En la farándula de nuestra lamentable clase media, la mujer joven, la señorita casadera, es una víctima del ambiente y de la apariencia.
Todos conocéis a esas pálidas burguesitas, lindas y mediocres rubias, rojas, morenas, que van a los cafés de barrio las noches de domingo, a esos cafés donde un piano ejecuta los viejos romanticismos de Jugar con fuego y un violinista con melena llama a Rodolfo, en las notas sentimentales de El anillo de hierro. Ellas también le llaman con el ansia de sus años vehementes que se van mustiando en la melancolía de los días tediosos y sin amor, y sus ojeras se amoratan al evocar la figura del galán que tiene los áureos prestigios de un príncipe milagroso de leyenda. Y en el desfile de las horas yermas, amarradas al potro de su involuntaria virginidad, tal vez sus ojos tienen un lágrima porque lo días huyen... huyen, y Rodolfo no llega nunca.
Para la señorita, la llegada del galán es la resolución del problema sentimental, del problema erótico, "resuelto decentemente, como Dios manda", y el problema de la alimentación.
Merced a la educación católica, de moral aparente, la pobre señorita es un ser completamente desarmado para la lucha de la vida y ante ella se aparece este dilema: el matrimonio o la prostitución.
La cultura de la mujer es completamente nula; los padres solo se han ocupado de que sepan El vals de las olas para lucirse en alguna reunión y bordar una inicial en un pañuelo para el santo de una amiguita. Nada fuerte, nada útil que les ponga a cubierto de la miseria y del encanallamiento.
Esto da por resultado la falta de independencia, la forzada sumisión al hombre en todos los casos. Y como la vida es cada vez más difícil, el matrimonio va siendo más raro de día en día.
Porque la señorita, precioso parásito, tiene fabulosas exigencias dentro del hogar. Nunca son colaboradoras del esposo por su inferioridad intelectiva, ni son compañeras útiles como las mujeres de lo obreros, porque en su vida de falsos oros, las señoritas no pueden descender a los quehaceres domésticos, que les parecerían odiosos y entristecedores. Están solo preparadas para el deleite; han cultivado su coquetería para hacerse deseables y en reciprocidad del encanto de su cuerpo quieren el derecho a no hacer nada, a no pensar, a no preocuparse más que de sus lazos y de sus moños. Ellas se han entregado vírgenes al esposo, y éste tiene que pagar tan preciosa ofrenda con el sacrificio de toda la vida, hora tras hora..
Y a la puerta de estos hogares llama el hambre frecuentemente con su mano espectral.
Algunas veces, en la prisa por solucionar el problema nupcial, asustadas por su inutilidad ante el porvenir, muchas jóvenes se casan antes de la llegada del amor. Unidas a hombres a quienes no aman, su vida es un triste infierno vulgar, los besos son tediosos, el vivir en comunidad insoportable, y las fusiones carnales sin pasión tienen el puerco desencanto de la carne ahíta. Y cuando el verdadero amor, el "esperado" llega después, el derecho a amar busca las puertas vergonzosa del adulterio y de la hipocresía, en ejercicio de un perfecto derecho, en armonía con la especie, que quiere que sus ejemplares sean hechos con la divina fiebre de la voluptuosidad, sin que le importe la legalidad del hecho en que los sexos se han fundido al correr las fuentes inmortales de la vida.
Ahogados por la miseria económica, prisioneros del "qué dirán", la vida en esos matrimonios es cruel y triste y estúpida. Carecen hasta del derecho de la procreación, porque cada hijo trae una complicación pecuniaria y a veces deja un trágico rastro en los corazones. ¡A cuántos procedimientos mezquinos y tristes, contra Natura, obliga a acudir la miseria para corregir la ciega floración de la Naturaleza!
Y todo esto, en el supuesto más favorable, en el de que la señorita se llegue a casar. Muchas, impacientes de la larga espera, o al quedarse solas enfrente a la lucha, emprenden el sendero de la vida galante. No me espanta que las mujeres sean pródigas de sus encantos, lo miro desde un plano amoral: creo que tienen derecho a las mayores libertades en amor; pero por su capricho, por su temperamento. Por hambre, es verdaderamente doloroso.
Es preciso que la señorita pobre se liberte de prejuicio de clase, de los errores de la educación y conquiste con su cultura la independencia. Que deje de ser un frívolo animalito de lujo y de voluptuosidad. Que cuide menos del ridículo honor burgués y conquiste la vida por sí sola. Es muy lógico, incluso que invadan el campo de acción de los hombres para que ellas adquieran una postura decorosa y útil en el cuerpo social; en las imprentas, con las máquinas linotipias, en los escritorios, en el comercio, en el periodismo, en la literatura, en todos los menesteres compatibles con su delicadeza y debilidad corporal.
Así dignamente, sin apresuramientos, pueden esperar la llegada del príncipe soñado. La vida será más suave, más noble y más fecunda, y si el "esperado" falta a la cita y se dobla el melancólico cabo de los treinta años, siempre tendrá su dignidad a cubierto y su pan no tendrá que amasarse con el dolor de una prostitución involuntaria.
Revista Vida Socialista
1910
October 09, 2015
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