la cual esta planta gira siempre hacia el sol. ¿La imagen más perfecta de la esposa siempre pendiente de su marido? Curiosamente, la infidelidad de ellos provoca la rotunda fidelidad de ellas.
El modelo de hombre y mujer que nos describe Homero ha pervivido en la cultura occidental durante siglos. Quizá en nuestra época esté comenzando a cambiar, pero en esencia el rol de esposa fiel, que se adjudica casi por unanimidad a la mujer, y el de aventurero que reclama para sí el hombre, se han mantenido inalterables a lo largo de los siglos. Penélope es fiel de diferente manera a como lo es Ulises. Es más, se podría decir que a Penélope le corresponde por naturaleza ser fiel, mientras que a Ulises no. Él es fiel porque vuelve; ella, porque se queda, porque espera su regreso. La fidelidad del hombre es una actitud abstracta; la de la mujer, un cumplimiento concreto. Ulises puede cometer pequeñas infidelidades, porque en esencia no es infiel; puede tener diversas amantes accidentales a lo largo de sus viajes: Calipso, Circe, Nausícaa y otras que recoge la tradición, pero ama esencialmente a Penélope. La esposa no puede tener siquiera un desliz sentimental; debe vivir su lealtad día tras día y esperar día tras día; no puede correr una aventura, porque sería indigno de su estado, un estado que le exige una fidelidad esencial y accidental. En una sociedad eminentemente guerrera, como la que nos muestra la Odisea, el hombre debe salir y conquistar, mientras que la mujer debe quedarse y proteger. Tan importante es lo uno como lo otro, pero ambas funciones requieren virtudes diferentes. El que conquista debe correr aventuras, debe arriesgarse, debe tomar la iniciativa; en cambio, el que protege debe se cauto, estar a la defensiva, no abrir la puerta. Para conquistar hay que avanzar siempre sin retroceder; para guardar hay que tejer y destejer, como hacía Penélope. Parece que tanto Penélope como Helena son parte de la mujer del presente: "Ciertamente -afirma Lipovetsky- se reconoce a mujeres y hombres el derecho a ser dueños de su destino individual; mas ello equivale a un estado de intercambiabilidad de sus roles y lugares". Y continúa: "A todas luces la variable sexo sigue orientando la existencia, fabricando diferencias de sensibilidad, de itinerarios y de aspiraciones". Pero la imagen de la mujer que espera se ve desfigurada por el hombre al que se espera. El inevitable machismo que arrastramos desde los albores de nuestra civilización pervierte lo que Penélope representa. Por eso, en la actualidad su figura nos resulta obsoleta.
Sin embargo, Medea está en su sano juicio; no le ocurre como a Heracles, que enloquecido por argucias de Hera, asesina a sus hijos. No: Heracles, cuando recobra el juicio, se arrepiente; Medea, no. Medea no está loca. Lo que ocurre es que no ama a sus hijos. No sabe lo que es el amor maternal, porque realmente no es una madre. Medea es esclava de la pasión que siente por Jasón, de tal manera que es capaz de traicionar a su propio padre (para entregar a los argonautas el vellocino de oro) y de matar a sus hijos. Digo de la pasión, porque si realmente se tratara de verdadero amor, no habría podido llegar a hacer lo que hizo, porque el amor nunca está contra el amor. Medea engendra a sus hijos, pero no los ama; es engendradora, pero no madre. No llega a entender el profundo secreto de la maternidad, el misterio de la transmisión de la vida y de su función de mediadora. Ella cree que sus hijos son suyos; por eso se cree con derecho sobre ellos, sobre su vida. El caso de Medea nos demuestra una profunda verdad: que no se ama a los hijos porque se es madre o padre, sino que, más bien, se es madre o padre porque se ama a los hijos. El amor maternal está inscrito en el corazón de todas las madres; lo que ocurre es que hay madres, como Medea, que realmente no lo son. Quizá sea en el ser humano donde la biología, aun teniendo mucha fuerza, no resulta tan decisiva como en el resto de los animales. El peso de lo biológico se hace más ligero en el hombre que en el animal; se podría decir que nos suelta más cuerda, que nos deja un amplio ámbito de creatividad al que llamamos cultura. En cuanto somos animales culturales podemos elevarnos sobre nuestra propia constitución natural y crear todo un universo cultural; pero también, al haber soltado amarras, podemos naufragar y volvernos contra la naturaleza y contra nosotros mismos. Es la condición humana.
Muy al contrario de lo que acabamos de ver, los mitos más antiguos nos enseñan que una madre es capaz de darlo todo por sus hijos. Lo propio de una madre es desvivirse por sus vástagos: les ha dado la vida y está dispuesta a dar la suya por ellos. Las diosas más antiguas son eminentemente maternales. Para ellas, lo más importante son los hijos. Subordinan el amor de esposa al amor de madre y la prole arrebata el protagonismo al cónyuge -especialmente si se siente amenazada- porque están dispuestas a sacrificarlo todo por sus hijos, incluso su amor marital. El antropólogo Iräneus Eibl-Eibesfeldt advierte que con el amor maternal llegó el amor al mundo y que todo amor tiene en él su origen. Y es que, como escribe Santiago Ramón y Cajal "la mujer venera a sus padres, estima y a veces admira a su marido; pero solo adora verdaderamente a sus hijos".
