April 23, 2017

LO QUE MARÍA GUARDABA EN SU CORAZÓN: JOSE MARÍA PEMÁN Y PEMARTÍN

PROLOGO

Si El Evangelio estuviese escrito con un propósito humano y literario, la figura de la Madre hubiera sido aprovechada para una porción de instantes lírico o episodios románticos. La figura de la Madre hubiera sido una constante presencia en escorzo. Sócrates, que murió injustamente sentenciado, y ya viejo, es seguro que ya no tenía madre. Si la hubiera tenido, es presumible que Platón que era casi tan dramaturgo como filósofo, la hubiera aprovechado en el Fedon: el estremecedor relato de la muerte de Sócrates que el Rdo. Benjamín Jowet, considera, después de la Pasión de Jesús, la mejor página trágica de todos los tiempos. En El Fedon no hay madre porque seguramente no existía. En el Evangelio hay poca madre porque el Evangelio va de prisa hacia una meta más alta.

María es el gran silencio del Evangelio. Las pocas veces que Jesús se dirige a Ella, sus palabras tienen mas rigor de doctrina que almíbar de lirismo. En todas ellas, desde la primera en el Templo -"¿no sabéis que es preciso que yo me ocupe de las cosas de mi Padre?"-, trata Jesús de restablecer un orden y una jerarquía de valores en su vida y misión. Cuando una oyente trata de piropear a Jesús con ese desgarrado requiebro "¡Bendito el vientre que te llevó!", El se apresura a cortar en flor la alabanza y desviarle hacia los que escuchan su palabra... No nos han quedado en el Evangelio versillos para componer nuestras letanías y loores marianos. Para exaltarla se ha tenido que acudir a trasladar imágenes del "Libro de la Sabiduría" y metáforas del "Cantar de los Cantares".



Todo ello hay que cargarlo en la cuenta de ese dinamismo agotador de la misión de Cristo, a la que siempre parece que le falta tiempo porque es un constante duelo entre un contenido infinito y un continente temporal de solo tres años. Con nadie fue Jesús más suave que con María Magdalena. Los diálogos entre ellos son siempre diálogos del Amor con el amor. A ella le concede el privilegio de su primera palabra de resucitado. Sin embargo, cuando ella va a detenerlo, la esquiva porque aún no ha ido al Padre. He oído decir a algún técnico que probablemente el "noli me tángere", no está del todo bien traducido por "no me toques": que en su original viene a decir algo como: "no me agarres; no me sostengas". Probablemente, María, la vehemente, pretendió asirse del borde de la túnica del Señor. Y lo que no se puede hacer con el Señor es eso: entorpecerle el paso, agarrarle el vestido... Por eso seguramente hay poca Madre en el Evangelio. Porque ¿qué madre no agarra un poco del vestido al hijo que se le va?

Todo esto lo que va diseñando es la seguridad de que María fue la grande, la suprema contemplativa. Cuando el Evangelio -apenas un par de veces- se vence e inclina hacia la intimidad de María, la pluma de Lucas anota sobriamente: "María, empero, conservaba todas estas cosas en su corazón". Así (2,51), al hallarlo en el Templo. Y así, seguramente, aunque no se nos diga, en todos los demás pasos de la vida de Jesús a los que ella asistió o a los que conoció por la referencia de los discípulos que no tendrían a la Madre ausente de los sucesos del Hijo.

Hay, pues, como todo un quinto Evangelio "guardado" y meditado en el corazón de María. Un Evangelio que habría que intuir, que adivinar. No creo que esto se ha intentado del todo. La viveza objetiva de las narraciones evangélicas, su obsesión ante la figura de Jesús, nos tiene acostumbrados a la lectura de ese gran poema de luz y de sombra, de maravilla y catástrofe, que es la obra de Jesús, mal entendida por todos y por todos mal recibida. Conocemos la Revelación escupida y maltratada; la conocemos mal interpretada por los que veían en Jesús un caudillo temporal y nacionalista; la conocemos recortada por quien quería, con económica tasa, que bastara con perdonar siete veces; la conocemos tergiversada por los apóstoles que pedían dos buenas localidades de primera fila, al lado del trono del Señor, allá en el cielo. No conocemos bien del todo la Revelación conservada y meditada por María en su intimidad. Tanto es este arrastre de la objetividad de Jesús en el Evangelio -no hay poema que no se ladee hacia la parte del héroe-, que hasta plásticamente toda la imaginería mariana tiende a presentarnos una María volcada hacia fuera, complicada en los acontecimientos exteriores: envolviendo al Niño; presentándolo en el Templo; llorando -o hasta desmayándose- al pie de la Cruz. Hay pocos casos, como el del espléndido "nacimiento" de Paredes de Nava, donde Pedro Berruguete ha presentado, junto al Niño, una María "preocupada"; una María lírica, con vida interior, que guarda en su corazón todas aquellas cosas. En ese trozo de madera transida de temblores, no se nos transmite sencillamente un "stabat Mater" junto al pesebre. Se nos revela, un poco, "como" estaba esa Madre.

