Al cabo de cincuenta años hay una oleada de escritos que atribuyen a la liberación sexual el chantaje de la erección permanente, el estajanovismo del hedonismo, la tiranía de lo genital, la dictadura del coito. ¿Creéis que habéis conquistado la libertad? Craso error, porque nuestra época nos ordena sistemáticamente experimentarlo todo, que nos liberemos de los bloqueos e inhibiciones, que gocemos al máximo, que seamos una especie de atletas de la libido. Por lo visto, bajo la apariencia de la permisividad progresa la ferocidad de las normas de la excelencia mensurable, un hedonismo cuantitativo y obligatorio que más que desinhibir a los individuos, los acompleja.
¿Qué queda, en estas condiciones, de los juegos delicados y poéticos del amor? En la era del porno y la sexología, afirman los decepcionados de la permisividad, no tenemos ya más que un erotismo hiperrealista y obsesivo, deshumanizado, deslastrado de la dimensión racional con el otro. La verborrea emancipadora y el hedonismo cultural se aúnan para destruir el contenido afectivo de la sexualidad, reduciendo ésta a un savoir-faire técnico, a una relación contractual pobre y despoetizada, sin imaginación ni afecto. Mientras crecen la deserotización del mundo y la impersonalidad de la relación con el otro, la fase III transforma a los individuos en faltos de amor, en sujetos calculadores, incapaces de establecer vínculos reales entre ellos. En la lista de proezas de Super(wo)man podría figurar ahora el haber decapitado al cariñoso Cupido.
Sin duda, la fase III se caracteriza por el aumento de los hogares de un solo individuo. Pero no por eso han desaparecido el ideal de la pareja, el deseo de vivir un gran amor, los sueños secretos del Príncipe Azul. Antes bien, son omnipresentes. Se ha acabado el modelo fusionado del amor, no del ideal amoroso. Casi dos de cada tres mujeres dicen que no podrían tener relaciones sexuales con nadie sin amarlo, tres de cada cuatro franceses emparejados desde hace menos de dos años se declaran muy enamorados de su pareja. Ni siquiera entre los adolescentes pueden las relaciones íntimas eludir una referencia, por ligera que sea, a los sentimientos y al amor, para velar la desnudez de la pulsión, pues las chicas dicen que desearían que los chicos reconocieran lo que sienten, expresándolo con palabras.
Lo que califica a la fase III no es tanto la desimbolización y el colapso efectivo cuanto la psicologización de masas de la sexualidad y la vida en pareja.
Pero aunque la idea de cultura antisentimental tropiece con los hechos, hay en marcha transformaciones de fondo que llevan la impronta de la sociedad de hiperconsumo. Cada vez son más los hombres y mujeres que reconocen tener dificultades para amar de un modo prolongado y se muestran escépticos ante la posibilidad de amar a la misma persona toda la vida. Desde este punto de vista, lo más notable no es tanto el sexo por el sexo ni el crecimiento relativo de las parejas sexuales como la multiplicación de las historias amorosas. Al final se anda menos de aventura sexual en aventura sexual que de historia amorosa en historia amorosa. Por un lado, el ideal amoroso es un cortafuegos ante el consumo-mundo; por otro, la vida sentimental tiende a alinearse con la temporalidad efímera y acelerada del hiperconsumo. No hay anulación de la dimensión afectiva sino una vida amorosa que se está estructurando como el turboconsumismo, por el destronamiento del mito del amor eterno, la descalificación de los ideales de sacrificio, el aumento de las relaciones temporales, la inestabilidad y el zapeo de los corazones.
Consumismo sentimental que podrá ser cualquier cosa menos eufórica, dado que produce sensación de vacío, decepción, resentimiento, heridas íntimas. Luego si hay un consumo hedonista, también existe una dimensión sismográfica del hiperconsumo, dominada por la repetida alternancia de felicidad y tristeza, exaltación y abatimiento.
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No responsabilicemos a la era del sexo-placer de todos los males.
Seamos sinceros: ¿quién quiere realmente volver atrás?
El cambio es manifiesto en relación con estas épocas pasadas: todas las encuestas disponibles señalan que las mujeres, en la relación amorosa, se han vuelto más activas y más hedonistas; al mismo tiempo ha aumentado la duración del coito y de los preliminares. Si se enfoca la cuestión desde el punto de vista femenino, todo invita a pensar que el sexo aparece, más que antes en cualquier caso, como una fuente de alegrías y placeres.
Hay que prestar atención al detalle: al producir indiferencia, ironía o aburrimiento, el sexo eficaz, liberado de la dimensión subjetiva y emocional, apenas encuentra eco en el universo femenino. Hay que observar que, al menos entre las mujeres, su influencia es muy reducida y que no ha conseguido destronar la primacía de la relación afectiva con el otro.
En el contexto de la vida sexual, el individualismo actual no coincide con el cada cual a la suya, sino, muy al contrario, con un ideal de intercambio de placeres, de escucha del deseo del otro, de atención a sus ritmos y preferencias. En las situaciones íntimas se ha vuelto normal hablar de la libido de la mujer, ya que los amantes expresan ahora sus expectativas y sus gustos, se corrigen entre sí. Lo que califica la cultura erótica en la hipermodernidad no es la orden de ser eficaz, sino un ideal de reciprocidad hedonista que comporta un modelo de comunicación interpersonal.