Por eso, el secreto de la maternidad es exclusivamente femenino y no es transferible al varón. No sabemos si los hombres serían capaces de sufrir los dolores del parto; probablemente no. A lo sumo, pueden hacerse una idea, una representación mental, como le ocurrió a Zeus, que parió a Atenea con terribles dolores de cabeza. Incluso cuando los dolores de parto son eliminados por las técnicas médicas (como en el caso de cesárea o de anestesia epidural), la experiencia de la mujer como protagonista del nacimiento de su hijo es única y exclusiva de ella.
Nótese que no es Zeus, sino la vengativa Hera, la que castiga a los amantes. Ella teme que se descubra su secreto, el secreto de Hera, el que hace que el matrimonio sea especialmente deseado por la mujer; según los románticos, un invento femenino. El "secreto de Hera" tiene que ver con la diferente manera que tienen los hombres y las mujeres de vivir la sexualidad y de sentir el placer sexual. Ellas viven y sienten la sexualidad de una forma mucho más profunda, más compleja y más intensa que ellos. El secreto de la celestial esposa fue revelado por el adivino Tiresias. En cierta ocasión, Zeus y su esposa Hera discutían sobre quién experimentaba mayor placer en el amor. Como no llegaban a ningún acuerdo, pensaron consultar con Tiresias, el único ser que había sido hombre y mujer. Así lo hicieron, y Tiresias respondió que si el goce del amor se dividiese en diez partes, la mujer se quedaría con nueve y el hombre solo con una. No todas las versiones coinciden en la misma proporción; por ejemplo, en Lo sommi, obra del humanista catalán Bernat Metge, Tiresias dice que "la luxúria de la fembra sobrepuja tres vegades aquella de l´hom". La respuesta molestó mucho a Hera, pues vio que el misterio de su sexo había sido revelado, y como castigo dejó a Tiresias ciego.
Quizá la diferencia radique en que ella se entrega del todo, en cuerpo y alma, como se suele decir. La mujer no sabe amar a medias; cuando da, lo da todo. Para ella, el sexo no es un capítulo más del libro de su vida, un apéndice o una nota fuera de paginación, sino un elemento indispensable del argumento. Tal vez, esta diferencia pueda explicarse diciendo que las mujeres no aman sexualmente sino sexuadamente. El amor sexual tiene sus momentos, su inicio, su cima y su final; el amor sexuado, en cambio, llega a lo más profundo, cargado de sentido, es continuo, continuado y no tiene fin. Esa forma de amar tan femenina tiene su escenario apropiado en la unión matrimonial, donde el ayuntamiento carnal queda institucionalizado, domesticado, insertado en la cotidianidad. Goethe decía que "el amor es una cosa ideal; mientras que el matrimonio, una cosa real". Reducir la sexualidad a lo puramente biológico, es decir, a la relación sexual propiamente dicha, es muy poco femenino, porque supone descontextualizarla, sacarla fuera del argumento biográfico. En cierto modo, es una abstracción, una separación de la sexualidad del transcurrir vital. La separación de amor y sexo es una de las grandes abstracciones masculinas. Por eso, entender el sexo separado, desligado del amor, no es otra cosa que reducir la sexualidad al sexo.
Ella se entrega de forma total: física, psíquica e intelectualmente, porque donde pone el cuerpo acude la mente, y donde pone la mente acude el cuerpo. A una mujer le resulta muy difícil olvidar sus emociones, suspender por unos momentos sus preocupaciones, aparcar sus proyectos, abandonar esporádicamente sus ideales, para centrarse en la materialidad del sexo. El hombre que no tenga presente estas rarezas no se adentrará nunca en las profundidades de lo femenino. Hera castiga a Tiresias por haber manifestado su "secreto", pero en el fondo se siente orgullosa de que se haya hecho público; sobre todo, de que lo conozcan las mujeres y de esta manera deseen casarse. Como diosa del matrimonio Hera ofrece a sus damas el nueve por uno.
"La cuestión del poder femenino -afirma Lipovetsky- acosa el imaginario masculino. Ya algunos mitos primitivos evocan situaciones de estado original marcado por la supremacía de las mujeres; y no faltan leyendas que ponen en escena a monstruos hembra, a madres ogreras. así como la potencia diabólica de las brujas. Vagina dentata, mantis religiosa, mujer fatal: desde los tiempos más remotos se expresa la temática del poder funesto de la mujer". aunque propiamente no son monstruos, las Moiras (las Parcas latinas) causaban el mayor temor, ya que de ellas dependía la vida de los hombres. Eran tres viejas hilanderas, hijas de la Noche, llamadas Cloto, Láquesis y Átropos, criadas del Destino. Cloto va desenrollando el ovillo que representa la vida de cada ser humano, Láquesis mide la largura del hilo, y Átropos es la encargada de cortarlo cuando llega el fatídico momento.
La Helena de nuestros días es la mujer que forma lo que José Antonio Marina llama "familias mercuriales". Este nuevo modelo de familia se fundamenta en el amor mercurial, es decir, la unión amorosa separada de la procreación, basada en la autenticidad y no sometida a ningún tipo de institución tradicional, como el matrimonio. El amor mercurial no es para toda la vida, sino hasta que dure. Ello no significa que se descarte el tener hijos; en todo caso, es la mujer la que decide cuántos y cuándo tenerlos. "Hijos sí, maridos no", sería su lema.
El hombre teme a Helena. Teme a la mujer real; por eso, la idealiza. Así sublimada, puede curar sus males, como la ninfa Enone pudo sanar a Paris si este no hubiera elegido a Helena. El hombre prefiere que la mujer se convierta en su Musa, en la inspiradora de su obra, y de esta manera, en analgésico para sus sufrimientos, sus traumas y sus temores.
Alma femenina, Carlos Goñi Zubieta
September 13, 2013
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