Este libro no tiene otro propósito que ese: vislumbrar, aunque sea temerariamente, esas cosas que María guardaba dentro de su "corazón". Y al decir "el Corazón" el Evangelista usa la palabra en ese sentido en que siempre la emplea la Escritura: como designación del centro y cogollo psicosomático del ser humano. El corazón es la víscera carnal donde más se siente la vida espiritual. Cuerpo y alma parece que se tocan y acompasan, más que en ningún otro, en ese punto de tangencia. El corazón fabrica respuestas "visibles" al susto, al pudor, al amor. El lenguaje vulgar lo utiliza para todas las situaciones radicales: "poner corazón" en un empeño; decir "con el corazón en la mano"; adivinar en una "corazonada", "querer con todo el corazón". María guardaba pues "esas cosas" en todo su ser: en su memoria, en su emoción, en su inteligencia, en su intuición.

Por eso en ese bulto plástico y silencioso de María podemos encontrar un asidero irreemplazable para conocer y pensar a Jesús, a sus palabras y a sus hechos. Porque al hombre actual, del que se ha dicho que tiene hambre de Cristo, se le propone todos los días que contemple, que medite. Toda una literatura secular tiene detrás para encarrilarle en su tarea: pero todo es poco. Meditar el Evangelio es una operación equívoca, absolutamente desconcertante, porque desde sus primeros renglones, entorpeciendo toda su aparente sencillez, nos coloca ante los ojos el supremo desconcierto y el máximo equívoco: el Hombre-Dios. El ser humano que se propone meditar sobre ese Libro, se siente literalmente descolgado entre dos puntos de infinita distancia. No hay mente que se pueda jactar de no extraviarse en ese itinerario. El Cristo cerradamente moralista o sociológico, amenaza por un flanco. Por otro, el Cristo etéreo, milagroso, que no pega sus pies a la tierra. Hay que tener muy firme la cabeza para no marearse si se encara con seriedad un Libro, que tiene un capítulo -la Transfiguración- donde parece que se habla solamente de un Dios, y otro -Getsemaní-, donde parece que se habla nada más que de un Hombre.


Por eso mientras dure el mundo volverá a recomenzarse la meditación y la contemplación de "esas cosas". Por eso no se agotarán nunca las estrategias y apoyos para ayudar al pobre ser humano en esa aventura gigantesca. Que se le permita a un poeta, sin pretensión alguna de tecnicismo, aventurar algunas páginas sobre ese modo de ver, en el corazón de María, como en un espejo, la misma línea evangélica que a menudo abordamos de frente.


