Dimitrie Cantemir (1673-1723) filósofo, historiador, compositor, musicólogo, lingüista, etnógrafo, geógrafo y, en dos ocasiones, príncipe de Moldavia, es una de las figuras más fascinantes de la historia rumana. A los 14 años vivió un exilio forzado en Estambul (donde aprendió turco y estudió la historia del Imperio Otomano), ciudad en la que posteriormente sería representante diplomático. Sucedió a su padre como príncipe de Moldavia y se unió a Pedro I de Rusia en su campaña contra los turcos, situando a Moldavia bajo la soberanía rusa. Tras ser derrotado por el Imperio Otomano en la batalla de Stânilesti (1711) D. Cantemir (acompañado de su numerosa familia y de un nutrido séquito de boyardos del que no faltaba el cronista Ioan Neculce), se refugió en Rusia, donde Pedro I lo nombró Príncipe del Imperio. Murió en 1723 en su hacienda de Dmitrievsk. En 1935, sus restos mortales fueron trasladados a Iasi (Rumanía).
Biografía selectiva:
.
El diván o la disputa del sabio con el mundo, o el juicio del alma con el cuerpo 1698.
Historia jeroglífica, primera novela en rumano 1705.
Crónica de la antigüedad de los romano-moldo-valacos 1719-1722.
Autor de una obra voluminosa, diversa y original (no exenta de especulaciones e imprecisiones), la reconocida pericia, sagacidad y capacidad de investigación de Dimitrie Cantemir (que llegó a manejar once lenguas) le hicieron valedor del título de miembro de la Academia de Berlín. Hasta la mitad del siglo XIX su obra Historia del auge y declive del Imperio Otomano, impresa inicialmente en Londres y traducida inmediatamente al francés y al alemán, fue la obra más importante sobre el imperio otomano (un libro de referencia para Edgard Gibbon y su Historia del declive y de la caída del Imperio Romano). Suya es también la primera descripción geográfica, etnográfica y económica de Moldavia (Descriptio Moldaviae, 1714) que posteriormente plasmó en forma de un mapa que, por la información geográfica y administrativa que brindaba, fue tomado como modelo por todos los cartógrafos de su tiempo.
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“Había una vez un hombre pobre que vivía en una cabaña de un bosquecillo. Más de diez gallinas, un par de gallos, dos corderos y un mastín no poseía. Y aunque el perro era un excelente guardián y un muy buen centinela de la hacienda, bastaba con que se moviera una hoja para que se abalanzara sobre el sonido. Y es que no hay mejor guardián que un mastín bien listo, mucho más que un centinela soñoliento o embriagado por los efluvios del vino. El susodicho mastín se pasaba el día delante de la casa, las gallinas se acostaban en lo alto de la cabaña, los corderos pasaban la noche delante de la puerta, en el zaguán, y el hombre, fatigado y exhausto si venía de sus labores, se sentaba en la cabaña para reposar un instante. Y, por lo que a mí respecta, no dejó, como dice el refrán, que se moviera ni una piedra, porque ni siquiera pude acercarme a la empalizada sin sentir la enemistad del perro, así que ni hablar de subir al desván donde las gallinas o de si quiera acercarme, sólo por temor a no oír su voz, así que lo cierto es que ni pude detenerme ni descansar. Y así, con todos los oficios que he tenido y con las ganas con las que he degustado la dulce carne de gallina, ni siquiera el apetito ni el afán se adueñaron de mí. Porque es tan adversa la suerte que se mofa de los mortales, que en más de una vez no le deja a uno ni siquiera oler lo que con los ojos devoraría. Y una vez me ocurrió juntarme con el Lobo, al que le relaté la historia de aquel hombre y la enemistad del mastín y cómo muchas veces, desvelado y con las tripas vacías, me había jugado la vida merodeando en vano alrededor de su cabaña, al acecho de sus gallinas. Además de esto, le menté que tenía también dos corderos. Pues en cuanto éste se enteró, se levantó de repente y me animó a ir lo antes posible a la cabaña de los corderitos, a lo que dije que, lo que es ir, iríamos, pero antes de que anocheciera, porque buena gana de poner en peligro nuestras vidas por miedo al mastín. Le dije, pues, que tuviera la paciencia de acudir mientras brillara el sol, porque sólo así yo lo acompañaría. Con gran dificultad pude convencerlo y es que la codicia, que ya de por sí es insaciable en su saciedad, tanto más arrecia cuando uno tiene hambre. Y tan bien lo conocía yo, que temía que la dulce y blanda carne del cordero lo turbara más todavía y que, en sus fantasías, el hambre de la codicia y, en su estómago, que azuzaba más si cabe la codicia del hambre, no le hiciera ver lana en mi piel y carne de cordero en mi carne. Porque los filósofos están acostumbrados a hacer aire del agua y agua del aire, aunque la cosa no se ajuste del todo a la razón. Así que, al llegar aquella noche tan anhelada y esperada –yo por miedo y el Lobo por hambre– nos pusimos en camino y, al acercarnos al lugar, le enseñé, desde lejos, apuntando con el dedo, la casa del hombre. En ese momento el Lobo tomó la delantera, husmeando con aires de filósofo y con porte ceremonioso. Y el mastín no reparó ni en las embusteras lisonjas ni en las maneras serviles, y de golpe el bosque se inundó de ladridos y balidos, así que no solamente se oyó el alarido de los bosques, sino que el hombre despertó de su profundo sueño, y el estruendo despertó y asustó también a los niños pequeños, envueltos en sus pañales. Así que el hombre, luego de oír aquellos ladridos, entendió que había acudido alguna bestia indeseable al reclamo de sus corderos. Y saliendo a toda prisa de la cabaña, azuzó al mastín de tal manera, que el Lobo decidió tomar las de Villadiego”.
