Marcial era un obrero bueno, obediente, dócil, humilde. El bello ideal del perfecto patrono que sabe lo que le conviene. No se quejaba nunca, no se cansaba nunca, no se rebelaba nunca. Un ascendencia larguísima de esclavos le debió meter en la sangre todo el espíritu de servidumbre de un raza ante la que el buey era más libre, más "hombre"...
Además, Marcial creía; tenía la abyección de creer, pero de creer en todo aquello que estaba sobre él. Creía en el cura, en el patrono, en el señor alcalde, en el guardia municipal, en el cacique del distrito. Con un fe inconmensurablemente bestial. Y las "buenas gentes" decían de él: Es todo un buen hombre".
Y sí lo era. En la Asociación obrera que el señor cura dirigía, era uno de los socios beneméritos. No hablaba, no tenía iniciativa alguna, verdad es. Pero obedecía, obedecía siempre con una fidelidad ejemplar. Era un perro, un cariñoso y leal perro sin dientes.
Cuando en la fábrica del señor Sinentrañas, a la cual estaba unido desde la niñez, se declaró la huelga, Marcial fue uno de los pocos que siguieron trabajando. Por eso, al fracasar el movimiento huelguístico, el señor Sinentrañas le subió el jornal en un peseta a la semana. Y Marcial lloraba aquel día de gratitud, y besaba las manos al señor Sinentrañas. Las buenas acciones siempre tienen su recompensa.
No era así el hermano de Marcial, Pedro el Rebeco, como le llamaban las buenas mujerucas cuando hablaban, escandalizadas, de las travesuras de aquel empecatado muchacho. No iba a la iglesia, como Marcial, ni pertenecía a la Sociedad obrera católica, sino a la otra, a la de los malos, a la de los que tantos disgustos daban a diario a aquel excelente señor Sinentrañas. Y cuando la huelga se declaró, él fue uno de los que con más empeño la mantuvieron. Por eso se quedó en la calle, sin trabajo, sin que nadie le quisiera admitir a ganarse un jornal, vagabundeando, hambriento, pero sin querer todavía bajar aquella frente que un orgullo satánico mantenía constantemente erguida...
Y hablando de la verdad, de la justicia, del derecho...¿Quién era él para hablar de esas cosas, quién era él? La verdad era solo aquella que el señor cura predicaba desde el púlpito todos los domingos, y el señor cura era el señor cura y Pedro el Rebeco era Pedro el Rebeco. La justicia estaba en manos del señor juez, y nada más que en manos del señor juez, que por eso había sido nombrado por los que poder tenían para ello. Y el derecho... El derecho también era del señor juez, y el del señor cura, y además, del señor Sinentrañas. Los pobres no tienen más misión que resignarse y trabajar, y ser respetuosos y humildes con los mayores en edad, dignidad y gobierno.
Marcial se lo había dicho muchas veces a su desventurado hermano, pero éste, o no le había querido oír, o había gritado más que él, como si tuviera razón. Y, claro está, había tenido que dejarle por imposible. Y ahora, por no ponerse a mal con el señor Sinentrañas, con el señor cura y demás respetables personas del pueblo, había roto en absoluto sus relaciones con el réprobo incorregible. No, suya solo era la culpa y justo era que la pagase.
Un día, le encontró en la calle desesperado, pálido, demacrado... ¡Qué lástima de dio! Se conocía que no había comido hacía muchas horas. Aquel día le habló...
-Pedro -le dijo con voz emocionada, pero severa- se ve que tienes hambre. Yo, que soy tu hermano, te quiero, aunque no lo parezca, y estoy siempre dispuesto a darte un buen consejo. Mira: vete donde el señor cura y donde el señor Sinentrañas, pídeles perdón, y estoy seguro de que te volverán a dar trabajo...; anda, hombre, anda, si ellos son buenos y te perdonarán, y, además, yo intercederé... ¿quieres?...
¡Y el maldito, que le volvió la espalda, sin contestarle siquiera! El se quería, pues, su desgracia, ¡parece mentira que de igual trono dos tan diferentes ramas brotaran!...
Aquel mismo día fue cuando sobrevino al fin lo que era de esperar. Pedro el Rebeco no pudo resistir más: tenía habilidad, tenía fuerzas para trabajar, pero nadie, nadie le quería dar trabajo. Nadie, nadie quería indisponerse con el señor Sinentrañas. Y el Rebeco se decidió y fue a ver al señor Sinentrañas. Más soberbio, más altanero; más rebelde que nunca. Era un sometimiento que parecía un imposición de condiciones; era un emperador, que, con la cadena al cuello, se presentaba ante el esclavo victorioso en la sedición. Había hasta majestad, la sublime majestad de la desesperación, en aquel andrajoso, escuálido y sucio, que aparecía ante el orondo burgués, pulcro, craso, lleno de hartura...
-¿Me da usted trabajo?
El señor Sinentrañas, que acababa de comer, y era acariciado por el sol, en su cómoda poltrona, mientras saboreaba un habano magnífico, se sintió magnánimo desde el fondo de su estómago.
-¡Si, hombre, sí! Si me prometes ser bueno en adelante, yo te perdonaré y...
-No pido perdón; pido trabajo.
En el estómago del señor Sinentrañas ardió una indignación olímpica.
-¿Sí? Pues ni trabajo, ni perdón.
El Rebeco, que se sentía quemar por un hambre ciega y sombría, hambre en el vientre y en el corazón y en los nervios, hambre en todo su ser, cogió algo que encontró cerca de sus manos, y lo arrojó contra la cabeza del señor Sinentrañas. Y del cráneo del rico caballero brotó sangre..
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He aquí por qué, aquella tarde, cuando el buen Marcial salía de trabajar e iba hacia su casa, donde le esperaban su mujer y sus hijos y una cena caliente y un lecho casi confortable, se encontró, frente a sí, a su hermano, al Rebeco, conducido por dos guardias civiles.
Había llegado lo que se esperaba, lo que era lógico, dado el modo de ser de aquél... Si, aunque duro, era el calificativo apropiado ¡de aquel canalla!
Y a pesar de ser su hermano, a pesar de todo, Marcial ya no podía pasar por aquello. Y, por eso, pasó al lado de él, sin mirarle, alta la frente, lleno de inexorabilidad, con un sublime gesto de satisfacción de sí mismo, de orgullo.. ¡de dignidad!
Revista Vida Socialista
1910
October 09, 2015
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