¿Qué mejor directora de meditación? Porque María estaba más agarrada que ninguna criatura humana a los dos extremos infinitos. La perspectiva de Cristo, como Dios, no pudo jamás enturbiarse en su alma que desde el anuncio del Ángel hasta el nacimiento sin varón, había conocido y tocado la maravilla. "Las cosas" que María guardaba en su corazón no pudieron jamás ocultarle su divina luminosidad. No es posible que María se complicara nunca en las dudas o en las groseras interpretaciones de los apóstoles... Pero, por otra parte, la perspectiva humana de Cristo, ¿quién podía entenderla más entrañablemente que María? ¿Qué madre de héroe, de santo o de genio no sigue viendo "en hombre" al niño que nació de ella y que ella crió? Si se afirma la ventaja de la colaboración de los sentidos para meditar -"composición de lugar", imágenes-, ¿quién estuvo colocada en mejor ángulo para ese acceso plástico a la meditación, que María? ¿Qué "composición de lugar", como la casa, el pan, la artesa y el pozo? ¿Qué imagen mejor que El mismo? María poseía las dos claves de meditación: la divina y la humana. No hay que suponerla como sujeto pasivo de un deslumbramiento súbito o de una revelación particular. Creo que su esclarecimiento del misterio y de la mesianidad de su Hijo, tuvo desarrollo dialéctico. Nadie tuvo contactos más informativos sobre su divinidad; nadie tampoco experiencia más cercana de todos cuantos eran elementos negativos, opacos y humanos, que ocultaban esa divinidad o desorientaban su comprensión. Eran minutos de luz celestial contra días y años de domesticidad. Creo que no es ilícito escudriñar en ese proceso de perplejidad y adivinación. Creo que para sus procesos dialécticos; para sus abandonos y rectificaciones de vías de penetración en el enigma, es lícito emplear la misma palabra "tentaciones" que el Evangelio utiliza para el propio Jesús.

Supongo que este método de adivinación y persecución de un proceso ambivalente de caridades y opacidades, es el mismo de toda la mariología. Como la base escrituraria es tan mínima para arrancarle el silencio toda una mariología técnica y todo un marianismo popular, fue preciso emplear a fondo la intuición humana impulsada por un ritmo de amor, casi por un dinamismo de hipérbole.

Es explicable que un Concilio, convocado bajo el signo de lo ecuménico, de la convivencia con los cristianos separados, actuara, en el tema mariano, con un tanto de cautela ante el posible desbordamiento de lo intuitivo, que está siempre en la orilla de lo imaginario. Cuando se llegó a una votación sobre un punto puramente metodológico, sobre el lugar en que habría que colocar el estudio de María, llegó a escribirse en algunos titulares de prensa sensacionalista: "La Virgen ha perdido la votación por sesenta votos",

Modos de hablar. María, proclamada "Madre de la Iglesia", está delante de nosotros como un tema siempre intacto para las operaciones intuitivas y emocionales de los cristianos. Lo que en este libro queremos medio adivinar es maravilloso, y se nos escapará en enormes dosis de la pluma. El espejo en que vamos a tratar de verlo era, sin embargo, sencillo y limpio como ningún otro. Por eso yo quisiera equilibrar toda la altura del contenido de este libro, rebajando su forma. Si no fuera irrespetuoso, casi le hubiera dado tono de "diario íntimo": el diario de aquella nazarena humildísima, que transcribía, en su corazón,"aquellas cosas", sin énfasis ni poquedad. Un día diría algo así: "Hoy me he prometido con José el carpintero". Y otro: "Hoy se me ha aparecido un Ángel y me ha dicho..."


I.-MARIA, SIN RECLINATORIO

Naturalmente que la casa de Nazaret donde una joven llamada María vivía desposada con José el carpintero, no tenía oratorio particular.

Luego, la iconografía cristiana se complacerá en pintar a María rezando en un reclinatorio, bajo un arco neoclásico y renacentista. Así rezaba, acaso, lo poco que rezara, Victoria Colonna; así la princesa Gonzaga. María, no.

El reclinatorio es un artefacto que tiene "mala prensa" en la literatura puritana. El reclinatorio tiene algo de pedestal, de tribuna: algo diferencial que segrega a su usuario de la muchedumbre del pueblo fiel. A veces, incluso, sobre el terciopelo donde se apoya el orante, hay unas letras metálicas que cantan propiedad y exclusivismo: "viuda de Tal", "marquesa de Cual". Desde aquella especie de personal y diminuto "coro", parece que Dios no escucha más que a un determinado comunicante. A veces el reclinatorio está atado a la verja de la iglesia con una cadenita. Todo es título de propiedad; vínculo y mayorazgo. Su mismo nombre lo dice: "reclinatorio". Artefacto para reclinarse. Algo se supo luego de unos apóstoles que se reclinaron en un huerto, en la hora de la oración, y se durmieron como carreteros fatigados, mientras su Señor sudaba sangre de pura angustia.