Biografía selectiva:
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El diván o la disputa del sabio con el mundo, o el juicio del alma con el cuerpo 1698.
Historia jeroglífica, primera novela en rumano 1705.
Crónica de la antigüedad de los romano-moldo-valacos 1719-1722.
Autor de una obra voluminosa, diversa y original (no exenta de especulaciones e imprecisiones), la reconocida pericia, sagacidad y capacidad de investigación de Dimitrie Cantemir (que llegó a manejar once lenguas) le hicieron valedor del título de miembro de la Academia de Berlín. Hasta la mitad del siglo XIX su obra Historia del auge y declive del Imperio Otomano, impresa inicialmente en Londres y traducida inmediatamente al francés y al alemán, fue la obra más importante sobre el imperio otomano (un libro de referencia para Edgard Gibbon y su Historia del declive y de la caída del Imperio Romano). Suya es también la primera descripción geográfica, etnográfica y económica de Moldavia (Descriptio Moldaviae, 1714) que posteriormente plasmó en forma de un mapa que, por la información geográfica y administrativa que brindaba, fue tomado como modelo por todos los cartógrafos de su tiempo.
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“Había una vez un hombre pobre que vivía en una cabaña de un bosquecillo. Más de diez gallinas, un par de gallos, dos corderos y un mastín no poseía. Y aunque el perro era un excelente guardián y un muy buen centinela de la hacienda, bastaba con que se moviera una hoja para que se abalanzara sobre el sonido. Y es que no hay mejor guardián que un mastín bien listo, mucho más que un centinela soñoliento o embriagado por los efluvios del vino. El susodicho mastín se pasaba el día delante de la casa, las gallinas se acostaban en lo alto de la cabaña, los corderos pasaban la noche delante de la puerta, en el zaguán, y el hombre, fatigado y exhausto si venía de sus labores, se sentaba en la cabaña para reposar un instante. Y, por lo que a mí respecta, no dejó, como dice el refrán, que se moviera ni una piedra, porque ni siquiera pude acercarme a la empalizada sin sentir la enemistad del perro, así que ni hablar de subir al desván donde las gallinas o de si quiera acercarme, sólo por temor a no oír su voz, así que lo cierto es que ni pude detenerme ni descansar. Y así, con todos los oficios que he tenido y con las ganas con las que he degustado la dulce carne de gallina, ni siquiera el apetito ni el afán se adueñaron de mí. Porque es tan adversa la suerte que se mofa de los mortales, que en más de una vez no le deja a uno ni siquiera oler lo que con los ojos devoraría. Y una vez me ocurrió juntarme con el Lobo, al que le relaté la historia de aquel hombre y la enemistad del mastín y cómo muchas veces, desvelado y con las tripas vacías, me había jugado la vida merodeando en vano alrededor de su cabaña, al acecho de sus gallinas. Además de esto, le menté que tenía también dos corderos. Pues en cuanto éste se enteró, se levantó de repente y me animó a ir lo antes posible a la cabaña de los corderitos, a lo que dije que, lo que es ir, iríamos, pero antes de que anocheciera, porque buena gana de poner en peligro nuestras vidas por miedo al mastín. Le dije, pues, que tuviera la paciencia de acudir mientras brillara el sol, porque sólo así yo lo acompañaría. Con gran dificultad pude convencerlo y es que la codicia, que ya de por sí es insaciable en su saciedad, tanto más arrecia cuando uno tiene hambre. Y tan bien lo conocía yo, que temía que la dulce y blanda carne del cordero lo turbara más todavía y que, en sus fantasías, el hambre de la codicia y, en su estómago, que azuzaba más si cabe la codicia del hambre, no le hiciera ver lana en mi piel y carne de cordero en mi carne. Porque los filósofos están acostumbrados a hacer aire del agua y agua del aire, aunque la cosa no se ajuste del todo a la razón. Así que, al llegar aquella noche tan anhelada y esperada –yo por miedo y el Lobo por hambre– nos pusimos en camino y, al acercarnos al lugar, le enseñé, desde lejos, apuntando con el dedo, la casa del hombre. En ese momento el Lobo tomó la delantera, husmeando con aires de filósofo y con porte ceremonioso. Y el mastín no reparó ni en las embusteras lisonjas ni en las maneras serviles, y de golpe el bosque se inundó de ladridos y balidos, así que no solamente se oyó el alarido de los bosques, sino que el hombre despertó de su profundo sueño, y el estruendo despertó y asustó también a los niños pequeños, envueltos en sus pañales. Así que el hombre, luego de oír aquellos ladridos, entendió que había acudido alguna bestia indeseable al reclamo de sus corderos. Y saliendo a toda prisa de la cabaña, azuzó al mastín de tal manera, que el Lobo decidió tomar las de Villadiego”.
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