¿Plantar un árbol?
Demasiado fácil (mentira). ¿Tener un hijo? Demasiado caro. Así que el
año de mi 30 aniversario decidí comenzar a tachar casillas de ese formulario
vital del refranero español y lanzarme a escribir mi libro. No solo eso, sino
también publicarlo con una editorial, sorteando los peligros de la autoedición.
Alrededor de un año y medio después de aceptar el reto, el pasquín estaba
terminado, editado, presentado, promocionado… y prácticamente
olvidado en la inmensidad de la industria editorial. Da igual
su título, o su temática (se trataba de un pequeño reportaje sobre educación),
o cuántas decenas de copias vendí. Ese no es el tema, aunque ¿les he dicho ya
que pueden comprarlo 'online'?
La gran pregunta aquí es por qué me
decidí a hacerlo de verdad. Una buena respuesta, aunque quizá un tanto
pretenciosa, es porque pensaba que podía aportar algo de valor a la sociedad,
una obra que de otra manera no existiría y que consideraba que debería estar al
alcance de todos los españoles. La experiencia, no obstante, me ha demostrado
que la gente no escribe libros para los demás, sino para
ellos mismos. Puede sonar un tanto egoísta, pero al fin y al cabo se
trata de un trabajo: si de verdad lo que uno pretende es hacer mejor la vida de
los demás, se me ocurre una larga lista de cosas infinitamente más útiles que
escribir un libro. Entre otras cosas, dedicar ese tiempo a realizar las tareas
que los escritores suelen encasquetar a los que les rodean (generalmente, mujeres).
Quizá escribí un libro para saber qué ocurre cuando escribes un libro. La
respuesta es sencilla: nada o, mejor dicho, no gran cosa
Pongamos que lo escribí para mi propia
realización. La versión oficial que me gusta contar(me) es que se trataba de un
reto. En parte, es cierto. Quería saber si era capaz de ir un poco más allá de
mi trabajo diario de periodista y enfrentarme a un proyecto más ambicioso. Se
trataba de un desafío a tres niveles: organizativo (¿tengo la autodisciplina
suficiente como para sacarlo adelante?), profesional (¿de verdad sé cómo
hacerlo?) y personal (¿tengo el talento suficiente para aportar algo de
valor?). Los demás me creen cuando lo explico. Lo escribí para mí mismo, para
que el lector aprenda algo y, de paso, para dar la voz a los profesores, los
verdaderos protagonistas del libro. Esto último siempre queda muy
bien.
No obstante, mi inconsciente suele
pellizcarme para recordarme que estoy contando una verdad a medias. En
realidad, hay otras motivaciones que no estaría dispuesto a admitir en público.
Quizá escribí un libro para saber qué ocurre cuando escribes un libro. La
respuesta es fácil: nada o, mejor dicho, no mucho. Económicamente,
prácticamente nada, pero eso ya lo sabíamos. Tus amigos te felicitan, los
conocidos le dan "me gusta" a tus publicaciones de Facebook, las
fuentes se quedan encantadas con ver su nombre impreso y te llevan a la Ser o
a Carne Cruda como supuesto experto. Eso teniendo en
cuenta que tengo el privilegio de trabajar en un medio como El Confidencial,
que me da una visibilidad que el 95 % de escritores españoles no puede
disfrutar. Pero hay algo aún peor.
Las ruedas no pueden
dejar de parar
Al final, digámoslo ya, uno decide
escribir un libro porque tiene un ego relativamente grande y, además, sospecha
que es el camino más fácil para hacerse un nombre en la profesión.
Es un cuento de la lechera periodístico con el que supongo que también se
identificarán en otras profesiones: si sacas un libro, la gente (que suele
querer decir "los que mueven los hilos de este tinglado") sabrá quién
eres, lo que puede hacer que aparezcan nuevas oportunidades de darte a conocer,
de desarrollo profesional, mejores sueldos y más tiempo libre que puede
emplearse en, qué sé yo, ¿escribir más libros para sentirse autorrealizado? Uno
fantasea con su libro como pasaporte a una nueva categoría y al reconocimiento
de sus compañeros.
Lanzar un libro al mercado no te
convierte en un jugador de los 22 que disputan un partido, sino en uno de los
60.000 espectadores del Wanda
Entiendo que toda profesión puede tener
su equivalente al libro, metáfora del viejo prestigio. Para un futbolista,
quizá se trate de marcar un gol en el Bernabéu. Para un abogado, salir bien parado en un caso
mediático. Con una sustancial diferencia, que es que en nuestro caso, no se
trata de un golpe de suerte, sino de un peaje que tarde o
temprano hay que pagar. En serio, ¿conocen a muchos periodistas de
más de 50 que no tengan su libro? (Los habrá, pero quizá no los conozcan
precisamente por eso). Se trata de un espejismo, en realidad, porque lanzar un
libro al mercado no te convierte en un jugador de los 22 que disputan un
partido de fútbol, sino más bien, en una de las 66.000 personas que caben en el
Wanda Metropolitano.