El aggiornamento del imaginario del bienestar se expresa también en las mutaciones masculinas del modelo donjuanesco. Multitud de indicios, en efecto, señalan que las nuevas generaciones están menos obsesionadas por las conquistas femeninas y valoran más la vida en pareja, los sentimientos y la calidad de la relación. El Don Juan sediento de proezas amorosas ya no es el modelo del individuo hipermoderno: es como si, al privilegiar ahora lo relacional, la escucha y la comunicación intimista, los varones tuvieran menos interés por hacerse los grandes seductores.
¿Y si los deconstructores de la tiranía del placer hubieran sido los primeros engañados? Pues ¿qué significan las reivindicaciones femeninas del placer sino la negativa a una vida sexual que se reduce a una obligación o a un ritual fastidioso, negativa a someterse al placer obligatorio y la obsesión comparativa toman la parte por el todo, la espuma por la ola de fondo, pues de lo que se trata es de las nuevas aspiraciones a la felicidad individual. ¿Por qué hablar de dictadura del orgasmo cuando lo que está en juego es vivir una sexualidad no atrofiada y plena?¿Qué hay de despótico en celebrar la finalidad hedonista de la sexualidad?¿No es aquí donde está su principal valor? El contrasentido salta a la vista: lo que estructura la nueva cultura libidinal no es el mandato de lo cuantitativo, sino la búsqueda cualitativa de vivencias. Si este análisis es exacto, hay que interpretar la revolución sexual como una de las fuerzas que han servido no para poner en órbita el estajanovismo libidinal, sino para promover el imaginario de la calidad de vida de las personas.
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Desdicha sexual y afectiva que deriva del alineamiento del orden erótico con el económico. Así como el liberalismo económico produce una nueva pobreza, también el liberalismo sexual engendra un neopauperismo libidinal y afectivo. En este universo hipercompetitivo, solo unos cuantos sacan provecho de la liberación de las costumbres, ya que la mayoría está condenada a la soledad, a la frustración, a avergonzarse de sí misma. Como si no fuera suficiente el horror económico, ahora lo vemos de la mano con el horror libidinal. Al fin y al cabo, el individualismo y el liberalismo cultural no han hecho sino aislar paulatinamente a las personas, volverlas egocéntricas, incapaces de hacer feliz al otro. Lejos de haber potenciado la felicidad de los sentidos, la revolución sexual produjo un tremendo alud de frustraciones y malestar. Liberación de los cuerpos, desamparo de los seres.
Para finalizar, no vivimos tanto el fracaso de la revolución sexual como los límites rigurosamente infranqueables del PROYECTO POLÍTICO DE PLENITUD LIBIDINAL UNIVERSAL. La ilusión fue creer que podía ser un progreso ilimitado, un avance ininterrumpido, irreversible, universal, hacia la felicidad erótica. En las sociedades individualistas, donde la vida sexual está libre de imposiciones colectivas, las exclusiones, las frustraciones y las insatisfacciones no son anomalías, son realidades imposibles de suprimir porque proceden de la propia dinámica de la individualización. Puesto que los individuos se gobiernan solos, son sujetos de decisiones, pero también, por desgracia, víctimas de las leyes del amor y del azar, de los mecanismos de las preferencias y los desdenes, las atracciones y las repulsiones, los enlaces y los desenlaces. Las leyes de la competencia interindividual, de las libres inclinaciones y aversiones de los individuos crean perdedores de manera inevitable. Aquí es válida la idea de ampliación del ámbito de lucha (Michel Houellebecq). Aunque la revolución sexual derribó los principios victorianos que encuadraban los comportamientos individuales, no consiguió impulsar el deseo de todos por todos, la armonía o coincidencia de apetitos, la igual deseabilidad de cada uno. Las máscaras han caído: evidentemente, todo no es político. Es imposible concebir la felicidad erótica como resultado mecánico de una liberación colectiva, ya que depende de la seducción de las personas, de las preferencias y gustos de cada cual, de la alquimia de los cuerpos y las almas individuales. Está claro que la revolución que prometía poner fin a la desdicha sexual no llegará al despotismo de la eficacia, proceden de la cultura de los individuos autónomos, que disponen de sí mismos en un mercado desregulado.
No nos engañemos: lo que entorpece la plenitud libidinal no son las normas atléticas del sexo, sino, mucho más crudamente, la ausencia de vida sexual, la soledad y también los descensos del deseo del otro, la incomprensión en la pareja, el desencanto amoroso. La satisfacción que se obtiene de la vida sexual no se reduce al número de orgasmos: está relacionada con el deseo del otro, con complicidades, con el encanto de la seducción, con la intensidad de los sentimientos por el otro.
Fenómenos que el tiempo, por lo general, acaba estropeando. Así pues, la satisfacción erótica disminuye con la duración de la pareja, con la vulgaridad de la vida cotidiana, con la rutinización de las relaciones y las heridas de cada uno. No buscamos la explicación de la disminución del sexo o de la desaparición del deseo en los mandatos del hedonismo obligatorio, cuando la razón se encuentra sobre todo en la labor corrosiva del propio tiempo. ¿Tiranía de Super(wo)man? Aún está lejos de hallarse en condiciones de rivalizar con el empuje, más lento pero inigualado, de Cronos.
LA FELICIDAD PARADÓJICA
Gilles Lipovetsky
September 20, 2014
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