La oración, pues, de una jovencita judía no se podía parecer mucho a la de una señora del siglo dieciséis o diecisiete -siglo de pictóricas "Anunciaciones"- en su oratorio. Rezar era una comunicación directa del corazón con Dios, sin más intermediario que algunos salmos bíblicos sabidos de memoria. Entre esa oración desnuda, de sinagoga, y esa otra de la Reforma puritana, sin imagen ni plasticidad, está la Iglesia con su elaborado y complicado formulismo de siglos; con sus anchos compromisos y pactos con la Historia. Está la oración de los reclinatorios, y los doseles; y el pertiguero que llega con la "paz" de plata repujada para que la bese el príncipe o el señor gobernador, o sencillamente doña Amalia, la que regaló los candelabros de plata. Hay dos puntas de oración personalísima, de soliloquio y vaguedad. Y en el centro, una organización.

La oración cristiana del reclinatorio está inserta en un complejo regulado y organizativo donde las cosas tienen perfil, tope y figura. Hay la confesión y la absolución para saber cuándo Dios nos ha perdonado. Hay el agua bendita; y la indulgencia; y la limosna; y el escapulario, y la medalla. Toda una inmensa elaboración legal de veinte siglos.

Pero María no tenía reclinatorio, ni escapulario, ni agua bendita. La oración judía no tenía muy claramente fijado el límite donde acabar. Se hablaba con un tremendo Interlocutor silencioso. La oración de María no podía ser, como Santa Teresa definía la suya, un "rato de conversación con Quien bien me quiere". Todavía la relación con el Señor era más de temor que de amor. No tenía más lenguaje que la Escritura: un libro de truenos y temblores. La oración era, un poco, como una comparecencia en juicio; una relación de teocracia.

Por eso para que la "religión" -la "religación" con la Divinidad- tuviera perfil y dureza de cosa concreta, era preciso que, de vez en cuando, la comunicación se hiciera explícita y directa; que el Interlocutor interviniera.

Y a cambio de rezar sin reclinatorio, sin altar ni imagen, en un rincón desnudo de la casa, no era demasiado asombroso que a una muchacha judía se le apareciera un Ángel.


II.-LA PRIMERA SOLEDAD

Aquel día, cuando María salió de aquel rincón de su casa -acaso cercano a una ventana por donde se vieran los cuatro matojos de su huertecillo-, María iba turbada.

La Escritura y todavía luego los Evangelios, son los libros de las turbaciones. La turbación es el prólogo de todas las comunicaciones divinas. Los profetas, los pastores, los apóstoles, María, todos empiezan por turbarse. En el escalafón de la sobrenaturalidad cristiana se está todavía en una etapa de vida previa que se parece, en la otra jerarquía de la vida animal, a la etapa del instinto con relación a la de la racionalidad. Hay como un olfateo bíblico de prodigios y terrores, una alerta circular de maravillas, parecido a esa temblorosa indagación permanente de los animalillos acorralados por toda la curva de los horizontes. Todos -apóstoles y profetas y pastores y muchachas- andan como perrillos alanceando con los hocicos húmedos el viento y el trueno y los pasos. Nunca sabe el instinto por dónde puede venir el riesgo. Ni el fiel de la antigua alianza sabía por dónde podía venir Dios.

También la virgen de Ávila salía muchas veces turbada del coro o la capilla. Se le habían salido a la cara rubores y palideces. Pero no estaba condenada a encerramiento y soliloquio total. No tenía que guardarse su turbación, como un cilicio, bajo los hábitos. Tenía sus recursos legales: el confesionario, el director; unos frailes para pelear y discutir; unos papeles donde le habían ordenado que escribiera aquellas cosas... Pero María, no. María ya venía encerrada en su propia perfección: perfección desesperadamente solitaria entre las rasposas realidades de la aldea judía. "Lirio entre espinas", me parece endeble metáfora para la vida interior de aquella niña entre arrieros, menestrales, negociantes y muchachas casaderas.

Y sobre toda aquella soledad, se añade ahora un secreto estremecedor. Un Ángel que la ha llamado "la llena de gracia": no como un piropo, sino como un Nombre: como una definición. Un Ángel que le ha hecho el anuncio de una maternidad inexplicable.