En 2017, se editaron en España 59.567 títulos.
Una bajada significativa desde el año anterior, cuando se encontraba en 86.000, según Cedro (84.047 de ellos eran primeras
ediciones, lo cual quiere decir que se edita mucho pero se reedita poco). En
román paladino, publicar un libro te convierte en ese tío que desde el tercer
anfiteatro insulta al árbitro: una voz en mitad de la multitud prácticamente
indistinguible de los demás. Por si fuera poco, la vida de los libros es cada
vez más breve, otra consecuencia más de la aceleración de la industria de la información. Cuando un libro llega a las tiendas, parece estar ya viejo,
y en apenas un par de meses habrá caído en el olvido.
Si esto ocurre es, entre otras cosas,
porque los libros ocupan un papel muy diferente en nuestra sociedad que en el
pasado. Prestigio intelectual, ninguno. ¡Si hasta yo he sacado uno! Pasaporte a
una supuesta visibilidad, tampoco. Más bien, se han invertido las tornas:
raramente uno se hace famoso escribiendo libros, sino que más bien, uno es famoso y luego ya escribe (o le escriben) su libro,
otro producto de 'marketing' más derivado de la marca personal, que es lo que
realmente se vende. Los libros ya no se escriben para ser leídos, sino como
tarjeta de presentación que de presentación en presentación y de tertulia en
tertulia te terminará abriendo otras puertas. Ser Héctor G. Barnés, autor de
'La ley de las aulas', siempre suena mejor que Héctor G. Barnés, periodista de
El Confidencial. De paso, se engrasan los engranajes de la industria. Que el
ritmo no pare, no pare no, que el ritmo no pare.
Tú, el lector y el
pacto implícito
Nadie admitiría abiertamente esto,
porque suena asquerosamente cínico, pero no conozco a nadie que haya publicado
un libro cuyas palabras no dejen entrever en mayor o menor grado una aceptación
de este pacto. Publicar tu libro ha terminado convirtiéndose en un rito de
paso, entre otras cosas porque dispones de más libertad y te da, en teoría, una
mayor proyección que el repetitivo trabajo diario. Quizá lo que más me molesta
de ello es que se trata de la culminación de la inaguantable rueda de la
visibilidad, en la que ni siquiera tener un trabajo a tiempo
completo (en una redacción) y otro a tiempo parcial (escribiendo tu libro) es
suficiente si no te das bola en las redes sociales o si no sales de cañas con
la gente con la que debes salir de cañas. Qué cansancio.
Quizá no merezca la pena hacer cosas
por las razones equivocadas, que paradójicamente, suelen ser las que nos
parecen más pragmáticas
Desde luego que he obtenido cosas
valiosas tras escribir el libro (es más, ¡lo volvería a hacer!), pero la mayoría de ellas tienen poco que ver con el hecho
de publicarlo y sí con el proceso de escritura. Lo más
importante, conocer y compartir conversaciones con profesionales de la
educación que tenían mucho que contar. O descubrir entresijos de nuestra
historia educativa que no conocería si no me hubiese embarcado en este
proyecto. O comprobar que las personas que te rodean te aprecian de verdad. O
aprender a escribir un libro, que tiene su miga. O escuchar a mi madre diciendo
que Víctor Lenore es un tipo sensato (eso es
impagable). El hecho de ver mi nombre en las librerías no me ha proporcionado
una satisfacción mayor que la que habría obtenido tocando la guitarra en una
banda de versiones de la Creedence Clearwater
Revival o montando una campaña de 'Vampiro: la
mascarada'.
"Qué pesado, espero que su libro no
sea tan brasas", estará diciendo el paciente lector. Vale, aquí viene la
valiosa lección: quizá no merezca la pena hacer cosas por las razones
equivocadas, que paradójicamente, suelen ser las más pragmáticas. Podemos
pensar que somos muy listos porque hemos sacado un libro y los amigos nos dan
palmaditas en la espalda, pero quizá en realidad seamos un poco tontos pensando
que eso nos hace mejores o más talentosos que el resto. El mundo editorial,
como manifestación cumbre de la industria de la autoexplotación, se basa en ese pacto implícito por el
cual publicar un libro está al alcance de cualquiera, pero por eso mismo, se ha
convertido en un acto fútil que, simplemente, añade más ruido. A lo mejor
sobran libros y sobramos escritores, y a lo mejor nos falta tiempo para llevar a cabo actos realmente valiosos.
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