El coloquio había sido todo él como esos poemas que decimos que son oscuros a fuerza de ser clarísimas sus palabras. Aludir con claridad a lo oscuro y con sencillez a lo complicado, es la fórmula misma de la Poesía: y la fórmula del Misterio. Nada se había disimulado ni esquivado en el breve coloquio. El Ángel no había vestido su mensaje de perífrasis a lo Isaías y a lo Ezequiel. Parecía llegado el momento de hablar claro: "concebirás un hijo". Ni María había objetado con veladuras de falso pudor. Ella había preguntado: "¿Cómo puede ser eso si yo no he conocido varón?" El pudor de María era verdaderamente "angélico". No como ese convencional del mundo que cifra el pudor en un valor negativo de ignorancia y falta de información. ¿"Angélico" ese pudor? El Ángel lo sabe todo, lo conoce todo. María había objetado con la llana diafanidad realista con que se había desarrollado todo el diálogo. El circunloquio de las cigüeñas no formaba parte de su diáfana conciencia de cristal. Estaba dispuesta a ser Esclava del Señor, porque primero era ya tranquila y sumisa esclava de toda la realidad circundante.

Cuando María salía del rincón-oratorio, cualquier rincón de su casa, era ya la Virgen de la Soledad.

Esto es lo primero que fue María. Luego será reconocida la Pura, la Madre, la Asuna, la Medianera. Luego se le cantará también en su soledad física del Calvario, al lado del Hijo muerto... Pero ya era Virgen de la Soledad ante el anuncio del Hijo inexplicable. Soledad dolorosísima de la perfección no compartida, del secreto no revelado.

Ya empezaba María a guardar cosas en su corazón. Más tarde todavía vendrá el medir y valorar ese Corazón suyo por lo que da a los hombres. ¡Pero mejor revelaba su capacidad y su medida, el tamaño pavoroso, el volumen teológico, de lo que en su corazón de muchacha había ya empezado a guardar!



III.-EL MENSAJE ENTENDIDO

Lo que María empezó a guardar en su corazón después de su coloquio con el Ángel venía a ser como una enorme luz que tuviera peso. Algo tan grande que no se podía recorrer ni detallar, y a lo que ella prestaba esa fe voluminosa que prestamos paradójicamente a esas cosas que definimos diciendo que "no se pueden creer". "Me ha tocado este premio; no lo puedo creer". "No puedo creer en tanto honor, en tanta felicidad"... María creyó tanto al Ángel, tanto, que no podía creerlo.

Porque María probablemente había entendido del todo. Quizá el Ángel le habló más cosas que las que figuran en el texto evangélico. Sabido es, de una vez por todas, que los Evangelios no son más que unos sobrios y parciales apuntes de la primitiva predicación apostólica: "algo" de lo que se predicaba; y sobre todo, "algo" de lo que había sucedido.

Pero dijérale el Angel más cosas o no, lo que le dijo era ya suficientemente claro y concreto para una muchacha judía que estuviera, como era uso y piedad, bien inmersa en una cierta cultura bíblica. No es fácil darse hoy cuenta plena de lo que era en Israel una educación y una cultura enfocada toda en una sola dimensión. No nos podemos hacer a la idea de lo que es un cerebro y una sensibilidad acaparando y concentrando en la sola penetración de un Libro todas las fuerzas intelectuales y emocionales que a nosotros se nos van por los mil salideros de la erudición. No podemos valorar bien lo que venía a ser aquel bachillerato de solo un texto y una asignatura. La física, la química, la mecánica; lo que eran los climas, los astros o los mares, lo decía la Biblia. El código para vivir, contratar, casarse, andar por la vida, era la Biblia. La historia, el romance, la canción, eran la Biblia.

Una información así, más que información era atmósfera, oxígeno, sangre. Para medio entenderla habría que pensar, por ejemplo, en la información oral y tradicional del pueblo español en su hora clásica. En una de nuestras novelas picarescas, el pícaro se coloca de fámulo o criado de un monseñor italiano. Y el criado divierte mucho al monseñor contándole todo lo que sabe el Cid, de los infantes de Lara, de Almanzor o de Bernardo del Carpio. El amo le pregunta si es que lee mucho. Y el fámulo le contesta que él no sabe leer; aquello lo sabían todos los españoles: lo sabían de oídas, o de respiración. Estaba en el aire. Entraba por los poros. Era tradición viva.



(continuará)

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